Johann Wolfgang von Goethe - El carnaval de Roma
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- Libro:El carnaval de Roma
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1814
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El carnaval de Roma: resumen, descripción y anotación
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Las fiestas no son el tema principal de Goethe, pero en el curso de sus viajes forzosamente tuvo que participar en algunas y dejar constancia de sus impresiones. Juan de Sola ha reunido, traducido y prologado en este volumen dos textos contrapuestos pero igualmente reveladores: El carnaval de Roma (1789), acompañado por las veinte ilustraciones en color originales de Georg Melchior Kraus, y La fiesta de san Roque en Bingen (1817). Si el colorido, el desorden y la búsqueda de placer sin trabas que Goethe vio en las calles de Roma le fascinaron a la vez que, en cierto modo, le perturbaron, también le parecieron algo artificiales y regulados. En cambio, en la consagración de una capilla católica a orillas de Rin encontró la serenidad, la armonía y el espontáneo espíritu popular que más se avenían a su sensibilidad. Un fenomenal rito pagano vivido con derroche y alegría se enfrenta a una festividad religiosa donde todo invita al recogimiento, a la piedad y al vino. Dos espléndidas crónicas que, en conjunto, ofrecen una sugerente muestra de la literatura de viajes de quien Napoleón dijo que poseía, como él mismo, «la virtud de lo completo».
Johann Wolfgang von Goethe
ePub r1.0
Titivillus 22.06.16
Título original: Das römische Carneval y Sankt-Rochus-Fest zu Bingen
Johann Wolfgang von Goethe, 1814
Traducción, introducción y notas: Juan de Sola Llovet
Ilustraciones: Georg Melchior Kraus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Hauke Ritz
Nunca llegamos tan lejos como cuando ya no sabemos hacia dónde vamos.
Goethe, Máximas y reflexiones
Si preguntáramos a cien personas con qué autor de la literatura universal preferirían irse de fiesta, es harto improbable que saliera el nombre de Goethe. Unos invocarían a Aristófanes, Petronio o Plauto; otros, a Rabelais, Cervantes o Lope; los habría sin duda que mencionarían a Sterne, Voltaire o Swift, incluso a Burroughs, Genet o algún miembro de la generación perdida —quizá éstos serían hoy en día legión—, pero seguramente nadie, o casi nadie, se acordaría del príncipe de los poetas.
La imagen que hemos heredado de Goethe es la de una figura titánica, ambiciosa, plenamente consciente de su relevancia, la de un escritor serio, con fama de plúmbeo, lo mismo interesado en escudriñar los vaivenes del alma humana que en rebatir la teoría de los colores de Newton o postular la existencia de una Urpflanze o planta primitiva. Un escritor, en suma, sobrio, ponderado, poco dado a la fiesta y con un altísimo concepto de sí mismo («Nunca he conocido a una persona más presuntuosa que yo. El hecho de que lo diga yo mismo demuestra que lo que digo es cierto»).
Sin embargo, aunque pueda sorprender, el motivo de la fiesta aparece en la obra de Goethe más de lo que cabría esperar en un primer momento. Es cierto que la mayoría de las celebraciones a las que asistió o incluso organizó personalmente eran de alto copete, y que obedecían más a las servidumbres de su cargo en la corte de Weimar y a la posición que ocupaba en el panorama literario de la época, que a la simple voluntad de diversión; eran fiestas o «reuniones de sociedad» que se desarrollaban dentro de un espacio cerrado y seguro, con una especie de numerus clausus y unas pautas de comportamiento muy definidas. Pero no podemos olvidar que también él, el gran titán de las letras alemanas, fue un día joven y rebelde, y se corrió por tanto más de una juerga a la salud de un padre con el que no siempre tuvo buenas relaciones. De sus años en Leipzig, donde empezó, contrariamente a su voluntad, los estudios de Derecho, quedan pocos testimonios —él mismo se encargó de destruir parte de la correspondencia y de fabricarse un pasado a su medida—, pero basta con leer las cartas dirigidas a Ernst Wolfgang Behrisch, con quien compartía intereses artísticos y literarios, y en el que había encontrado a una especie de mentor amoral, para darse cuenta de que también él cometió eso que hemos dado en llamar «errores de juventud».
Sin ser un hombre particularmente festivo, decíamos, lo cierto es que la fiesta está bastante presente en la obra de Goethe. Aparte de las que aquí presentamos y que pasaremos a comentar enseguida, se nos ocurren, por lo bajo, al menos cinco muestras de ello, muestras que, a su vez, comparten algunos rasgos de las dos que reúne el presente volumen: la preciosa descripción de la fiesta con motivo de la elección y la coronación del futuro emperador José II en Frankfurt (Poesía y Verdad, libro V); la fiesta de aniversario de Lili (Poesía y Verdad, libro XVII); la fiesta del estreno de Hamlet en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (libro V); y las dos fiestas principales que aparecen en Las afinidades electivas, la de la colocación de la primera piedra del nuevo edificio (I, cap. 9, con el discurso del albañil), y la inauguración de éste con todo boato (I, cap. 15).
A las tres de la madrugada del 3 de septiembre de 1786, Johann Wolfgang Goethe, sin decir nada a nadie, ni siquiera a los amigos con los que apenas una semana antes había celebrado su trigésimo séptimo cumpleaños, parte de Karlsbad hacia un destino que todos ignoran: Italia. Decide adoptar una nueva identidad (Philippe Müller) y un nuevo oficio (pintor) en el que ha hecho ya sus pinitos —Goethe fue un dibujante notable—, y embarcarse en una aventura. Como para muchos hombres de letras de la época, el viaje a Italia, símbolo del pasado clásico, era casi una obligación, una suerte de rito iniciático sin el cual a poco podía aspirarse en el terreno de la creación artística: Winckelmann, Lessing, Herder, Byron, Shelley, Keats, Stendhal, incluso Madame de Staël, hicieron un viaje que habría de cambiarles la vida.
Como todo viaje iniciático, es también una huida: de sus funciones administrativas en la corte de Weimar, de la relación imposible con Charlotte von Stein y de un bloqueo creativo —después del éxito del Werther (1774), que nunca digirió, había publicado apenas un par de obras dramáticas y se dedicaba sobre todo al estudio del arte y de la naturaleza—. El propósito estaba también alentado por un deseo de recuperar y superar las enseñanzas de su padre, que le había enseñado la lengua de Petrarca y hasta había escrito un libro, en italiano, sobre su viaje de formación (Viaggio per l’Italia, publicado por primera vez en 1932). En última instancia, lo acuciaba asimismo la necesidad de ver en persona todo lo que hasta el momento solo había leído en libros y contemplado en ilustraciones. Estas ansias de renovación se aprecian perfectamente en una anotación del diario del viaje que escribe para Charlotte von Stein, con fecha de 11 de septiembre: «Me siento como un niño que debe aprender a vivir otra vez».
Goethe viajó la mayor parte del trayecto en silla de posta y solo, con la única compañía de un equipaje somero, las Noticias histórico-críticas de Italia (1770-1771) de Johann Jakob Volkmann, que enmendará y criticará profusamente, los Genera plantarum (1737) de Linneo, un par de pistolas y los manuscritos para la que sería la primer edición de sus Obras reunida s (1789-1790), que publicaría Gösche. De camino, compró la traducción italiana de la
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