Rafael Cansinos Assens - Goethe: una biografía
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- Libro:Goethe: una biografía
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1944
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Goethe: una biografía: resumen, descripción y anotación
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Rafael Cansinos Assens revela en esta obra singular el cariño que suscitó en él la profunda humanidad del autor de Los sufrimientos del joven Werther y Fausto. Además de trazar un soberbio estudio psicológico del gran clásico alemán, describe con extraordinaria amenidad los diversos avatares de su aleccionadora existencia.
Rafael Cansinos Assens
ePub r1.0
Titivillus 06.12.16
Título original: Goethe: una biografía
Rafael Cansinos Assens, 1944
Prólogo y notas: Luis Fernando Moreno Claros
Imagen de la cubierta: J. J. Schmeller: Goethe en su estudio, 1831
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Rafael Cansinos Assens (Sevilla, 1882-Madrid, 1964), «hombre silencioso y triste», como él mismo acertó a definirse alguna vez en el ocaso de su vida, fue un literato de antaño que se entregó en cuerpo y alma a la literatura y al pensamiento sin llegar a saborear nunca la gloria. Modernista primero y abanderado del ultraísmo después, compuso en su juventud un extenso poemario y un considerable número de novelas crepusculares. Hoy, sólo un puñado de escritores que aún se atreven a aprender algo de quienes los precedieron lo recuerdan colmándolo de alabanzas; consideran la prosa del maestro de origen judío excelente: sinuosa, melódica, cadenciosa y talmúdica. También hay un reducido número de lectores raros y selectos, a los que les entretiene desempolvar libros viejos y escrutar los entresijos de la postergada historia literaria peninsular, que se emocionan cuando descubren las carcomidas portadas de alguna edición de cualquiera de sus obras. Pero no cabe duda de que el mayor evocador y perpetuador de la memoria de Cansinos fue el argentino Jorge Luis Borges. Él contribuyó a mitificar su figura alta y taciturna, librándola del olvido merced al recuerdo sincero y admirable que hizo de su persona en alguna prosa y en un enjundioso poema que lleva su nombre; además, Borges nunca se olvidaba de proclamarlo como su más conspicuo maestro en las entrevistas —casi idénticas unas a otras— que con tanta frecuencia concedió. Nunca renegó Borges del magisterio del poeta sevillano. «Cansinos fue —escribe— el más admirable anudador de metáforas de cuantos manejan nuestra prosodia»; «si bien —continúa— era poco austero para merecer el título de primer prosista español… pues Cansinos se encariña con todo tema, lo mira demasiado y es indeciso en los adioses». Todo lo contrario a la economía de temas y a la precisión de palabra que, tras una primera época de barroquismo y exuberancia, adquirirá después el escritor bonaerense. Aunque Borges alcanzó la perfección y la plenitud estilística, siempre mantuvo a Cansinos en su memoria, y no se desdijo jamás de la promesa que formuló a todos cuantos examinasen los libros de aquel a quien calificó de «gran escritor judeo-andaluz»; esto es, que con la lectura de sus obras obtendrían «la más intensa y asombrosa de las emociones estéticas».
Los años y el olvido han logrado que el asombro y la emoción estética que sin duda encierran algunas obras de Cansinos Assens como El candelabro de los siete brazos (1914), El divino fracaso (1918), El movimiento V. P. (1921) o La huelga de los poetas (1921), sean patrimonio exclusivo de muy pocos lectores actuales; no obstante, Borges también contribuyó a crear el mito de otro Cansinos que superaba al joven poeta ultraísta, incauto señor de la metáfora: el autor argentino recreó y quizá hasta inventó la figura legendaria del Cansinos erudito encerrado en su torre de marfil. Borges supo glosar admirablemente al políglota y al traductor incansable y mastodóntico. Evocó al eremita recluido en su piso madrileño situado en los alrededores del célebre «viaducto de los suicidas», donde los libros «se amontonaban del techo al suelo, pues el maestro carecía de dinero para comprar estanterías» (María Esther Vázquez, Borges, esplendor y derrota). Y rememoró al lector solitario, con vocación de hombre universal. En esta otra imagen, Borges lo siente acaso más cercano, más semejante a él; lo sabe desdeñador de lo nacional y particularista (el cante jondo, las corridas de toros, el andalucismo) y amante de lo eterno e ilimitado; he aquí el porqué del amor de Cansinos por todas las lenguas y de que se las ingeniase para traspasar las fronteras de sus cuatro paredes madrileñas mediante las gramáticas y las lecturas, a horcajadas en el potro de la imaginación. Merece la pena transcribir un párrafo extraído de una entrevista que Borges concedió a Antonio Carrozzi Abascal. Preguntado por sus maestros y refiriéndose a Cansinos, manifestaba Borges: «Fue una de las últimas personas que vi antes de dejar Europa. Es como si me encontrara con todas las bibliotecas de Occidente y del Oriente. Cansinos, que se jactaba de poder saludar a las estrellas en once idiomas clásicos y modernos. Cansinos, que había leído todos los libros, es la impresión que me dio. Él tradujo a De Quincey del inglés, él tradujo a Barbusse del francés, él tradujo Las mil y una noches del árabe, él tradujo Selecciones del Talmud del hebreo, él tradujo escritores latinos. Conocía todos los idiomas y no había salido de su gran y secreta biblioteca en Madrid. Recuerdo que él escribió un poema al mar, yo le felicité, era un poema lindísimo, un poema en que se sentía el latido del mar. “Qué lindo poema, Rafael, le dije yo —le llamábamos así todos—. Qué lindo poema al mar”. “Sí —me dijo Cansinos con un acento andaluz—, espero verlo alguna vez”. Nunca había visto el mar, pero tenía el arquetipo del mar en su imaginación. Como Coleridge». El Cansinos de los arquetipos era el que imaginaba y sentía la realidad transfigurada de las cosas, de ahí su nostalgia de la trascendencia y del más allá, la atracción por lo extenso, por lo ilimitado de la imaginación y la ductilidad del pensamiento; y de ahí, finalmente, el enorme interés que mostraba por las grandes figuras de la Historia y de la Literatura. Éstas alentaban su afán de respirar otros aires distintos de los de esa bohemia, esa «gallofa» madrileña que lo rodeaba, tan obtusa y teñida de pacato provincialismo; alimentaban su anhelo de traspasar el cerco de escritorzuelos de tres al cuarto que pululaba a su alrededor, todos ellos desfallecidos de malditismo, dueños únicamente de escaso talento y de estómagos corroídos por el hambre, con quienes tuvo que bregar a veces para ganarse la vida. Cansinos fue, sin duda, mucho más que todos ellos; por algo fue capaz de observarlos, dejándonos como resultado La novela de un literato, obra magnífica en la que realiza una despiadada autopsia de aquellos seres que engullía aquel Madrid de los milagros de antes de la Guerra Civil. Sin haber entrado en los anales de la Historia amparado por la gloria de un Ortega o un Azorín, Cansinos pudo codearse con ellos, pero no lo hizo. Era un hombre fino, callado, sabio y señor, pero su humildad y quizá su condición de judío marcaban acaso las distancias, o su imaginación febril.
Para quienes, en definitiva, celebramos más algunas obras de carácter informativo que la incierta pureza poética o estilística de novelas de circunstancias, objeto de coleccionistas y bibliófilos, es esta otra faz de Rafael Cansinos Assens —el erudito, el silencioso habitante de su biblioteca— la que más nos sorprende y alienta. El Cansinos crítico, el escritor de ensayos y el obrero de la traducción poseen un encanto tal vez más perdurable que el poeta y el novelista malogrado, apóstol del divino fracaso. Tras la Guerra Civil, Cansinos Assens pasó a vivir definitivamente en la sombra, mostrando más esta su otra cara, emboscado, parapetado tras sus libros cual defensor irreducible de la «gran cultura», viéndose obligado u obligándose él mismo a enmudecer. Por su judaismo, abrazado y reivindicado por él con sumo orgullo («Bebió como quien bebe un hondo vino/ los Salmos y el Cantar de la Escritura/ y sintió que era suya esa dulzura/ y sintió que era suyo aquel destino», poetizó Borges), amén de por su otra condición de simpatizante republicano —aunque jamás tuvo que ver nada con la política—, no era bien visto por el régimen de Franco, e incluso tuvo numerosos problemas con la censura. En esa época oscura, plagada de lobreguez intelectual, desde los desolados años cuarenta hasta el final de los cincuenta, fue cuando más intensamente se dedicó el eremita solitario a su nunca interrumpida tarea de traductor. La obra propia e íntima quedó entonces relegada a esos diarios clandestinos que aún actualmente está por revisar y exhumar, recluida y secreta, transcrita en diferentes idiomas y grafías. Pero de puertas afuera, Cansinos prosiguió e intensificó su tarea de traductor. Es proverbial, al evocar su trabajo casi sobrehumano de galeote, la referencia a lo exiguo de los emolumentos que por él percibía de la prestigiosa editorial para la que entonces trabajaba; acaso la fama que adquirió después como traductor de las
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