Javier Sanz - Respuesta a la Carta de Jesús al Papa
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Respuesta a la Carta de Jesús al Papa: resumen, descripción y anotación
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Un dato que hubiera sido de agradecer por los lectores a los que usted ha permitido compartir la Carta de Jesús al Papa es el listado de los concilios que, desde el siglo iv de nuestra era hasta el presente, han ido consolidando el cristianismo dogmático.
En total y con carácter ecuménico, han sido veintiuno, desde el celebrado en Nicea en 325 hasta el último del Vaticano II, en 1965. La pauta común de todos ellos se define por el clásico lema castrense latino: si vis pacem, para bellum, o lo que es lo mismo en traducción libre, golpear antes, sepultar a los enemigos, no entrar en consideraciones, eludir oposiciones y, más literamente, defender atacando incluso aunque no exista ni un resquicio de duda que permita suponer la más mínima ofensa.
Condenar, señor Dragó, condenar. Verbo glorioso para la Iglesia.
Casi dos mil años de condena son muchas cadenas perpetuas para la libertad espiritual. Porque también, en todo este tiempo, han sido muchos los alegatos y atenuantes que teólogos defensores de otros credos, de distintas reinterpretaciones de la fe o de nuevas concepciones de la figura crística han puesto en litigio ante el papado romano. Y todos ellos, sin excepción, han sido sentenciados por la fiscalía vaticana a ser ejecutados en la picota.
Recordemos algunas condenas radicales.
La peor, la del paganismo, que fue degollado a conciencia en Nicea cuando el emperador Constantino, a raíz de su conversión —pésimo comportamiento— al cristianismo, proclamó su credo como religión de todo su imperio. De paso, en el mismo congreso, el arrianismo fue anatemizado. Cuatro siglos más tarde, y en el mismo enclave, fue a los iconoclastas a quienes las autoridades eclesiásticas arrojaron al fuego purificador.
Éfeso fue el lugar en que los prelados, animados por Celestino I, reprobaron en 431 a los nestorianos; veinte años después, en Calcedonia, se puso coto a los seguidores de Eutiques, los monofisitas.
En los concilios sucesivos de Letrán, durante el apogeo de las Cruzadas, resumamos diciendo que el apoyo a las campañas para liberar la supuesta Tierra Santa fomentó la maldición contra el islam. En Constanza, a principios del siglo xv, se acabó con el cisma de Occidente y para evitar otros, se condenó ejemplarmente a los husitas, no fuera que su deseo de libre prédica y su defensa de la pobreza eclesial diera pie a nuevos candidatos papales extravaticanos.
En Trento, la contrarreforma plantó cara pero no pudo borrar del mapa a las confesiones protestantes encabezadas por Lutero y Calvino. Y de los dos concilios celebrados en el Vaticano, en el primero de ellos, en 1869, Pío IX y sus secuaces condenaron al sentido común proclamando la infalibilidad del papa; y en el segundo, Pablo VI condenó a los fieles católicos a la más chabacana mundanidad al reconvertir —medida peor que pésima— el rito litúrgico en la quintaesencia de una primera gran campaña de maquillaje en un intento por convencer al mundo de que la Iglesia estaba modernizándose. También, y como dádiva añadida, se levantó el ancestral anatema contra el pueblo judío, quizá como compensación por la complicidad de Pío XII con la solución final aplicada por los nazis a los hebreos de Europa durante la segunda guerra mundial. Por lo visto, Hitler y los suyos no se merecían la condena.
No me tache usted de pelma, señor Dragó. Que este sucinto repaso conciliar sirva de complemento perfilador a las acusaciones que ambos vertemos sobre la curia y el emporio vaticano. Es necesario que se conozca, que se sepa, como usted ha permitido con su misiva a Wojtyla, cómo se las gasta la Iglesia y en qué infundios se basa para su propósito.
La epistemología del cristianismo es una afrenta a la razón. La del catolicismo, un insulto al intelecto.
De nuevo le pido que no confunda mis palabras. Ni pretendo adoctrinar —no lo permita el destino— ni mucho menos enseñar al que no sabe. Este addenda, como su Carta, amigo Dragó, no es más que una declaración de principios puramente personal. Otra cosa es que contenga elementos de juicio que puedan defenderse como objetivos por su condición de verificables.
Verificar. He ahí el verbo mágico. La religión no se fundamenta en creer, sino en descreer de todo. Nada de lo que existe desaparece sin dejar rastro, ni lo abstracto ni lo concreto. Así pues, no debemos confundir lo que no encontramos con lo que no es cierto. Y menos aún, si sopesamos la certeza más que palpable de que lo que no se encuentra a nuestro alcance a menudo ha sido soterrado por partes interesadas, verbigracia, los defensores del cristianismo literal y su gran obra, la Iglesia.
El Buda Gautama ya alertaba más de dos mil quinientos años atrás sobre la virtud —mejor, necesidad— de ser incrédulos. Usted mismo, señor Dragó, abre su libelo a Wojtyla con la grandiosa cita que se le atribuye al respecto. Quizá Siddharta intuyó el poder de la manipulación en la espiritualidad humana. Si el Iluminado se horrorizó por la prepotencia de la casta brahmánica, hubiera sufrido un ataque al corazón viendo actuar a los obispos patrísticos.
Otro dato referencial que llegado a este punto nos viene al pelo. ¿No cree también conveniente, descreído señor Dragó, mencionar una tras otra todas las interpretaciones, tachadas de herejías por la Iglesia romana, a que dio pie el cristianismo y que se enfrentaron a la postura fideísta, historicista y literal que desde el inicio se proclamó a sí misma como una, grande y universal —por poco, pura convergencia franquista?
Sin mencionar el gnosticismo, la casi segura versión original de los cultos mistéricos judíos protagonizados por el dios-hombre Jesús, arrianismo, maniqueísmo, pelagianismo, nestorianismo y donatismo son otras de las principales expresiones derivadas del compendio de las enseñanzas jesuíticas. Bien es cierto que las diferencias entre unas y otras aportan amplia temática para entablar auténticas discusiones bizantinas sobre asuntos de poca enjundia relativos a la esencia y encarnación del Cristo. Otros distingos, no obstante, provienen de la adaptación más o menos polémica de ritos y expresiones paganas a la concepción del Jesús-Dioniso del ámbito hebreo.
Pero para la Iglesia no han existido nunca opositores grandes o pequeños, sino simples contrincantes a los que había que neutralizar por completo. «Machaca y vencerás», debería aparecer como lema sobre el respaldo del trono de san Pedro.
La campaña de descrédito ya mencionada por usted, señor Dragó, y por tantos otros investigadores antiguos y contemporáneos, contra los gnósticos culminó en uno de los intentos más notables de borrar de la faz de la tierra una opinión adversa.
Pero como los caminos de Dios en ocasiones parecen tan reales como infinitos, el descubrimiento en 1945 de nada menos que 52 de sus textos en Nag Hammadi, en el Alto Egipto —siempre la tierra de Osiris; ¡dulce venganza!—, dio al traste con la desprestigiada visión que en términos generales se tenía sobre el gnosticismo. Me imagino a los heresiólogos oficiales de aquel momento sufriendo un colapso en masa.
Cierto es que con bastante antelación ya habían salido a la luz escritos similares, libros y códices de incalculable valor, entre los que se incluía la valiosísima Pistis Sophia, que aportaban una semblanza de los seguidores del conocimiento divino extraordinariamente distinta a la de los imitadores diabólicos que habían dibujado Tertuliano y Justino Mártir, entre otros, en los albores del poder eclesiástico.
Con todo, la aparición de tales textos no ha sido sino uno de tantos bocados amargos que los papas del siglo xx y sus consejeros han tenido que masticar con desgana y contra reloj para regurgitar un antídoto compensatorio que los librase de su mal sabor.
Recuerdo, señor Dragó, que cuando era un niño, hace apenas treinta años, en los libros de ciencias sociales siempre se mencionaba a Dios como creador del universo. A medida que pasaban los cursos, sólo yo parecía darme cuenta entre todos mis compañeros de que en los renovados libros de texto las habilidades del altísimo —con a minusculísima— menguaban por momentos. Llegué a leer, incluso, que su capacidad se había rebajado hasta insuflar la vida, tan sólo, en las diminutas algas azules que en el caldo primordial oceánico dieron el pistoletazo de salida para la carrera de los seres vivos sobre la tierra.
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