Veinte años después
Prefacio de Humberto Maturana a la segunda edición
Antecedentes
Aunque Francisco Varela y yo escribimos juntos este libro, y no me cabe duda de que ni él ni yo lo habríamos escrito con la forma y contenido que tiene por separado, yo no puedo hablar por él en ninguna circunstancia en lo que a este libro se refiere ni con respecto a ninguna otra cosa. Por esto, al escribir este nuevo prefacio hablaré de mí y del origen de las ideas que yo he puesto en el libro como aspectos de mi vida. No creo que pueda hacerse honestamente de otra manera. En estas circunstancias, deseo que quede claro que cuando diga que Francisco fue mi alumno no pretendo disminuir su grandeza ni subordinar su pensamiento al mío, sólo apuntaré a la historia. Yo soy dieciocho años mayor que Francisco, una diferencia muy grande en los comienzos de la vida de un científico en la relación maestro alumno, y una que se hace muy pequeña o nula cuando la vida científica del que fue el maestro se acerca a su fin.
Historia
El título de este pequeño libro debió ser Autopoiesis: la organización de lo viviente, pues su tema es la organización del ser vivo, y yo concebí la palabra autopoiesis precisamente en el intento de sintetizar en una expresión simple y evocadora, lo que me parecía central de la dinámica constitutiva de los seres vivos. De hecho no lo fue, y no es del caso hurgar en este momento sobre cuáles fueron las circunstancias que determinaron el título de la primera edición. Ahora quiero cambiarlo por el que para mi gusto debió ser el título original: Autopoiesis: la organización de lo vivo. Además, lo que también quiero hacer en este prefacio, poco más de veinte años después que el libro fuera escrito, es relatar cómo fueron surgiendo en mi vida ideas, nociones, y conceptos que él contiene, y comentar algunos aspectos de ellos.
Regresé a Chile el año 1960, después de obtener mi doctorado en biología (PhD) en la Universidad de Harvard, y al cabo de una permanencia total de seis años estudiando y trabajando en el extranjero. Regresé cumpliendo un compromiso que había contraído antes de salir con la Universidad de Chile, pero íntimamente con el deseo de retribuir al país todo lo que había recibido de él. Al llegar me incorporé inmediatamente como ayudante segundo en la cátedra de Biología del profesor Gabriel Gasic, en la Escuela de Medicina de dicha Universidad. Después de conversar ampliamente con el profesor Gasic, logré convencerlo de que me dejase dictar, en su curso de biología del primer año de medicina, una serie de clases sobre el origen y la organización de los seres vivos. Se trataba de un conjunto de cinco o seis clases, casi al final del año, al que yo podía darle el contenido que quisiese. Yo pensaba que me había preparado durante toda mi vida para esas clases. En efecto, yo había estudiado medicina, biología, anatomía, genética, había incursionado en antropología, arqueología y paleontología, me había interesado por la etnología y la mitología, y había hecho investigaciones en diversos ámbitos de la biología (como anatomía, neurobiología, taxonomía) durante mis diez años de estudiante en Chile y en el extranjero. En verdad yo me había interesado por los seres vivos ya antes de haber sido acogido amorosamente por el Dr. Gustavo Hoecker en su laboratorio, en el primer año de mis estudios de medicina el año 1948. Al final de la última clase de ese conjunto, un estudiante me pregunto: «Señor, usted dice que la vida se originó en la tierra hace más o menos tres mil quinientos millones de años atrás. ¿Qué sucedió cuando se originó la vida? ¿Qué comenzó al comenzar la vida, de modo que usted puede decir ahora que la vida comenzó en ese momento?». Al oír esa pregunta me di cuenta de que no tenía respuesta; ciertamente me había preparado para contestarla, pero no podía, ya que de hecho no me la había preguntado en esos términos. ¿Qué se origina, y se conserva hasta ahora, cuando se originan los seres vivos en la tierra?, fue la pregunta que oí. Indudablemente me puse colorado, y no sólo una sino varias veces, pero contesté: «No lo sé, sin embargo, si usted viene el próximo año, le propondré una respuesta». Tenia una año para encontrarla.
Uno no siempre acepta las preguntas que formula, aun cuando dice que las acepta. Aceptar una pregunta consiste en sumergirse en la búsqueda de su respuesta. Más aún, la pregunta especifica qué respuesta admite. Así, lo primero que hice fue formularme la pregunta de una manera completa: «¿Qué comienza cuando comienzan los seres vivos en la tierra, y se ha conservado desde entonces?». O, puesto de otra manera, «¿Qué clase de sistema es un ser vivo?». En el año 1960 esta era una pregunta sin respuesta. Los autores de libros de biología o no la trataban, o se desentendían de ella diciendo que se requerían muchos mas conocimientos, o recurrían a enumerar las propiedades o características de los seres vivos en una lista que resultaba necesariamente interminable en la falta de caracterización independiente de lo vivo que permitiese decir cuando la lista estaba completa. Los científicos como Oparin y Haldane que se habían ocupado con la pregunta por el origen de la vida, no proponían en su enfoque experimental o teórico nada que pudiese servir como una caracterización de lo vivo. Asimismo, científicos como von Bertalanfy que insistían en considerar a los seres vivos como totalidades con un criterio sistémico, hablaban de una visión organísmica, y parecían considerar que lo central para comprender a los seres vivos, era tratarlos como sistemas abiertos procesadores de energía. Yo, en cambio, pensaba que lo central para explicar y comprender a los seres vivos era hacerse cargo de su condición de entes discretos, autónomos, que existen en su vivir como unidades independientes. De hecho yo pensaba, y aún lo pienso, que lo central de la biología como ciencia es que el biólogo trata con entes discretos y autónomos que generan en su operar fenómenos generales en tanto se parecen, mientras que lo central en la física como ciencia es que el físico trata, por el contrario, con leyes generales, sin atender a lo particular de los entes que las realizan. Por esto pensaba, y todavía pienso así, que la tarea central de un biólogo es explicar y comprender a los seres vivos como sistemas en los que tanto lo que pasa con ellos en la soledad de su operar como unidades autónomas, como lo que pasa con ellos en los fenómenos de la convivencia con otros, surge y se da en ellos en y a través de su realización individual como tales entes autónomos. Fue con esta visión que me entregue en mis clases a la doble tarea de contestar a la pregunta por el origen de los seres vivos en la tierra y de revelar su manera de constitución como entes autónomos, en el proceso de describir en que consistía su operar como tales.
Que yo supiese, nadie se había planteado estas preguntas como yo lo hacía, tal vez porque nadie se hacía cargo en toda su magnitud de lo que implica el entender que todos los fenómenos biológicos ocurren a través de la realización individual de los seres vivos. Además, yo no enfrentaba este quehacer de un modo completamente inocente. Diez años antes, a los veintiún años, enfermo de tuberculosis pulmonar en un sanatorio en la cordillera de los Andes, donde debía estar en reposo absoluto, yo leía, en secreto, el gran libro de Julian Huxley, Evolución, una síntesis moderna. Huxley, en ese libro, plantea que la noción de progreso evolutivo es valida si uno piensa en la evolución como un proceso de continuo aumento de la independencia de los seres vivos con respecto del medio en un proceso histórico que culminaba con el ser humano en el momento presente. Yo no estuve de acuerdo con él, y en el silencio de mis horas de reposo, me pregunte por el sentido de la vida y el vivir. Mi respuesta fue entonces, y aún lo es, que la vida no tiene sentido fuera de si misma, que el sentido de la vida de una mosca es el vivir como mosca, mosquear,