Al igual que los cínicos de la antigua Grecia, a los que tanto admiró, la trayectoria de Cioran ha constituido un intento desesperado de responder a una inquietud: cómo vivir en un mundo desquiciado y en el que la razón se ha revelado como un mito. Con la implacable precisión de un silogismo, cada uno de su libros ha revelado minuciosamente, entre el sarcasmo y la lucidez, la nada que somos.
En estos ensayos, escritos hace más de veinte años, E. M. Cioran cuestiona la historia como único relato válido de la realidad, desmitifica el Progreso en nombre del que se ha cometido tantas vilezas y abusos y se pregunta por el sentido de las utopías que posibilitan la vigencia de las instituciones y parecen calmar la sed de absoluto inherente al hombre. Con la marginalidad a la que este autor nos tiene acostumbrados, con su tono lúcido y desengañado, que constituye su principal fuente de independencia frente a cualquier corriente de pensamiento, y huyendo de cualquier sistema o teoría que pretenda un análisis de la realidad histórica contemporánea, Cioran señala simplemente las paradojas inherentes al ser humano y a la sociedad y, con su característica ironía, nos previene contra las ilusiones que sobre nosotros mismos nos hacemos en relación a nuestra participación en la Historia y el Devenir.
E. M. Cioran
Historia y utopía
ePub r2.1
Titivillus 29.04.15
Título original: Histoire et utopie
E. M. Cioran, 1960
Traducción: Esther Seligson
Diseño de cubierta: La pequeña Torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
E. M. CIORAN (Răşinari, Rumanía, 8 de abril de 1911 - París, 20 de junio de 1995). Su nombre auténtico era Emil Cioran, fue un filósofo y escritor de nacionalidad francesa. Nació en un pequeño pueblo rumano llamado Rasinari, donde permaneció hasta 1921. Desde entonces se dedicó a leer todo lo que llegaba a sus manos, autores como Dostoyevski, Flaubert, Pascal, Schopenhauer y, por supuesto, Nietzsche. Estudió filosofía en la Universidad de Bucarest, donde comenzaron sus terribles episodios de insomnio. A partir de esta experiencia demoledora creó En las cimas de la desesperación, su furioso primer libro, que escribió inicialmente como una especie de testamento ante su plan de suicidarse antes de cumplir 22 años. Sin embargo, escribir fue para Cioran una experiencia revitalizante y liberadora. Transcurridos los años entre los estudios académicos y la creación de diferentes libros, decidió irse definitivamente a Francia.
Cioran era un hombre cuyo editor destruyó la edición completa de Silogismos de la amargura «porque no se vendían»; que vio dormirse ante sus incrédulos ojos al primer hombre al que leyó la primera página de Breviario de podredumbre, libro que reescribió al menos cuatro veces hasta terminarlo a su entera satisfacción; que vivió la mayor parte de su vida en hoteles; que jamás tuvo ordenador; que nunca se casó; que nunca trabajó —con la excepción de aquel incómodo año universitario—; que calificó a Jean Paul Sartre como «un hombrecillo de vida e ideas patéticas»; que jamás profesó religión alguna y que se resistió a recibir premios por su reticencia a «aceptar dinero en público».
En los últimos años algunos de sus libros han vendido más de un millón de ejemplares en el idioma inglés, de lo cual él se habría reído dubitativamente y habría vuelto a decir: «Todo éxito es un malentendido».
E. M. Cioran murió el 20 de junio de 1995, víctima del mal de Alzheimer.
Entre su bibliografía destacan los siguientes títulos: En las cimas de la desesperación (1934), De lágrimas y de santos (1937), Breviario de podredumbre (1949), Silogismos de la amargura (1952), Del inconveniente de haber nacido (1973), Conversaciones (1995).
A propósito de dos clases de sociedad
Carta a un amigo lejano
Desde ese país que fue el nuestro, y que ya no es de nadie, usted me pide, después de tantos años de silencio, que le dé detalles sobre mis ocupaciones y sobre ese mundo «maravilloso» que, según usted, tengo la suerte de habitar y recorrer. Podría responderle que soy un hombre desocupado, y que este mundo no es maravilloso. Pero una respuesta tan lacónica, a pesar de su exactitud, no sabría calmar su curiosidad ni satisfacer las múltiples preguntas que me hace. Hay una que, por ser casi un reproche, me impresionó especialmente. Usted querría saber si tengo la intención de volver a escribir en nuestra lengua, o si pienso permanecer fiel a esta otra en la que usted me supone con bastante gratuidad una facilidad que no tengo, que nunca tendré. Sería embarcarme en el relato de una pesadilla referirle la historia de mis relaciones con este idioma prestado, con todas sus palabras pensadas y repensadas, afinadas, sutiles hasta la inexistencia, volcadas hacia la exacción del matiz, inexpresivas a fuerza de haber expresado tanto, de terrible precisión, cargadas de fatiga y de pudor, discretas hasta en la vulgaridad. ¿Cómo quiere que un escita las acepte, aprenda su significado neto y las manipule con escrúpulo y probidad? No hay una sola cuya elegancia extenuada no me dé vértigo: ninguna huella de tierra, de sangre, de alma hay en ellas. Una sintaxis de una rigidez, de una dignidad cadavérica las estruja y les asigna un lugar de donde ni el mismo Dios podría desplazarlas. Cuánto café, cuántos cigarros y diccionarios para escribir una frase más o menos correcta en una lengua inabordable, demasiado noble, demasiado distinguida para mi gusto. Y sólo me di cuenta de ello cuando, desgraciadamente, ya era demasiado tarde para apartarme; de otra forma nunca hubiera abandonado la nuestra, de la que a veces extraño el olor a frescura y podredumbre, mezcla de sol y de bosta, la fealdad nostálgica, el soberbio desharrapo. Ya no puedo retornar a ella; la lengua que tuve que adoptar me retiene y me subyuga a causa de esos mismos trabajos que me costó. ¿Soy, como usted lo insinúa, un «renegado»? «La patria no es más que un campamento en el desierto», reza un texto tibetano. Yo no voy tan lejos: daría todos los paisajes del mundo por el de mi infancia. Y aún me falta agregar que, si hago de él un paraíso, las prestidigitaciones o las deficiencias de mi memoria son las únicas responsables. A todos nos persiguen nuestros orígenes; el sentimiento que me inspiran los míos se traduce necesariamente en términos negativos, en el lenguaje de la autopunición, de la humillación asumida y proclamada, del consentimiento al desastre. ¿Es digno de psiquiatra un patriotismo así? Quizá sí, pero no puedo concebir otro, y viendo nuestros destinos, me parece —¿por qué negarlo?— el único razonable.
Más dichoso que yo, usted se ha resignado a nuestro polvo natal; además, tiene usted la facultad de soportar todos los regímenes, incluso los más rígidos. Y no es que usted no tenga la nostalgia de la fantasía y del desorden, pero no conozco espíritu más refractario que el suyo a las supersticiones de la «democracia». Hubo una época, es cierto, en la que yo también las detestaba, incluso más que usted: era joven y no podía advertir otras verdades fuera de las mías