Lecciones de los Maestros evoca a muchos personajes ejemplares: Sócrates y Platón, Jesús y sus discípulos, Virgilio y Dante, Brahe y Kepler, Husserl y Heidegger, entre otros. Fundamentales en la evolución de la cultura occidental son Sócrates y Jesús, maestros carismáticos que no dejaron enseñanzas escritas ni fundaron escuelas. En los esfuerzos de sus discípulos, en los relatos de pasión inspirados por su muerte, Steiner ve los comienzos de un vocabulario interior, los reconocimientos cifrados de buena parte de nuestro lenguaje moral, filosófico y teológico.
Después analiza una serie de tradiciones y disciplinas, referidas todas ellas a tres temas subyacentes: el poder del maestro para aprovechar la dependencia y vulnerabilidad del discípulo; la complementaria amenaza de subversión y traición al mentor por parte del discípulo y el recíproco intercambio de confianza y amor, de aprendizaje y enseñanza entre profesor y alumno.
Georg Steiner
Lecciones de los maestros
ePub r1.0
German25 14.11.16
Título original: Lessons of the Masters
Georg Steiner, 2003
Traducción: María Cóndor
Editor digital: German25
ePub base r1.2
Para Rebecca, para Miriam, un día
FRANCIS GEORGE STEINER (París, 23 de abril de 1929), conocido como George Steiner, es un profesor, crítico, teórico de la literatura y de la cultura, y escritor.
Es profesor emérito del Churchill College de la Universidad de Cambridge (desde 1961) y del St Anne’s College de la Universidad de Oxford.
Su ámbito de interés principal es la literatura comparada. Su obra como crítico tiende a la exploración, con reconocida brillantez, de temas culturales y filosóficos de interés permanente, contrastando con las corrientes más actuales por las que ha transitado buena parte de la crítica literaria contemporánea. Su obra ensayística ha ejercido una importante influencia en el discurso intelectual público de los últimos cincuenta años.
Steiner escribe desde 1995 para The Times Literary Supplement; a lo largo de su trayectoria, ha colaborado también con otras publicaciones periódicas, tanto de forma continua (The Economist 1952-1956, The New Yorker 1967-1997, The Observer 1998-2001), como esporádica (London Review of Books, Harper’s Magazine).
Ha publicado, además, varios libros de ensayos, novelas y de poesía.
1. Unos orígenes perdurables
La instrucción, hablada y representada, por medio de la palabra o de la demostración ejemplar, es evidentemente tan antigua como la humanidad. No puede haber sistema familiar ni social, por aislado que esté y por rudimentario que sea, sin enseñanza y discipulazgo, sin magisterio y aprendizaje consumados. Pero el legado occidental tiene sus fuentes específicas. Hasta un punto que resulta asombroso, los usos, los motivos que siguen poniendo en práctica nuestra instrucción, nuestras convenciones pedagógicas, nuestra imagen del Maestro y de sus discípulos, junto con las rivalidades entre escuelas o doctrinas enfrentadas, han conservado sus peculiaridades desde el siglo VI a. C. El espíritu de nuestras clases magistrales y seminarios, las aseveraciones carismáticas de los gurús rivales y de sus acólitos, muchas de las técnicas retóricas de la enseñanza misma, no sorprenderían a los presocráticos. Es esta continuidad milenaria lo que constituye quizá nuestra principal herencia y el eje de lo que llamamos —siempre provisionalmente— cultura occidental.
El problema es que sabemos demasiado y demasiado poco de personajes como Empédocles, Heráclito, Pitágoras o Parménides. Lo que se cuenta de sus vidas nunca ha dejado de fascinar a la sensibilidad filosófica y poética. Estimulan no sólo la argumentación cosmológica, metafísica y lógica en el curso de toda la historia intelectual de Occidente, sino también el arte, la poesía y, en el caso de Pitágoras, las concepciones de la música. Sin embargo, lo que realmente enseñaron ha llegado hasta nosotros —si es que ha llegado— en fragmentos, en jirones desgarrados, por así decirlo, o a través de citas, posiblemente inexactas o incluso oportunistas, de voces críticas tales como las de Platón, Aristóteles, los doxógrafos bizantinos y los Padres de la Iglesia. Una niebla legendaria, aunque en ocasiones extrañamente luminosa, envuelve las enseñanzas y métodos filosófico-científicos de la Sicilia y el Asia Menor presocráticas. Hasta el epígrafe «filosófico-científico» es cuestionable. Los presocráticos no hacen esta distinción. Hay elementos alegóricos, cultos esotéricos, magia, como los que conocemos por las prácticas chamánicas, inextricablemente entretejidos con unas proposiciones de un tenor arduamente abstracto (Parménides sobre la «nada», Heráclito sobre la dialéctica). La imagen de Hegel es fascinante: no es hasta Heráclito cuando la historia de la filosofía, que es filosofía en sí misma, pisa tierra firme. Heráclito, el aforista oscuro y enigmático, como lo describían los antiguos, es, sin embargo, tan escurridizo como sus crepusculares predecesores.
Y de inmediato llegamos a uno de nuestros grandes temas: el de la oralidad. Antes de la escritura, en la historia de la escritura y como desafío a ella, la palabra hablada era parte integrante del acto de la enseñanza. El Maestro habla al discípulo. Desde Platón a Wittgenstein, el ideal de la verdad viva es un ideal de oralidad, de alocución y respuesta cara a cara. Para muchos eminentes profesores y pensadores, dar sus clases en la muda inmovilidad de un escritorio es una inevitable falsificación y traición.
Para Heidegger, Anaximandro era una presencia inmediata. Pero ya para la Antigüedad clásica tenían algo de misterioso unos Maestros primigenios, en muchas ocasiones itinerantes, como Anaximandro, Anaxágoras, Jenófanes e Ion de Quíos. ¿Cómo y a quién habían enseñado; qué significaban exactamente las tempranas referencias a cierta «escuela» de Anaxágoras? La leyenda y la conjetura se inclinaban a relacionar el «orfismo», las enseñanzas y ritos que la mitografía atribuía a la figura de Orfeo, con los albores de la instrucción filosófico-cosmológica. El orfismo sigue constituyendo un concepto y una tradición casi impenetrables. Lo que importa aquí son las íntimas afinidades entre la pedagogía filosófica, por un lado, y las artes del rapsoda, por otro. Estas artes son orales y, por definición, poéticas. La recitación de los rapsodas, de poetas-cantores más o menos nigromantes, los tratados de los propios Maestros presentados bajo formas poéticas (Empédocles, Parménides, pero también la mitología platónica), la fundación de unas comunidades iniciadas de adeptos y discípulos contribuyeron a componer un fermento ahora irrecuperable pero de grandes consecuencias. Su fuerza se puede evaluar por las huellas que ha dejado en la moderna práctica.
Por lo que sabemos de las enseñanzas y relatos hagiográficos que rodean a Empédocles y Pitágoras, es allí donde tienen su origen los omnipresentes temas del Magisterio y el discipulazgo. A finales del siglo V estaban muy extendidas la fama de Pitágoras y la práctica de sus preceptos. Considerado como un hombre universal (Heráclito denunciará esta «charlatanería» polimática), Pitágoras ejerció una influencia dominante en la cosmografía, las matemáticas, la comprensión de la música y, sobre todo, el modo de llevar una vida cotidiana de carácter ascético, purificado. El hechizo que irradiaba de sus enseñanzas en Crotona era sin duda mesmérico. En su estudio sobre los presocráticos, un escéptico Jonathan Barnes habla de «numerosos sectarios», de una «francmasonería» pitagórica «unida por prescripciones y tabúes, una sociedad religiosa —no un gremio científico— que tenía sus escarceos en la política de la Italia meridional».