Agradecimientos
Agradecimientos
Muchas personas han contribuido en este libro y les estamos agradecidos por su consejo, sugerencias y comentarios. En particular, nos gustaría dar las gracias a Orley Ashenfelter, Lisa Berkman, Tim Besley, Eric Caine, Dave Card, Susan Case, Daniel Chandler, Andrew Cherlin, Jim Clifton, Francis Collins, Janet Currie, David Cutler, Jason Doctor, Bill Easterly, Janice Eberly, Hank Farber, Vic Fuchs, Jason Furman, Leonard Gelosa, Debbi Gitterman, Dana Goldman, Oliver Hart, Susan Higgins, Joe Jackson, Danny Kahneman, Arie Kapteyn, Lane Kenworthy, Jenna Kowalski, Nancy Krieger, Ilyana Kuziemko, Anna Lembke, David Lipton, Adriana Lleras-Muney, Trevon Logan, Michael Marmot, Sara McLanahan, Ellen Meara, Alice Muehlhof, Frank Newport, Judith Novak, Barack Obama, Sam Preston, Bob Putnam, Julie Ray, Leonard Shaeffer, Andrew Schuller, Jon Skinner, Jim Smith, Joe Stiglitz, Arthur Stone, Bob Tignor, John van Reenen, Nora Volkov, David Weir, Gil Welch, Miquelon Weyeneth, Dan Wikler, Norton Wise, Martin Wolf, Owen Zidar y Luigi Zingales.
Les estamos particularmente agradecidos a los no economistas que estuvieron dispuestos a ayudarnos a pensar y a evitar al menos algunas equivocaciones que, de otra manera, habríamos cometido. Esperamos que disculpen los errores y malinterpretaciones que queden, que son todos nuestros. Es imposible abordar los temas de este libro desde una única disciplina, y para dos economistas ha sido una lección de humildad aprender hasta qué punto nuestra disciplina es negligente y la frecuencia con que se equivoca. Recibimos una ayuda inestimable de una serie de sociólogos, demógrafos, filósofos, politólogos, historiadores, médicos y epidemiólogos.
Parte del material que aparece en el libro lo presentamos en las conferencias Tanner sobre valores humanos de la Universidad Stanford, en abril de 2019. Le agradecemos a la Fundación Tanner su apoyo, y a Stanford, su hospitalidad, el gran número de participantes en la discusión formal y muchas conversaciones útiles.
Ambos hemos dado clases e investigado en la Escuela Woodrow Wilson de la Universidad de Princeton durante muchos años. Esta universidad proporciona un entorno ideal para el conocimiento; la Escuela Woodrow Wilson hace lo mismo para que el conocimiento influya en asuntos de política. También mantenemos una prolongada asociación con la Oficina Nacional de Investigación Económica, cuyos directores, Jim Poterba y la difunta Marty Feldstein, han apoyado y alentado nuestro trabajo durante muchos años. Deaton es además profesor presidencial en la Universidad del Sur de California, y está agradecido por los colegas que tiene allí, el Centro para la Ciencia de la Autoevaluación (CSS), el Centro de Investigación Económica y Social (CESR) y el Centro Leonard D. Schaeffer de Política y Economía de la Salud. También es investigador sénior en Gallup, cuya gente ha sido una fuente inagotable de apoyo material, datos, entusiasmo y buenas ideas.
Princeton University Press es la editorial perfecta. Nos gustaría darles las gracias a Jackie Delaney, Joe Jackson, Terri O’Prey, Caroline Priday, James Schneider y a muchas otras personas que ayudaron a traer el libro al mundo.
El Instituto Nacional sobre el Envejecimiento, de los Institutos Nacionales de Salud, nos ha apoyado generosamente; el trabajo financiado por varias becas diferentes se sintetiza en la historia que hemos contado. El difunto Richard Suzman, del Instituto Nacional sobre el Envejecimiento, un research entrepreneur de primera clase, fue en gran parte el responsable de nuestro interés por la salud. Agradecemos las becas que nos concedieron, por separado o a ambos, el Instituto Nacional sobre el Envejecimiento a través de la Oficina Nacional de Investigación Económica (becas R01AG040629, P01AG05842, R01AG060104, R01AG053396, P30AG012810-25), Princeton (beca P30AG024928) y la Universidad del Sur de California (beca R01AG051903).
1. La calma antes de la tormenta
La calma antes de la tormenta
Desde 1990, nuestra nación ha ganado alrededor de un año de longevidad cada seis años. Un niño nacido hoy puede esperar tener una esperanza de vida de unos setenta y ocho años —casi tres décadas más que un bebé nacido en 1900—. Las muertes debidas a enfermedades cardiacas se han reducido más del 70 por ciento desde que yo nací. Ahora, el tratamiento y la prevención del VIH/sida nos permiten imaginar la primera generación libre de sida desde la aparición del virus hace más de treinta años. La tasa de mortalidad por cáncer ha ido cayendo en torno a un 1 por ciento anual durante los últimos quince años.
FRANCIS COLLINS,
director de los Institutos Nacionales de Salud,
declaración ante el Senado, 28 de abril de 2014
El siglo XX fue testigo de una mejora de la salud sin precedentes históricos. En el año 2000, la mejora continua de la salud humana era la situación habitual y esperada. Los niños vivían más que sus padres, quienes, a su vez, vivían más que los suyos. Una década tras otra, el riesgo de morir disminuía. La mejor salud estaba respaldada por unas condiciones de vida mejores, avances en las medicinas y los tratamientos, y cambios en el comportamiento basados en una mejor comprensión de cómo éste —en especial el consumo de cigarrillos— afectaba a la salud. Otros países ricos experimentaron mejoras similares por razones parecidas. En los países pobres, en especial durante la segunda mitad del siglo XX, las mejoras fueron incluso más espectaculares. En el año 2000, este progreso parecía destinado a continuar, presumiblemente de forma indefinida.
El progreso económico también era notable. En el año 2000 casi cualquier habitante del mundo era más rico de lo que habían sido sus abuelos, bisabuelos o tatarabuelos en 1901, cuando murió la reina Victoria y nacía Louis Armstrong, sumando un siglo más de progreso al anterior, el de 1800 a 1900. En los países ricos de Europa occidental y Norteamérica, la tasa de crecimiento del ingreso económico alcanzó su máximo histórico durante el periodo que en Francia se conoce como Les trente glorieuses, los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante esos años, en Estados Unidos no sólo el crecimiento del ingreso nacional per cápita fue el más rápido de su historia, además se compartió por igual entre los ricos, los pobres y la clase media.
La historia de la educación es parecida. En 1900, sólo una cuarta parte de la gente acababa la enseñanza secundaria; a mitad de siglo, lo hacían más de las tres cuartas partes. Quienes tenían un título universitario pasaron de ser uno de cada veinte a uno de cada cinco. Y aunque las personas con una educación superior en general ganaban más que quienes tenían menos estudios, a mediados de siglo el mercado laboral de la posguerra proporcionaba buenos trabajos a quienes sólo tenían un título de secundaria. Los trabajos en las fábricas, las plantas siderúrgicas o las plantas automovilísticas permitían ganarse bien la vida, sobre todo a medida que la gente ascendía en el escalafón. Los hombres, como sus padres, tenían trabajos vinculados a los sindicatos, que a menudo implicaban un compromiso recíproco de por vida entre los trabajadores y la empresa. Los sueldos eran lo bastante altos como para que un hombre pudiera casarse, fundar una familia y comprar una casa, y disfrutar con la perspectiva de tener una vida que en muchos sentidos era mejor que la de sus padres a la misma edad. Y los padres podían pensar en mandar a sus hijos a la universidad para que tuvieran una vida aún mejor. Fueron los días de lo que se ha llamado la aristocracia obrera.
Lo último que queremos sostener es que el siglo XX fue un paraíso que se perdió en el siglo XXI. Nada más lejos de la realidad.
El siglo XX también fue testigo de muchas de las peores catástrofes de la historia, en las que decenas e incluso cientos de millones de personas perdieron la vida. En cuanto al número bruto de muertos, los peores sucesos fueron las dos guerras mundiales y los regímenes asesinos de Hitler, Stalin y Mao, pero también hubo epidemias mortales, como la gripe al final de la Primera Guerra Mundial y el VIH/sida a finales de siglo. Millones de niños en todo el mundo murieron de enfermedades comunes en la infancia mucho después de que se conociera la manera de impedir esas muertes. Las guerras, los asesinatos masivos, las epidemias y las innecesarias muertes de los niños redujeron la esperanza de vida, a veces de manera muy acusada. También se produjeron catástrofes económicas, y en modo alguno el bienestar fue algo universalmente compartido. La Gran Depresión llevó a millones de personas a la pobreza y la miseria. Las leyes racistas de Jim Crow perduraban con fuerza, e institucionalizaron la privación educativa, económica y social de los negros estadounidenses.