ADVERTENCIA
EL TÍTULO del presente libro no esconde ninguna pretensión filosófica, como sí la tendría Movimiento perpetuo, de Augusto Monterroso. Hace referencia simplemente al ritmo de la vida que hizo que se me aparecieran los libros y autores de los que se habla (escritores primordialmente). Si bien hay varias razones por las cuales se escribe, sólo invocaré la que tiene que ver con el placer de hacerlo (las otras no es elegante mencionarlas).
Como había que dar un cierto orden al caos, en la primera parte se agrupan los textos del ámbito mexicano; en la segunda, los del extranjero; y en la tercera, los de temática social.
ERNESTO HERRERA
ERNESTO HERRERA (ciudad de México, 1959) fue jefe de redacción en la última etapa de El Semanario Cultural de Novedades, que dirigía José de la Colina. Ha colaborado en La Jornada Semanal, Crónica Dominical, sábado de unomásuno, Laberinto de Milenio Diario y La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Movimiento fluido es su primer libro.
a mi madre
a Ana Laura y Ulises
TODAS LAS CARTAS DE AMOR SON RIDÍCULAS
DE LA CORRESPONDENCIA que hasta ahora se ha publicado del grupo de forajidos denominado Contemporáneos, si sobresale la de Gilberto Owen se debe a que es la única donde la relación amorosa ocupa un lugar central. Comparándola con las de otros ilustres escritores de epistolarios amorosos, la de Owen es más lírica. No llega a los excesos retóricos de Franz Kafka en algunas de sus cartas a Felice («Te he seguido como un perro inconscientemente fiel…») o a los reclamos espirituales de Antonin Artaud a Génica Athanasiou («Desde hace cinco días no vivo más por tu culpa, por culpa de tus cartas estúpidas, por tus cartas de sexo y no de espíritu, por tus cartas repletas de reacciones de sexo y no de razonamientos conscientes»), pero como ellos, creyó en el poder seductor de la palabra para acercarse a su objeto de deseo. Antes de su encuentro con Felice, Kafka conoció a una muchacha que aceptó cartearse con él; emocionado, Kafka le preguntaba a su amigo Max Brod: «¿Será que a las muchachas se las puede atrapar con la sola escritura?». Ninguno de ellos tardaría en darse cuenta de que a las mujeres que pretendían (como, por lo demás, a la gran mayoría) no les bastaban las palabras, si bien concedieran que en algún momento les llegaron a ser necesarias. Salvo el nada humorista Artaud, creo que Kafka y Owen estarían de acuerdo con ese poema pessoano que justifica los primeros ejercicios de muchos aspirantes a escritor:
Todas las cartas de amor son
Ridículas.
No serían cartas de amor si no fueran
Ridículas.
También yo escribí, a mi tiempo,
Cartas de amor,
Como las otras,
Ridículas.
Las cartas de amor, si hay amor,
Tienen que ser
Ridículas.
Pero, al final,
Sólo las criaturas que nunca escribieron
Cartas de amor
Son quienes fueron
Ridículas.
Tanto en las cartas a Clementina Otero, que constituye el grupo más completo, como las pocas que recopiló Josefina Procopio en su edición de las Obras, destaca la imaginación e ingenio de Gilberto Owen, virtudes que hicieron que el buen lector que era Luis Ignacio Helguera lo calificara, junto a Julio Torri, como uno de nuestros grandes escritores de cartas.
El epistolario dirigido a Clementina Otero puede ser leído como una novela de amor con dos partes bien diferenciadas; en ambas el afán de seducción domina, es decir, la aspiración a obtener un sí de la amada, porque lo que Owen quería era casarse. En la primera de ellas predominan las virtudes ya señaladas del escritor; en la segunda el tono es más convencional. El poeta conoció a Clementina Otero en la aventura que emprendió con Villaurrutia y Novo, con el apoyo económico de Antonieta Rivas Mercado, que se llamó Teatro de Ulises. Owen lo cuenta del siguiente modo en una nota autobiográfica: «Con Salvador Novo y otros sisífides fundamos Ulises, revista de curiosidad y crítica, y luego un teatro de lo mismo, en el que fui traductor, galán joven y tío de Dionisia. Dionisia se llamaba Clementina, pero yo le decía Emel, Rosa o qué sé yo».
Un año propiamente —todo 1928— le lleva el intento de seducción. Tres poemas en prosa —«Poema en que se usa mucho la palabra amor», «La inhumana» y «Escena de melodrama»—, que formarán parte del libro de aire maxjacobiano Línea (1930), abren el epistolario, si bien a mí me gusta pensar que los versos iniciales, más líricos, de los poemas «El infierno perdido» («Por el amor de una nube/ de blanda piel me perdí») y «Booz canta su amor» («Me he querido mentir que no te amo, / roja alegría incauta, sol sin freno…») los escribió pensando en ella. Lo que dejan ver esas primeras cartas es el dolor y la impotencia de Owen por no poder derribar la muralla que interpone su amada entre ellos: «Yo sé (y lo sospechaba de antemano) que el tratar de conocerla me separó de usted inefablemente. Cada movimiento mío para explicármela, me aleja más de usted porque yo trato de ganar hacia adentro en profundidad lo que siento imposible abarcar en extensión. Y me alejo de usted al adentrarme en su vida…». A pesar de sus esfuerzos, Owen no logra nada y en la carta fechada el 28 de junio le anuncia que se irá de México; aquí termina la primera parte de la historia. La segunda comienza con las cartas que escribe estando ya en Estados Unidos, las que a Dionisia se le harán necesarias. Escribe Clementina Otero en el Prólogo: «Amaba su poesía, amaba al poeta, mas no amaba al hombre y, sin embargo, más tarde empecé a necesitar sus cartas, las esperaba con ansiedad, acaso con cierta ilusión. Mas no estaba segura de que fuera amor, “Por siempre jamás la adora G. O.” fueron sus últimas palabras en su última carta». Owen se alejó de ella parafraseando sus palabras, porque perdió la esperanza de esperarla.
Los rasgos presentes en la primera parte de su correspondencia con Dionisia, los encontramos en la que mantuvo con Josefina Procopio, la mujer que lo acompañó en el tramo final de su vida. Josefina Procopio de algún modo fue para Owen lo que Milena para Kafka. Sin el sentimiento tortuoso que subyacía en las cartas a la Otero, la escritura de Owen es más libre. Ejemplar es la carta del 3 de agosto de 1948, donde le cuenta la visita de un pájaro. Le escribe: «Y traté de recordar, y trato de recordar, la expresión de su rostro, y descifrar el mensaje que subió a decirme. Sé que era algo en que se mezclaba la lejanía, la soledad y el frío. (No. No era un ángel, los ángeles son crueles). Ese pájaro apareció un instante tras de la reja de tus hileras de palabras, pero yo era el preso y no pude cogerlo para mirarlo mejor».
En «La última tentación de Cristo», el ángel que lo acompaña le dice que hay una sola mujer con muchos rostros. Clementina Otero y Josefina Procopio fueron dos de los rostros que le tocó ver a Owen. Ésta fue la historia de su amor.
ORDENADOR Y ORIENTADOR
LA CRÍTICA LITERARIA en México se ha ejercido de dos maneras: por un lado están los implacables y, por otro, quienes sin agresividad y con mesura ponderan la obra leída. En el primer caso, el emblema sería Jorge Cuesta, cuyo rigor desgraciadamente se ha confundido en ocasiones con un afán protagónico por parte del crítico; en el segundo, los representantes serían dos escritores de una de las promociones que siguen a Contemporáneos: José Luis Martínez y Alí Chumacero, de Tierra Nueva. Las siguientes palabras de Alí los definen a ambos y son una especie de poética que los guió en esta labor: «El crítico conduce no sólo a la lectura de los libros que están apareciendo sino que contribuye a que el caos de la imaginación, o peor aún, de las imaginaciones, se perfile en una continuidad que al fin y al cabo creará lo que llamamos tradición de la literatura. La tradición, se entiende, no como la muerte de una actividad. El crítico debe ser el ordenador y el orientador, y mientras más críticos haya, mejor». Por ello, para quienes se acerquen a estos menesteres resulta obligatoria la lectura de Los momentos críticos (FCE, 1996),