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José Luis Martínez - El mundo antiguo III

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José Luis Martínez El mundo antiguo III

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Hacia el año 4 de nuestra Era, durante la dominación romana, en la aldea de Belén nació Jesús. Su breve prédica, que terminó hacia el año 30, no pareció entonces tener demasiada importancia para los romanos, que se encontraban en el apogeo, ni para los judíos, para quienes aquella doctrina que pretendía la alianza de Dios con todos los hombres y no solamente con el pueblo elegido, resultaba herética. Sin embargo el cristianismo, que tomó del judaísmo muchos elementos, entre otros el Antiguo Testamento completo, y heredó del Imperio romano la voluntad y la capacidad legislativa y de organización, pronto se convertiría en el acontecimiento más importante en la historia espiritual de la humanidad. En este tercer tomo de la serie El Mundo Antiguo, José Luis Martínez recoge una antología de los testimonios literarios, religiosos y filosóficos de los judíos, romanos y primeros cristianos. Los textos que presenta nos permiten comprender mejor las simpatías y diferencias que existen entre estas tres culturas que son raíces de nuestra civilización.

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JOSÉ LUIS MARTÍNEZ n Aloyar Jalisco 1918 Cronista de la Ciudad de México - photo 1

JOSÉ LUIS MARTÍNEZ n. Aloyar, Jalisco, 1918. Cronista de la Ciudad de México desde 1975. Es autor de los siguientes libros: Literatura mexicana: Siglo XX, La expresión nacional, La emancipación literaria de México, El ensayo mexicano moderno, La luna, Nezahualcóyotl. Vida y obra, Cuidad y diversidad de la literatura latinoamericana y Pasajeros de Indias. Ha sido Embajador de México en Perú (1961-62), ante la UNESCO (1963-64) y en Grecia (1971-74). Director General del Instituto Nacional de Bellas Artes (1965-1970), Director General del Fondo de Cultura Económica (1976-1982) y Director de la Academia Mexicana de la Lengua (1980).

HEBREOS Y CRISTIANOS
Introducción

I

Entre los dos grandes centros de las civilizaciones más antiguas, Mesopotamia y Egipto, hacia mediados del tercer milenio a. C. comienzan a individualizarse las tribus semitas. En Mesopotamia, estas tribus y los amoritas habitaban el norte y el oeste, la tierra de Acaad y de Caldea. Lentamente fueron desplazándose hacia el oeste, y hacia el siglo XVII a. C., llegaron a Canán, en Palestina, y se mezclaron con los pueblos allí existentes. Llamáronse luego hebreos (de ibrim, «los de más allá») y el padre de la estirpe fue «Abram el hebreo» (Gén. 14, 13). El hambre que asoló Canán hacia el siglo XIV a. C. hizo que algunas de estas tribus de hábitos nómadas emigraran a Egipto, mientras que las sedentarias permanecieron en Canán. Los egipcios los aceptaron pero luego los esclavizaron. Al fin se rebelaron contra los opresores y hacia el siglo XIII a. C., guiados por Moisés, salieron de Egipto para cruzar lenta y penosamente el desierto (éxodo), rumbo a Canán, «la tierra prometida». En su peregrinación se detuvieron en el monte Sinaí donde Moisés recibió las «tablas de la ley», las normas de su religión y su conducta, y se celebró el pacto entre el pueblo de Israel (apodo de Jacob: Gén. 32, 29), nombre que habían adoptado, y su dios Jehová o Yahvéh. Del monte Sinaí siguieron a Canán donde, conducidos por los Jueces, lograron conquistar a los pueblos que allí habitaban y se unieron a las otras tribus hebreas.

En el periodo siguiente, entre los siglos XI y X a. C., los hebreos, bajo el mando de los reyes-sacerdotes Saúl, David y Salomón, afianzaron el dominio sobre el centro de Palestina, combatiendo sobre todo contra los filisteos y anexándose ciudades independientes. Bajo Salomón alcanzaron por primera vez cierto poderío militar y considerable auge económico, que culminará con la construcción del primer gran templo en Jerusalén. A la muerte de Salomón el reino se dividió en dos bandos enemigos, Israel al norte y Judá al sur. Un largo periodo de conflictos internos, guerras contra las potencias vecinas y aun de confusión religiosa, concluye con la invasión de los asirios que, bajo Jargón II (c. 722 a. C.), sojuzgan a Israel y en 587 a. C. Nabucodonosor II toma Jerusalén, destruye el templo de Salomón y deporta en masa a los israelitas a la Media y a Mesopotamia. La diáspora (dispersión) contribuye a la reunificación de los pueblos enemistados y propicia la reforma de la vida espiritual. Al ser vencidos pocos años más tarde los opresores babilonios por los persas, Palestina entra a formar parte del imperio persa y un edicto de Ciro (c. 539 a. C.) permite el regreso de los deportados y se inicia la reconstrucción del templo. Jerusalén se convierte entonces en el centro religioso del pueblo judío y se afirman las normas morales y sacerdotales y el imperio de la Ley como don divino.

Los siguientes invasores de Palestina serán los macedonios y griegos de Alejandro, en 332 a. C., quien les permite conservar sus costumbres religiosas. Hacia 140/137 a. C. la religión judaica se escinde en varias sectas: los fariseos (elegidos, ortodoxos), los saduceos (conservadores) y los esenios (comunidades monásticas que se preparan para el reino mesiánico mediante el ascetismo). En 39/34 el Imperio Romano conquista Palestina, a la que nombra provincia de Judea. Aparece en Galilea Jesús y su predicación. Pocos años después de la crucifixión de Jesús, Tito toma Jerusalén y destruye una vez más el templo (70 d. C.). Los israelitas pretenden librarse de la sujeción romana con la rebelión de Bar Kocheba (132/135), lo que tiene por consecuencia que el pueblo judío sea completamente dispersado en una nueva diáspora. Los romanos les prohíben entrar en Jerusalén, por lo que se dispersan en Asia Menor, los Balcanes, el norte de África y España. Su único vínculo, desde entonces, es la sinagoga y su razón de ser su profunda fe religiosa. A pesar de que de tiempo en tiempo y en cada uno de los países en que se asentaron ocurren persecuciones y limitaciones de su libertad, los judíos alcanzan, sobre todo en España, entre los siglos X y XV, bienestar y un notable renacimiento intelectual. A partir de 1290 en que son expulsados de Inglaterra, se suceden las expulsiones de los judíos en los países europeos: Francia, 1306 y 1394; Germania, 1347/1354; España, 1492, y Portugal, 1496, que los dispersan ahora a Macedonia, Turquía y el centro y el norte de Europa.

Los hebreos adoptaron inicialmente en su ley mosaica muchos preceptos del sistema legal babilónico (Código de Hammurabi), sobre todo los relacionados con los sistemas de propiedad y las prácticas mercantiles. De los sumerios recibieron tradiciones como las de la creación del hombre, el Paraíso, el diluvio y la torre de Babel, el estilo de sus himnos y la repugnancia por la reproducción iconográfica de sus divinidades. De los egipcios, además de la formación de algunos de sus héroes como Moisés, tomaron algunos de sus ritos, la organización sacerdotal y el tono de sus proverbios. Pero, además de estos elementos provenientes de las antiguas culturas, la religión judía creó nociones de excepcional importancia: el culto de un dios único, Yahvéh o Jehová; la concepción teológica del pecado; el pacto de su dios con el pueblo elegido, que los obligaba a seguir sus mandatos, y la misión divina de los hebreos como representantes o depositarios del culto de Jehová. Gracias a esta última terrible y trascendental misión, toda la historia y toda la vida personal tienen un significado religioso y cuanto ocurre al pueblo de Israel está ordenado por Jehová. Otro elemento importante de su concepción religiosa política es la idea de una sociedad justa, que constituía una gran novedad para su tiempo.

Sus principales fiestas son la de los Ázimos o Pascua (Pesach), que recuerda la salida de Egipto; la de las Cosechas o Semanas (Shabuot), la de los Tabernáculos, la de la Expiación (Yom Kippur) y el Año Nuevo (Rosh Ha-Shanah), así como la prescripción del reposo completo en los sábados.

Después de la primera destrucción del templo (s. VI a. C.) se organizó el judaísmo con el establecimiento del culto en las sinagogas, el estudio de la Torá (los cinco primeros libros bíblicos), la circuncisión y el impulso del mesianismo. El Talmud, o sea la doctrina tradicional y la reglamentación de los preceptos judaicos, adquirió su primera forma canónica hacia el año 220 de nuestra era.

Las cautividades, persecuciones y dispersiones inspiraron a los legisladores y profetas hebreos la médula de su doctrina: gracias a sus sufrimientos los hebreos quedaron purificados a fin de poder ser los mensajeros del dios único y de llevar a todas las naciones la nueva fe de la salvación del mundo y de la redención moral de la humanidad. Pero, al mismo tiempo, aquellas adversidades y esta misión privilegiada determinaron en ellos la voluntad de aislamiento y la rigidez en su disciplina religiosa que habrán de ser una de las causas de sus conflictos con los pueblos con que tuvieron que convivir.

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