Charles Journet - Charlas acerca de la Gracia
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- Libro:Charlas acerca de la Gracia
- Autor:
- Editor:La Editorial Vizcaína
- Genre:
- Año:1963
- Índice:3 / 5
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Charlas acerca de la Gracia: resumen, descripción y anotación
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Las notas taquigráficas de estasCharlas–tomadas en la capilla de Ecogia, agosto 1956–, no han sido rehechas, sino simplemente retocadas. ¿Convenía publicarlas? Si lo hacemos, si tratamos de sugerir, sencillamente y a modo de catecismo, las respuestas de la Teología a algunas preguntas, antiguas y modernas, que plantea a cada uno de nosotros el misterio de la Gracia, lo hacemos con la esperanza de invitar con ello a una lectura cada vez más profunda de los textos de la Escritura.
Agosto, 1957.
Charles JOURNET
Charles Journet
Respuestas de la Teología al misterio de la Gracia
La gracia habitual y la habitación del Espíritu Santo
Quiero hablar ante todo de la esencia de la gracia, según el tratado de Santo Tomás sobre la gracia; después, de sus estados existenciales, y para ello me serviré de datos que es preciso buscar en otras partes, principalmente en sus tratados acerca de Cristo y los Sacramentos.
1. La primera cosa que no debe olvidarse nunca, que jamás se conoce bastante, es que la revelación judeo-cristiana es la revelación del AMOR DE DIOS PARA NOSOTROS, de un amor que será nuestro asombro siempre aquí abajo, porque rebasa en absoluto todo lo que podríamos concebir y cuyo fondo no llegaremos a alcanzar jamás. Para conocer el fondo del amor de Dios para nosotros sería necesario ser Dios. Y los efectos de ese amor son para nosotros desconcertantes, como sorpresas, precisamente porque no podemos comprender su Fuente, el Manantial de que brotan. Son desconcertantes, para una razón puramente racional, incluso para la razón misma.
2. El primer acto en el que se extravasa el amor de Dios, es la creación. Dios es el Infinito, el Absoluto. Posee en un grado de intensidad infinita el ser, la inteligencia, el amor, la belleza. No decimos que tiene el ser, la inteligencia, el amor; decimos más bien que es el Ser mismo, la Inteligencia misma, el Amor y la Belleza mismos. Reside en Sí mismo; no carece absolutamente de nada. ¿Por qué, entonces, ha creado el mundo? Cuando el hombre actúa, es siempre para sacar de ello una ventaja; pero Dios no podía sacar nada de la creación. Estamos, pues, obligados a decir que si ha creado el mundo es simplemente por pura superabundancia, por puro deseo de comunicar sus riquezas, por puro desinterés, por amor. Se toca aquí el misterio de la presencia de creación, es decir, de la presencia de Dios en las cosas por el hecho de crearlas. Es a la vez una presencia de causalidad y de conservación; la misma omnipotencia divina que hace brotar el universo de la nada, lo mantiene sobre la nada; así como yo desarrollo la misma fuerza para levantar un peso que para mantenerlo a la altura a que lo he elevado. La presencia divina envuelve y penetra todas las criaturas. Es una presencia de conocimiento, que cala el secreto de los corazones; una presencia de fuerza que da a los seres su actividad, al rosal el poder «producir» su rosa; una presencia de esencia que da, además, al rosal el poder ser lo que es. Tales son los tres aspectos de la presencia de creación. Es íntima a las criaturas. Hablando rigurosamente, Dios está más presente a las cosas que ellas lo están a sí mismas; Dios «que eres en mi cielo más cielo que el cielo mismo» (dice el P. Chardon); está en mí más que yo mismo. Y si por un solo instante olvidara al mundo, éste caería inmediatamente en la nada.
Dios, que está misteriosamente presente al mundo, no está, sin embargo, contenido en el mundo; no se disuelve en las cosas. Conserva su trascendencia absoluta. Si llena todas las cosas es como la Causa infinita de un efecto imperfecto, limitado. «Por ventura, ¿no lleno yo los cielos y la tierra?», dice Jeremías (23, 24) y el Salmista: «Si a los cielos subiere, allí estás Tú; si bajare a los abismos, allí estás presente» (Ps 138, 8).
Hay un segundo acto de Dios más desconcertante todavía. Algo así como una madre a la que no le parece bastante con tener cerca al niño que ha dado al mundo y lo estrecha contra su corazón. Dios va a unirse de una nueva manera a las almas que se abren a su gracia y a su amor. He aquí la presencia más misteriosa, más escondida, la presencia de inhabitación. Se lee en el Libro de los Proverbios (8, 31): «Siendo mis delicias los hijos de los hombres» y en el Eclesiástico (24, 7-8): «...En todos busqué descansar para establecer en ellos morada. Entonces el Creador de todas las cosas me ordenó, mi Hacedor fijó el lugar de mi habitación. Y me dijo: Habita en Jacob y establece tu tienda en Israel».
Que Dios desea descender así íntimamente a nuestro universo y encontrar en él su residencia, es una verdad presentida ya en el Antiguo Testamento. Pero la plenitud de esta Revelación la encontraremos en el Nuevo Testamento. Recuérdense, por ejemplo, los primeros versículos del capítulo 21, 2-4, del Apocalipsis: «Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo al lado de Dios. Oí una voz grande que del trono decía: He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres y erigirá su tabernáculo entre ellos y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado».
De esta segunda manera no puede Dios habitar en las cosas materiales; pero allá donde haya un espíritu podrá descender y conversar con él. Esta presencia de inhabitación está condicionada por el descenso, a ese espíritu, de la gracia en su más fuerte sentido. Vemos así la importancia de la gracia: va a transformar el alma, hacerla apta a la inhabitación inmediata de las Personas divinas.
3. La palabra «gracia» tiene tres sentidos, subordinados. El primero es el de la benevolencia: se dice de alguno «tiene el favor, la gracia del rey»; es, pues, un acto de amor que desciende al encuentro de un ser. El segundo es el de una cosa que se da a alguien para significar, simbolizar, esa benevolencia. Y el tercero es el reconocimiento del que ha sido favorecido: da las gracias. Se ve la subordinación: el favor precede al don, el cual, cuando ha sido recibido por cualquiera que sea digno de él, incita a la acción de gracias.
La Gracia divina increada, el Favor divino increado, causa en nosotros gracias creadas, dones y beneficios creados, por los cuales nosotros damos acciones de gracias.
Dejemos de lado esta tercera significación y apliquémonos a las dos primeras.
Existe una gran diferencia entre el Amor de Dios y el amor del hombre, el Favor o la Gracia de Dios y el favor o la gracia de un hombre: el Amor de Dios es creador, vierte el ser y la bondad en las cosas, mientras que el amor del hombre presupone la bondad, la belleza de las cosas. Una cosa atrae mi amor porque existe, porque es bella o buena. Cuando es plenamente buena me encanta. Cuando no lo es más que parcialmente me solicita: yo puedo amar a una criatura humana a pesar de todo lo que le falte, porque hay algo de bueno en ella, porque considero que es amada por Dios, rescatada por la sangre de Cristo. Podrá alguna persona serme adversa, pero si recuerdo la frase de San Juan de la Cruz: «Donde no hay amor, pon amor y recogerás amor», mi amor irá a su encuentro para tratar de conmoverle. No soy yo, sin embargo, quien puede producir, ni crear por mi solo amor, la bondad y la belleza de cosa alguna; una madre misma no puede por su amor cambiar el corazón de su hijo pecador. Es muy distinto lo que ocurre con el Amor de Dios. Precede al ser y a la bondad de las cosas. Fácil es concebirlo: antes de la creación nada existía; Dios no podía mirar al mundo para enamorarse de su belleza. Primeramente Dios ha querido que el mundo exista –querer y amar son una misma cosa para Él– y el mundo brotó, se expansionó como consecuencia de ese acto de amor. El mundo existe porque Dios le ha amado; perdura porque Dios continúa amándole. Hay que operar, pues, como una inversión cuando se pasa del amor del hombre al Amor de Dios: el primero es consecutivo a la bondad de las cosas, el segundo es creador de la bondad de las cosas.
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