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Introducción
La Era de Hierro del liberalismo y la era de la burocratización total
Hoy en día nadie habla mucho de la burocracia. Pero a mediados del siglo pasado, especialmente a finales de los sesenta y principios de los setenta, la palabra estaba por todas partes. Había tomos de sociología con pomposos nombres como Historia general de la burocracia, Había novelas kafkianas y películas satíricas. Todo el mundo parecía sentir que las flaquezas y absurdos de la vida y los procedimientos burocráticos eran una de las características de la existencia moderna, y que, como tales, eran dignas de discutirse. Sin embargo, desde los setenta ha habido un declive al respecto.
Veamos, por ejemplo, la siguiente tabla, que representa con qué frecuencia aparece el término «burocracia» en libros escritos en inglés a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. Tema de interés sólo moderado hasta la posguerra, su importancia se dispara a partir de los cincuenta y, tras llegar al cénit en 1973, comienza un lento pero inexorable descenso.
¿Por qué? Bueno, la razón más obvia es que nos hemos acostumbrado a ella. La burocracia se ha convertido en el agua en que nadamos. Imaginemos ahora otro gráfico, que sencillamente reflejara la media de horas al año que un estadounidense (o un británico, o un tailandés) pasa rellenando formularios o cumpliendo cualesquiera otras obligaciones de carácter meramente burocrático: no es necesario decir que la abrumadora mayoría de estas obligaciones ya no se realizan mediante papel real, físico. Casi con certeza este gráfico mostraría una línea similar a la del primero: un lento ascenso hasta 1973. Pero allí ambos gráficos empezarían a divergir: en lugar de comenzar a bajar, la línea seguiría subiendo; si acaso, lo haría de modo más pronunciado, reflejando cómo, a finales del siglo XX , los ciudadanos de clase media pasaban cada vez más horas del día luchando contra compañías telefónicas e interfaces web, mientras que los menos afortunados pasaban cada vez más horas diarias intentando pasar por los aros, cada vez más estrechos, exigidos para obtener acceso a unos servicios sociales cada vez más escasos.
Pienso que un gráfico tal se vería más o menos así:
Éste no es un gráfico de las horas perdidas en papeleo, sino de cuántas veces la palabra «papeleo» se ha empleado en libros escritos en inglés. Pero, en ausencia de máquinas del tiempo que nos permitirían llevar a cabo una investigación más directa, esto es lo más cercano que vamos a obtener.
Por cierto, la mayoría de palabras relacionadas con el papeleo arrojan resultados casi idénticos:
Los ensayos compilados en este volumen tratan todos ellos, de una u otra manera, de esta disparidad. Ya no nos gusta pensar en la burocracia, aunque afecta a todos los aspectos de nuestra existencia. Es como si, a escala de civilización planetaria, hubiéramos decidido taparnos los oídos con las manos y ponernos a tararear cada vez que sale el tema. Y cuando estamos dispuestos a hablar de ello, aún lo hacemos en los términos que eran habituales en los sesenta y principios de los setenta. Los movimientos sociales de los años sesenta eran, en conjunto, de inspiración izquierdista, pero también rebeliones contra la burocracia o, para ser más precisos, rebeliones contra el pensamiento burocrático, contra aquella conformidad destructora del alma del Estado del bienestar de posguerra. Ante el gris funcionariado de los regímenes tanto estatal-capitalista como estatal-socialista, los rebeldes de los sesenta defendían la expresión individual y la generosidad espontánea y se oponían («normas y regulaciones, ¿quién las necesita?») a toda forma de control social.
Con el derrumbe de los antiguos estados del bienestar, todo esto ha comenzado a parecer decididamente pintoresco. Conforme la derecha, que insiste en «soluciones de mercado» a todo problema social, adopta el lenguaje antiburocrático con ferocidad cada vez mayor, la izquierda de corriente mayoritaria se ha visto reducida a una especie de patética lucha de retaguardia, intentando salvar los restos del antiguo Estado del bienestar: ha aceptado (a veces, incluso impulsado) los intentos de hacer que el gobierno sea más «eficiente» a través de la parcial privatización de servicios y la incorporación de cada vez más «principios de mercado», «incentivos a los mercados» y «procesos de transparencia» orientados hacia los mercados en la propia estructura de la burocracia.
El resultado es una catástrofe política. No hay otra manera de decirlo. Lo que se presenta como soluciones de la izquierda «moderada» a cualquier problema social (y las soluciones de la izquierda radical, hoy en día, se descartan sin más en casi todo el mundo) ha acabado por ser una absurda fusión de los peores elementos de la burocracia y los peores elementos del capitalismo. Es como si alguien hubiera intentado conscientemente crear la postura política menos atractiva posible. Dice mucho de lo que queda de los auténticos ideales de la izquierda el que alguien siquiera considere votar a un partido que promueve este tipo de cosas, porque si lo hacen no es, evidentemente, porque piensen que son buenas políticas, sino porque son las únicas que le permiten poner en marcha a alguien que se identifica a sí mismo como de centroizquierda.
¿Resulta tan sorprendente, pues, que cada vez que hay una crisis social, sea la derecha, más que la izquierda, la que se convierte en vehículo de la expresión de la ira popular?
La derecha, al menos, tiene una crítica de la burocracia. No es muy buena. Pero al menos existe. La izquierda no tiene ninguna. La consecuencia es que cuando los que se identifican con la izquierda tienen algo negativo que decir de la burocracia, se suelen ver obligados a adoptar una versión deslavazada de la crítica de la derecha.
Esta crítica de la derecha puede despacharse de un modo bastante fácil. Tiene sus orígenes en el liberalismo del siglo XIX. La historia que surgió en los círculos de la clase media en Europa poco antes de la Revolución francesa decía que el mundo civilizado estaba experimentando una transformación, gradual, despareja, pero inevitable, dejando atrás las élites de guerreros, con sus gobiernos autoritarios, sus dogmas sacerdotales y su estratificación en castas, y entrando en una era de libertad, igualdad e ilustrado interés propio comercial. Las clases mercantiles de la Edad Media habían ido minando el antiguo orden feudal como termitas, comiéndoselo desde abajo: termitas, sí, pero de las buenas. La pompa y esplendor de los estados absolutistas que estaban siendo derrocados eran, según la versión liberal de la historia, los últimos alientos del antiguo régimen, que moriría conforme los estados dieran paso a los mercados; la fe religiosa, al conocimiento científico y los estatus y órdenes fijos de marqueses, baronesas y similares, a contratos libres entre individuos.