Introducción
Cuando el ser humano adquirió el lenguaje, no solo aprendió a escuchar, sino también a hablar; cuando apareció la escritura, no solo aprendió a leer, sino también a escribir, y a medida que nos vamos sumergiendo en una realidad digital creciente, no solo aprendemos a utilizar los programas, sino también a crearlos.
En el paisaje emergente altamente programado, que tenemos por delante podremos crear el software o podremos ser el software. Es así de simple: programar o ser programados. Optar por la primera opción supone ganar acceso al panel de control de la civilización, mientras que elegir la segunda podría llegar a configurarse como nuestra última elección real.
De un tiempo a esta parte, las tecnologías digitales se han convertido, en muchos aspectos, en la extensión natural de lo que las antecedió, pero asimismo las diferencias son notables. Los ordenadores y las redes son algo más que simples herramientas; es como si, de hecho, estuvieran vivos. A diferencia de un rastrillo, de un bolígrafo o incluso de una taladradora, las tecnologías digitales están programadas. Esto se traduce en que no solo contienen instrucciones para su uso, sino además para sí mismas. Y puesto que dichas tecnologías van a caracterizar las formas futuras de vida y de trabajo, las personas que las programen tendrán un papel cada vez más importante en el modo en que se configure nuestro mundo y en cómo funcione. A continuación, serán las propias tecnologías digitales las que pasen a darle forma, tanto con cooperación explícita como sin ella.
Esa es la razón de que ahora vivamos un momento tan importante. Estamos dando lugar, todos juntos, a un proyecto; al diseño del futuro colectivo. Las posibilidades para el progreso social, económico, funcional, artístico e incluso espiritual son inmensas. A medida que las palabras dan a la gente la habilidad para transmitir el conocimiento a lo que hoy llamamos civilización, la actividad en red podría ofrecernos pronto acceso al pensamiento compartido; una extensión de la consciencia que la mayoría de nosotros aún no es capaz de concebir. Los principios operativos del comercio y de la cultura, de la oferta y la demanda al mando y control, podrían dar paso a un modo de participación con un mayor nivel de compromiso, conexión y colaboración.
Pero hasta el momento, somos muchas personas las que encontramos que el modo de responder de las redes digitales es impredecible e incluso opuesto a nuestros propósitos.
Los minoristas llevan a cabo la migración en línea para encontrarse con que los agregadores de ventas les reducen los precios. Los creadores de cultura recurren a la distribución interactiva solo para verse incapaces de dar con gente dispuesta a pagar por unos contenidos que antes adquiría con satisfacción. Educadores que esperaban tener acceso a la abundancia de información global para mejorar las clases se ven frente a estudiantes que creen que el contenido de Wikipedia es la respuesta definitiva a una duda. Los padres que creían que sus hijos desarrollarían habilidades multitarea de forma intuitiva en su camino al éxito profesional temen, sin embargo, que estos pierdan la capacidad para centrarse en una sola cosa.
Los organizadores políticos que esperaban consolidar, gracias a internet, a su electorado descubren que las peticiones en red y el blogueo autorreferencial han sustituido a las acciones reales. La gente joven, que veía en las redes sociales un modo de redefinirse a sí misma, con todas sus adhesiones, más allá de unas fronteras hasta entonces consideradas sacrosantas, se amolda a la lógica de los perfiles públicos y es víctima del comercio y de la difamación. Los banqueros que esperaban que el emprendimiento digital reanimaría la flácida economía de la era industrial se encuentran, en su lugar, con que es imposible generar nuevos valores mediante la inversión de capital. Unos medios informativos que vieron en las redes de información nuevas oportunidades para el periodismo participativo, así como para una propuesta reactiva de noticias durante las veinticuatro horas, se han vuelto sensacionalistas, poco rentables y desprovistos de hechos relevantes.
Las personas instruidas y sin conocimientos especializados que veían en la red una nueva oportunidad para la participación desprofesionalizada en sectores antes restringidos de los medios y de la sociedad, en su lugar, asisten a la dilución indiscriminada de prácticamente todo, en un entorno en el que lo ruidoso y lo procaz asfixian cualquier cosa cuya comprensión requiera algo más de un par de minutos. Los organizadores sociales y comunitarios que esperaban que las redes sociales constituyeran un nuevo espacio para que la gente se encontrase, diese voz a sus opiniones y pudiera llevar a cabo cambios de abajo arriba sienten desagrado, a menudo, ante el modo en que el anonimato de la red da lugar a reacciones en masa, ataques inmisericordes y respuestas irreflexivas.
Una sociedad que veía internet como una vía hacia unas conexiones muy articuladas y hacia nuevos métodos de creación de significado se encuentra a sí misma, por contra, desconectada, renegando del pensamiento profundo y vacía de valores duraderos.
Pero no tiene por qué ser así, y no lo será si conocemos los sesgos de las tecnologías que utilizamos y nos convertimos en participantes conscientes del modo en que se despliegan.
Frente a un futuro en red que parece favorecer la distracción por encima de la concentración, lo automático por encima de lo reflexivo y la confrontación por encima de la empatía, es hora de pulsar el botón de pausa y preguntarnos cómo afectará todo esto al futuro de nuestros trabajos, de nuestras vidas e incluso de nuestra especie. Y aunque se trata de cuestiones que pueden tener una apariencia similar a las que afrontaron los seres humanos que pasaban por otros grandes cambios tecnológicos, esta vez son incluso más importantes, y es posible abordarlos de forma más directa y premeditada.
La gran novedad, no reconocida, va mucho más allá de las habilidades multitarea, del pirateo de MP3 o de los ordenadores superrápidos que simplifican las transacciones en los bancos de inversión. Se trata de que pensar ya no será, al menos en exclusiva, una actividad personal. Es algo que está ocurriendo de un modo nuevo, en red. Pero el organismo cibernético, hasta el momento, es más una masa cibernética que un novedoso cerebro humano colectivo. Las personas están quedando reducidas a sistemas nerviosos configurables desde el exterior, mientras que los ordenadores tienen la libertad de interconectarse y de pensar en modos mucho más avanzados de los que nosotros disfrutaremos jamás.
La respuesta humana, si la humanidad va a dar este salto junto con las máquinas interconectadas, debe consistir en una reorganización integral del modo en que estructuramos en este nuevo entorno el trabajo, los centros educativos, la vida y, en última instancia, el sistema nervioso. La vida interior, como tal, dio comienzo en la era Axial y no se reconoció de verdad hasta un periodo tan tardío como el Renacimiento. Se trata de un constructo cuyo papel ha sido traernos hasta donde estamos, pero ha de ampliarse para incluir formas completamente nuevas de actividad colectiva y extrahumana. Se trata de algo incómodo para mucha gente, pero negarse a adoptar un nuevo estilo de participación nos condena a un comportamiento y una psicología cada vez más vulnerables a los sesgos y a los intereses de nuestras redes, muchos de los cuales, para empezar, los hemos programado nosotros mismos, aunque seamos completamente inconscientes al respecto.