AGRADECIMIENTOS
Mi primera y mayor deuda de gratitud la debo a mis padres, quienes me trajeron al mundo e infundieron en mí el primer amor por el judaísmo. Su amor y respaldo a través de este proceso, incluyendo la escritura de este libro dados sus aspectos dolorosos inevitables, han sido mucho mayores de lo que yo hubiera esperado.
Quisiera también agradecer a los tres rabinos a los que Dios confió mi formación en el judaísmo, quienes también son tres de los rabinos que más se han distinguido en la vida judía contemporánea en los Estados Unidos . Son ellos el rabino de mi pueblo, Rabino Arthur Herzberg, quien fuera mi rabino durante mis primeros diecisiete años de vida; el Rabino Arthur Green, mi maestro de educación religiosa y mentor espiritual durante mi educación secundaria y primeros años de universidad, y el ya fallecido Rabino Shlomo Carlebach, con quien estudié y viajé y quien me introdujo al judaísmo hasídico, y más importante aún, a la experiencia directa del culto extático y el amor de Dios. Que su alma descanse en paz.
Dios no ha sido menos generoso en mi formación cristiana. Quisiera agradecer al Padre Marcellin Theeuwes, el monje y sacerdote cartujo que me acogió bajo su manto aún antes de mi bautismo y cuyas oraciones, amor, guía y sabia dirección espiritual me han sostenido desde aquel entonces; al Padre Greg Staub, O.M.V., quien me catequizó al entrar en la Iglesia, me proporcionó una base en teología dogmática, y quien fue ampliamente generoso con su tiempo, amor y dirección; y al Padre Pierre Marie Joly, O.S.B., cuyo amor y amistad han hecho de su monasterio mi segundo hogar. Finalmente, quiero darle las gracias al Padre Charles Higgins, de la Diócesis de Boston. La idea inicial para este libro surgió de una conversación que sostuvimos en una peregrinación a Auschwitz, y desde ese momento su aliento, entusiasmo y sugerencias han sido fuente continua de consuelo e inspiración. Sin él, el escribir este libro hubiera sido, si no imposible, ciertamente mucho menos placentero.
Naturalmente, a la larga, todos los regalos en nuestras vidas provienen de Dios. Este libro está dedicado, con amor y gratitud, al mayor regalo que Dios ha hecho a la humanidad (además de sí mismo), a la joven judía que fuera la primera en reconocer y acoger a Jesús como el sempiterno Mesías Judío, a la madre judía que me llevó hasta su Hijo, a la Bienaventurada Virgen María.
CAPÍTULO UNO:
Los Judíos y la llegada del Mesías
Dado que el propósito de esta investigación es explorar el sentido real del judaísmo, o sea el papel de los judíos y del judaísmo en la salvación de la humanidad, el primer paso debe ser un examen del significado del judaísmo antes de la llegada del Mesías.
La máxima revelación de Dios a los hombres consistió en la llegada de Jesucristo: es decir en que Dios mismo tomó naturaleza humana y se reveló a los hombres en Su propia persona y desde entonces provee una revelación continua de Sí mismo mediante la guía del Espíritu Santo y la protección de las enseñanzas provistas por la Iglesia Católica. Sin embargo, antes de la Encarnación, el judaísmo representaba la totalidad de la autorrevelación de Dios a los hombres, y la fe de los judíos fue la mayor expresión posible de la fidelidad y lealtad de los hombres a Dios.
Quizás la manera más sencilla de comenzar es considerar la situación desde el punto de vista de Dios. ¿Qué preparativos serían necesarios para preparar al mundo para la Encarnación? Ya que Él habría de nacer de una mujer en particular, la cual era miembro de un pueblo en particular, este pueblo tendría que conocer a Dios y sus caminos lo suficientemente para poder entender la Encarnación. Para entender la Encarnación, tendrían que estar preparados de antemano a través de profecías, para poder reconocerla y entenderla, aunque fuera parcialmente, cuando aconteciera. Es decir que ya tendrían que haber aprendido una buena cantidad de teología, de cómo ‘funciona’ Dios, de la relación entre Dios y el hombre, del estado de las almas, de la caída del hombre, del sentido de la vida en la tierra, de la vida eterna, y de otros conceptos y criterios, si habrían de entender en algo la Encarnación y su significado. Tendrían que haber sido purificados de la influencia de dioses falsos, de religiones falsas o demoníacas, de ídolos, y de prácticas que los unieran a las influencias de los ángeles caídos, para que no mancillaran irremediablemente la revelación. Tendría que haber una familia, y específicamente, una madre de quien Dios hecho hombre pudiera nacer, una mujer de suficiente pureza y virtud para que la encarnación no resultara un sacrilegio. Ya que Dios depende de las oraciones de los hombres para llevar a cabo sus planes, este pueblo tendría que haber sido enseñado por generaciones a orar y a suplicar a Dios para que enviara al Mesías. Finalmente, tendría que existir una sociedad y una infraestructura que pudiera servir de plataforma desde la cual la noticia de la Encarnación, y la propagación de la religión establecida por el Hombre Dios, pudiera extenderse por todo el mundo.
La historia toda de los judíos nos muestra cómo fueron seleccionados y preparados para llevar a cabo este papel.
Los comienzos del Pueblo Judío
La historia de los judíos comienza con Abraham. Dios lo escogió para que dejara su pueblo, se fuera a una tierra distante, y fundara un nuevo y gran pueblo. La llamada de Dios a Abraham, en aquel entonces todavía llamado Abram , se describe en el libro del Génesis 12,1-3:
Yahvé dijo a Abram: “Deja tu país, a los de tu raza y a la familia de tu padre, y anda a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una gran nación y te bendeciré; voy a engrandecer tu nombre y tú serás una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. En ti serán bendecidas todas las razas de la tierra” .
Nótese que aquí ya se anticipa el papel que el pueblo judío habría de desempeñar, pues sería a través del Mesías que “todas las razas de la tierra serían bendecidas”. Buena parte de la historia de Abraham da cuenta de su carácter noble y de sus virtudes, incluyendo su confianza sin medidas en Dios, su generosidad, su lealtad, su reverencia, y su veneración y fidelidad a Dios. La “prueba” máxima de Abraham, el incidente que resume su lealtad y su fe en Dios, ocurre en Génesis 22, 1-18:
Tiempo después, Dios quiso probar a Abraham y lo llamó: “Abraham!”. Respondió él: “Aquí estoy”. Y Dios le dijo: “Toma a tu hijo, al único que tienes y al que amas, Isaac, y vete a la región de Moriah. Allí me lo ofrecerás en holocausto, en un cerro que yo te indicaré”.
Se levantó Abraham de madrugada, ensilló su burro, llamó a dos muchachos para que lo acompañaran, y tomó consigo a su hijo Isaac. Partió leña para el sacrificio y se puso en marcha hacia el lugar que Dios le había indicado. Al tercer día levantó los ojos y divisó desde lejos el lugar. Entonces dijo a los muchachos: “Quédense aquí con el burro. El niño y yo nos vamos allá arriba a adorar y luego volveremos donde ustedes”. Abraham tomó la leña para el sacrificio y la cargó sobre su hijo Isaac. Tomó luego en su mano el brasero y el cuchillo y en seguida partieron los dos. Entonces Isaac dijo a Abraham: “Padre mío”. Le respondió: “¿Qué hay, hijito?”. Prosiguió Isaac: “Llevamos el fuego y la leña, pero, ¿dónde está el cordero para el sacrificio?”. Abraham le respondió: “Dios mismo proveerá el cordero, hijo mío”. Y continuaron juntos el camino. Al llegar al lugar que Dios le había indicado, Abraham levantó un altar y puso la leña sobre él. Luego ató a su hijo Isaac y lo colocó sobre la leña. Extendió después su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo, pero el Ángel de Dios lo llamó desde el cielo y le dijo: “Abraham, Abraham”. Contestó él: “Aquí estoy”. El Ángel replicó: “No toques al niño, ni le hagas nada, pues ahora veo que temes a Dios, ya que no me has negado a tu hijo, el único que tienes”.
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