Colección: Historia Incógnita
www.historiaincognita.com
Título: Pablo de Tarso, ¿apóstol o hereje?
Subtítulo: La inquietante verdad sobre la identidad del auténtico fundador del cristianismo.
Autor: © Ana Martos
Copyright de la presente edición: © 2007 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
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Editor: Santos Rodríguez
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Diseño y realización de cubiertas: Carlos Peydró
Maquetación: JLTV
Edición digital: Grammata.es
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ISBN 13: 978-84-9763-368-0
Libro electrónico: primera edición
Índice
Cuantas más sectas haya, menos peligrosa es cada una;
la multiplicidad las debilita; todas son deprimidas por leyes justas
que prohíben las asambleas, siempre tumultuosas,
las injurias, las sediciones, y que están siempre
en vigor por la fuerza coactiva.
Voltaire, Tratado de la tolerancia.
Pablo de Tarso es un enigma. Antes de empezar a investigar sobre su persona, su doctrina y su identidad, la imagen que de él tenía era la de un cascarrabias misógino, probablemente impotente debido a profundos conflictos con la figura de la mujer, y creador de una doctrina totalmente opuesta a la de los Evangelios.
Pero después de investigar, de buscar datos dentro y fuera del ámbito cristiano, de consultar autores cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, religiosos y ateos, después de contrastar su doctrina con las doctrinas y las creencias cristianas de cada momento histórico, su imagen ha cambiado totalmente.
Ya no es el individuo de talla corta, calvo, malhumorado, autoritario y furibundo, sino que su figura corretea por una escena de campos mediterráneos, en los que aparece y desaparece, siempre apresurado, siempre llegando a un punto para partir hacia el siguiente, alejándose hasta diluirse en el horizonte.
¿Quién fue Pablo de Tarso? ¡Qué poco sabemos de él y cuánto creíamos saber! Nos han contado tantas cosas, con tanto detalle, con tales minucias, que creíamos conocer su biografía, su personalidad, su aspecto, su pensamiento, su doctrina. Pero apenas tenemos referencias ciertas pues, tan pronto sometemos a la razón y al análisis los datos sabidos, lo hasta ahora conocido se nos escapa y su imagen se desvanece en algún punto de la historia antigua.
Rescatar su figura de las brumas de la leyenda, de la novela, del relato y de la ficción ha sido tarea larga y compleja. Sin embargo, tampoco se puede asegurar que la información conseguida sea verídica. Después de tanto análisis y tanta búsqueda, su imagen se sigue esfumando, aunque, al menos, deja un rastro de lo que pudieron ser su personalidad y su ideario.
Capítulo I
Los pueblos sometidos
Las naciones son como las personas. Gozan de una etapa de juventud que puede o no ser esplendorosa; después llega un periodo más o menos largo de madurez que puede ser fructífera o vana; y finalmente alcanzan la decadencia que dura, según las circunstancias, un tiempo corto o prolongado hasta la total desaparición. Pero también, como las personas, las naciones tienen la oportunidad de perdurar en el tiempo y de, aun cuando desaparezcan, dejar señales imperecederas de su existencia. Y también algunas consiguen durante el periodo de decadencia un renacimiento más o menos duradero.
Algo así sucedió con Egipto, Grecia y Roma que disfrutaron de una época juvenil de máxima brillantez, tuvieron una madurez muy productiva y tras su decadencia y desaparición definitiva dejaron un rastro de cultura, sabiduría y arte que todavía hoy nos asombra. Y también sucedió algo extraordinario con el pueblo hebreo, que una vez conquistó la tierra de Canaán, que la perdió mil veces y ha vuelto a ella al cabo de los siglos.
Alejandro Magno murió en 323 antes de nuestra Era. Antes de morir, en los pocos años que le tocó vivir, conquistó una gran parte del mundo y creó un imperio que implantó la cultura griega en tres continentes. Pero es frecuente que los hijos malgasten y despilfarren la fortuna que con tanto esfuerzo les legaron sus padres y, de la misma forma, aquel vasto imperio desapareció al poco tiempo de la muerte de su fundador porque sus sucesores, los llamados Diádocos, primero se lo repartieron y después lo desbarataron luchando unos contra otros hasta disgregarlo, debilitarlo y dejarlo casi inerme a merced de nuevos conquistadores, nuevas naciones que llegaron con todo el vigor y el entusiasmo de la juventud, dispuestas a devorar el mundo.
En 217 antes de nuestra Era, dos de estas nuevas naciones fuertes y poderosas chocaban con estrépito haciendo vibrar el Mediterráneo. Roma y Cartago se disputaban con saña la hegemonía que un día perteneciera a Egipto o a Grecia.
Pero ni Egipto ni Grecia escucharon el estruendo de las Guerras Púnicas y ninguna de ellas se apercibió de que Roma se dibujaba ya como heredera del imperio descuartizado de Alejandro. El destino la estaba sin duda señalando con dedo firme, pero las otras naciones no vieron la señal. El motivo de tal sordera fue el que ha propiciado las grandes invasiones a lo largo de la Historia. Sus dirigentes disputaban entre sí, empleando toda su energía y todos sus recursos en combatir cada uno al otro y el murmullo que levantaban les impidió oír la estridencia de las armas romanas y cartaginesas.
Grecia nunca fue un país, sino un conjunto de estados y ciudades-estado que se aliaban o se enfrentaban según las circunstancias. Y, en la época de la que hablamos, la semilla de la discordia llevaba ya largo tiempo fructificando, propiciando la decadencia y la debilidad. Las ciudades griegas eran más enemigas entre ellas de lo que podían serlo de cualquier posible enemigo o invasor extranjero. Cuenta Polibio que era tanta la inquina que cada Estado guardaba para los demás, que parecía como si hubieran decidido exprimir hasta la última gota de sangre y explotar hasta el último ápice de energía e invertirlas en destruirse y eliminarse mutuamente, de forma que no quedara el menor rescoldo de fuerza cuando llegara el nuevo extranjero invasor.
LOS DIÁDOCOS
Alejandro Magno murió antes de que naciera su hijo Alejandro IV, el heredero legítimo de su colosal imperio. Eso dio lugar a una intensa lucha entre aquellos de sus generales que eran partidarios de mantener la unidad del territorio conquistado y los que creían más acertado dividirlo en zonas geográficas que facilitaran su gobierno. Finalmente lo dividieron y se llamó período de los Diádocos a la etapa en la que los generales de Alejandro se repartieron las satrapías, las jefaturas y los poderes reales del imperio.