RICARDO CANALETTI nació el 16 de marzo de 1955, La Boca, Buenos Aires.
Es periodista. Ingresó en el diario Clarín en 1986, donde fue editor jefe entre 1991 y 2008. En la actualidad conduce el programa Cámara del Crimen por el canal de cable Todo Noticias (TN), y es columnista en los noticieros de la misma señal y en Telenoche (El Trece). Publicó decenas de investigaciones y análisis sobre el funcionamiento de la Justicia, la situación carcelaria, el narcotráfico y los abusos de poder policiales. Cubrió los casos criminales más importantes de los últimos veinticinco años como cronista o editor responsable. En 2014 publicó en esta editorial el exitoso Crímenes sorprendentes de la historia argentina, varias veces reimpreso. Ya había editado en 2001 —junto con Rolando Barbano y Héctor Gambini— Crímenes argentinos. En 2008 escribió El caso Belsunce, luego El golpe al Banco Río y El caso Barreda, y en 2009 Todos mataron, acerca de los policías que luego fundaron la organización terrorista parapolicial Triple A. Ha sido expositor en el I Congreso Universitario sobre Seguridad y Estado de Derecho que se desarrolló en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, patrocinado por el Departamento de Derecho Penal y Criminología de esa facultad. Es profesor de la carrera de Comunicación Social de la Universidad de Belgrano.
Supplementum
Bonus
Carnifex in Vaticano
Un verdugo en el Vaticano
No cualquiera podía ser verdugo. El oficio es hereditario. Había que acostumbrarse, además, a no tocar los alimentos en los mercados sino solo a señalarlos. Y a esperar, cuando se pagaba, a que el comerciante se santiguara tres veces. No era bien visto. Provocaban desprecio y casi no tenían amigos. Por eso muchos se dieron a la bebida y tenían un carácter reconcentrado. Pero siempre hay excepciones, y si se trata del Vaticano, más todavía. Con sesenta y nueve años de carrera, acaso el verdugo con la carrera más larga que se conozca, Giovanni Battista Bugatti fue el verdugo oficial de la Santa Sede, encargado de cumplir la pena capital cuando los papas y los tribunales eclesiásticos condenaban a muerte. Y lo hacían más seguido de lo que se cree. Pero Giovanni era un hombre afable, tranquilo, que ayudaba a su mujer a confeccionar y pintar sombrillas o paraguas que luego vendían. También solía ser amable con los condenados, buscaba consolarlos en el último instante y hasta les ofrecía tabaco para calmarlos. A Giovanni le decían «Mastro Titta», y fue tan popular que ese apelativo pasó a designar en Roma a los verdugos en general, desde su época, a fines del siglo XVIII y principios del XIX. En realidad, se trataba de una deformación de su primer apodo, que era «Maestro di Giustizia».
A los diecisiete años, en 1796, lo empleó el papa Pío VI. Era un chico de baja estatura, pero al crecer se hizo morrudo. Los primeros «trabajos» fueron decapitaciones. No muchas, seis en cinco años. Pero desde 1801 los franceses invadieron los Estados Pontificios y entonces sí tuvo mucho más trabajo, ya que aparecieron nuevos delitos, como por ejemplo conspirar contra Francia. La cuestión estaba en que ante la sola sospecha se mandaba al acusado a verlo a Giovanni, y este pasó a tener casi una ejecución por día. No solo el acto sino también la sospecha del acto llevaba a los sospechosos al cadalso.
Mastro Titta vivía con su mujer en el barrio del Borgo, en vicolo del Campanile 2, que aún se conserva. Cuando salía de su casa hacia una ejecución, se ponía una capa escarlata con capucha, tomaba sus herramientas y cruzaba el puente de Sant’Angelo camino hacia la Piazza del Popolo o, si no, hacia Campo de’ Fiori o la Piazza de Velabro (cerca del Tíber), los lugares en los que se realizaban las ejecuciones. De ahí nació la expresión «Mastro Titta passa ponte» (pasa el puente), lo que significaba que había una ejecución inminente. La voz se corría con la velocidad del relámpago y la gente se amontonaba alrededor del cadalso para ver cómo procedía Giovanni. La mayoría de las veces había tumultos, codazos, trompadas para ganar una mejor ubicación, lo que demoraba todo el procedimiento, para desgracia del condenado. Otras veces la expresión era «non passa ponte», lo que significaba que ese día no habría diversión para el pueblo.
En el Vaticano las ejecuciones eran un ritual que involucraba al papa, quien rezaba en privado por el alma de aquel al que iban a ejecutar. El reo pasaba sus últimas doce horas con la hermandad religiosa de San Juan Bautista Decapitado, que rezaba con él y escuchaba su última confesión. Las ejecuciones papales no podían llevarse a cabo hasta después de la puesta de sol, cuando ya se hubiera rezado el avemaría. En ese momento, se llevaba al preso en procesión solemne hasta el patíbulo, donde lo esperaba el Mastro Titta. Él llamaba a los condenados «mis pacientes» y decía que las ejecuciones eran «su tratamiento». Utilizaba el hacha, y con el tiempo empleó un garrote o mazzatello, con el cual destrozaba el cráneo del pobre infeliz y luego lo degollaba. Este mazzatello tenía un mango largo y una cabeza de hierro, que impactaba en la sien o en el centro de la cabeza. Desde la llegada de los franceses, también utilizaba la guillotina. Finalizada su tarea, mostraba a los cuatro costados la cabeza del ajusticiado. Para crímenes especialmente atroces, se inclinaba por el descuartizamiento: ataba las extremidades del condenado a cuatro caballos que salían al galope. Luego distribuía los restos en diferentes lugares del cadalso.
En aquel entonces se creía que las ejecuciones debían ser públicas como forma de prevención de los delitos. Incluso hay versiones que dicen que las madres llevaban a sus hijos a presenciarlas, y que cuando caía la hoja de la guillotina o Mastro Titta mostraba la cabeza del condenado, ellas les pegaban un coscorrón a sus hijos como método de educación, para que les quedara grabado. A finalizar, Giovanni volvía a su casa a ayudar a su mujer a hacer los paraguas.
Entre 1796 y 1864, Giovanni ejecutó a 516 personas, aunque otras crónicas hablan de 816 condenados a muerte por la Iglesia. Se jubiló a los ochenta y nueve años con una renta mensual de treinta coronas.
En el Museo de Criminología de Roma se conserva la capa roja con salpicaduras de sangre y algunos de sus instrumentos, como el mazzatello. En la actualidad, hay bares y pizzerías romanas que llevan el nombre de Mastro Titta.
De su viaje de un año por Italia, Charles Dickens publicó Estampas de Italia (1846). En este libro contó historias de los diferentes lugares en los que estuvo y de la gente que conoció. Uno de esos relatos tiene que ver con una ejecución a la que asistió en Roma, cuyo verdugo era Mastro Titta.
Un domingo por la mañana (el 8 de mayo) decapitaron aquí a un hombre. Había atacado nueve o diez meses antes a una condesa bávara que peregrinaba a Roma […] le robó cuanto llevaba y la mató a palos con su propio cayado de peregrina. El hombre se había casado hacía poco y regaló algunos vestidos de la víctima a su esposa, diciéndole que se los había comprado en una feria. Pero la mujer había visto pasar por el pueblo a la condesa peregrina y reconoció algunas prendas. El marido le explicó entonces lo que había hecho. Ella se lo contó a un sacerdote en confesión, y cuatro días después del asesinato apresaron al hombre.
No hay fechas fijas para la administración de la justicia ni para su ejecución en este país incomprensible; y el hombre había permanecido en la cárcel desde entonces. […] La decapitación estaba fijada para las nueve menos cuarto de la mañana. Me acompañaron dos amigos. Y como solo sabíamos que acudiría muchísima gente, llegamos a las siete y media. […] Era un objeto tosco [el patíbulo], sin pintar, de aspecto desvencijado y unos diez palmos de altura, en el que se alzaba un armazón en forma de horca, con la cuchilla (una masa impresionante de hierro, dispuesta para caer), que resplandecía al sol matinal cuando este asomaba de vez en cuando tras una nube.