Alfonso
—¡M ae, Mae… Hannah!… Jajajaja… ¡Mae, Agnes…! ¡Vengan, rápido! ¿Está Walter en casa? ¡Jajajajaja! ¡Mejor que no lo vea Dennis, jajajaja… es muy, jajaja… es muy… creerá que el circo ha llegado a la puerta de nuestra casa! Jajajaja…
Con ceño fruncido, la señora Bridget se levantó del sofá de un salto por los gritos de la mayor de sus hijas. ¿Qué estaba pasando para que lanzara semejantes gritos en una casa silenciosa y de vida apacible como la de los Coughlin? Primero pensó que algo malo ocurría en la calle, pero las risas de Anne le quitaron de la cabeza la preocupación de que algún peligro los amenazara. ¡En ese barrio nunca pasaba nada! Sin embargo, el alboroto era inusitado. ¿Qué había alterado de esa manera a una muchacha tranquila como Anne? No entendía de qué podría reírse tanto, y Anne se reía y reía con fuerza. Las hermanas corrieron hacia la cocina —allí estaba Anne—, donde había una ventana que daba a la calle.
Minutos antes, ella estaba ordenando los tarros de galletitas buscando las de vainilla que le encantaban y oyó unas palmadas, como si alguien estuviera llamando. Al principio no le dio importancia mientras seguía buscando las galletitas de vainilla, pero el sonido de esas palmadas terminó por cansarla, entonces se asomó. A medida que se acercaba a la ventana y descorría las cortinas estampadas de cuadraditos celestes y blancos, lo vio. Con los ruidos de las palmadas se había visto alterada porque lo normal era que tocaran la aldaba de la puerta principal, pero la figura del hombre que llamaba hizo que casi se ahogara de risa. Anne se reía y, cuando sus hermanas al fin la vieron, saltaba como un chimpancé. No, no era la Anne que ellos conocían. ¿Qué le había pasado? Ya su risa había dejado de ser contagiosa, pues no resultaba graciosa. En un momento, Agnes comenzó a asustarse, a pensar que a su hermana mayor podría haberle dado algún ataque de locura hilarante, como había escuchado alguna vez que sucedía con personas que no estaban bien de la cabeza. Pero ¡no su hermana! La última en llegar para ver el portento fue Mae, que se estaba arreglando para salir. Fueron a asistir a Anne, que apenas podía respirar, menos hablar, y señalaba con su brazo la ventana. Todos dejaron a Anne, que casi cae al piso, y fueron a mirar por la ventana justo en el momento en que llegaba su madre, que vio a sus hijos agrupados sobre el vidrio y a Anne que se agarraba la panza de la risa.
La casa de la familia, un monoambiente, quedaba en una linda calle, tranquila, con vecinos irlandeses —como ellos—, callados y tranquilos. Eran viviendas adosadas, es decir que las casas en hilera compartían las paredes laterales, todas ellas tenían ventanas con visillos, con puntillas y cristales que parecían espejos por lo limpios que estaban.
Bridget pedía calma con su tenue voz, preocupada ahora por lo que dirían los vecinos. Era impropio semejante escándalo y, sobre todo, semejantes risas. No podía siquiera imaginar la causa de ese desenfrenado comportamiento de Anne, nada menos que ella, la más sensata de sus hijas junto con Mae.
Ya era casi la hora de comenzar a preparar la cena, y ella, en lugar de ocuparse de sus obligaciones, saltaba como una loca desternillándose de risa. Mae se asomó entre las cabezas de sus hermanos para ver la calle, y su semblante cambió. Se apartó casi de inmediato de la ventana. Su madre fue la única que notó que el rostro de su hija se había transformado por completo. Era la única que ya no sonreía, y Bridget hasta vio que de repente se había puesto triste. ¿Qué podía causar risa en la mayoría de sus hijos y aflicción en Mae, la más delicada y, por qué no, la más bonita de las hijas Coughlin?
Mae es un nombre de niña, de origen inglés, que significa “amargo” o “perla”. Eso era ella, una perla. Mae deriva de mayo, el nombre del mes elegido por su conexión con Maia, la diosa romana del crecimiento y la maternidad. Mae se puede utilizar como apodo para los nombres de Mary y Margaret. Mae West, la diva de Hollywood, había nacido como Mary. Las ortografías alternativas incluían May, Mei y Maye. Mae fue un nombre de moda hasta 1920, muy popular en la historia del cine temprano, con actrices principales como Mae Clarke, Mae Marsh, Mae Busch y Mae Murray. Fue la figura de Mae West la que hizo que el nombre cambiara de dulce a sofisticado.
Su madre vio desaparecer a Mae por un instante y no se atrevió a acercarse para resolver lo que para ella era un enigma. Luego, en un tiempo que a Bridget le pareció un abrir y cerrar de ojos, Mae reapareció. Ya no tenía la camisa y la pollera con la que iba vestida de entrecasa. Se había colocado el corsé y lucía un vestido que había sido de su hermana mayor y que combinaba con unas botitas marrones de tono oscuro. Tenía el abrigo desabrochado y caminaba hacia la puerta principal sin dirigir su mirada al resto de la familia, mientras se arreglaba —ladeándolo apenas hacia la izquierda— el sombrero de 1,25 dólares, con alas abiertas, que le había regalado su mamá para el último cumpleaños. Los hermanos corrieron hacia su madre y casi la empujaron hacia la ventana para que mirara. Bridget seguía seria, pero se asomó curiosa. Apenas dio un vistazo y volvió a las apuradas hacia Mae.
—¡Mae! —la llamó Bridget con firmeza.
La mujer veía la hermosa figura de su hija en medio de unas imaginarias emanaciones grises que desdibujaban su fisonomía.
Mientras la familia se agrupaba alrededor de Bridget, todos vieron a Mae lista para salir de la casa. Su percepción de madre le hizo ver que con su hija estaba ocurriendo algo que la asustaba. Desde la muerte de su marido era la primera vez que tenía esa sensación de que su mundo se derrumbaba, el que habían planeado con su esposo para sus hijos.
—¿Desde… desde cuándo…? —La señora no completó la frase.
Ya no había risas en la casa, ni Anne saltaba como un monito, ni los otros reían al ver el rostro preocupado y apagado de su madre.
—Mamá, me están esperando, no vendré a cenar, pero no voy a llegar tarde.
Eso fue todo lo que dijo. Abrió la puerta y todos en la casa se agolparon otra vez en la ventana, pero en la del frente. Ya no les importaba que ese tipo incalificable los viera. Iba vestido con un traje verde parajito, con una corbata amarilla, y en la mano tenía el sombrero, que hacía girar con sus dedos índice y pulgar. Lucía una enorme cadena de oro, innecesariamente gruesa y larga —pensaron en la casa—, que remataba en un reloj también de oro, que guardaba en un bolsillo de su chaleco y sacaba a cada rato, como si quisiera que vieran lo grande que era, igual que esa piedra brillante justo debajo del nudo de la horrible corbata amarilla. Cegaba la vista. La camisa era blanca, menos mal, con el cuello alto. ¡Y esa flor verde, desproporcionadamente grande en el ojal del saco, que se parecía a las hojas de un puerro! A la distancia su aspecto era limpio. Los zapatos… ¡de color verde oscuro! Era un pandillero, sin duda. Italiano, sin duda. Un tipo sin gusto para vestir, sin duda. Alto para los de su raza, parecía fuerte. Dennis se empeñaba en entrecerrar los ojos para tratar de distinguir el bulto del arma, porque debía llevar una… Ah, pero era italiano, acaso tuviera escondida una navaja en alguna parte. Los pensamientos de los Coughlin volaban con ese hombre que ni en sus peores sueños hubieran visto frente a su casa y ni locos lo hubieran imaginado relacionado de alguna manera con la bella Mae. ¿Era Mae la que estaba enferma?