MALCOLM GLADWELL nació en Inglaterra en 1963 y creció en Canadá. Licenciado en Historia, es escritor, periodista y crítico cultural.
Entre 1987 y 1996 trabajó como periodista para The Washington Post, y desde 1996 escribe en la revista The New Yorker. Su libro anterior, The Tipping Point, fue un éxito internacional de ventas con más de 800 000 ejemplares vendidos en Estados Unidos.
A Graham Gladwell (1934-2017).
Título original: Talking to Strangers: What We Should Know about the People We Don’t Know
Malcolm Gladwell, 2019
Traducción: Pedro Cifuentes Huertas
Ilustraciones: AA. VV.
Diseño de cubierta: Matt Dorfman
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
¿Cómo pudo un espía pasar años sin ser detectado en los más altos niveles del Pentágono? ¿Qué llevó a Neville Chamberlain a creer que podía confiar en Adolf Hitler? ¿Qué tienen en común esos casos con el engaño de Bernie Madoff, el juicio de Amanda Knox, el suicidio de Sylvia Plath o la comedia de televisión Friends? Cuando interactuamos con desconocidos, a menudo las cosas no salen bien, en parte porque creemos adivinar las intenciones de los demás basándonos en pistas terriblemente endebles.
En Hablar con extraños, Malcolm Gladwell, el autor que ha conquistado a una legión de admiradores con su particular manera de ver el mundo, entrevista a toda una serie de personas brillantes, ofrece un arsenal de ejemplos divertidos, contraintuitivos y convincentes, extrae de ellos ideas poderosas y las condimenta con abundantes datos inolvidables. Al mostrarnos por qué se nos da tan mal leer entre líneas, revela las claves para lidiar mejor con los desconocidos en nuestra vida.
En este nuevo viaje a lo inesperado, Gladwell nos ofrece nuevos y valiosos descubrimientos sobre nosotros mismos, pasados por el prisma de la historia, la psicología y la sociología.
Malcolm Gladwell
Hablar con extraños
POR QUÉ ES CRUCIAL (Y TAN DIFÍCIL) LEER LAS INTENCIONES DE LOS DESCONOCIDOS
ePub r1.0
Titivillus 12.09.2021
4
EL LOCO SAGRADO
I
En noviembre de 2003 Nat Simons, gestor de carteras para el fondo de capital de riesgo Renaissance Technologies, en Long Island, remitió a varios de sus colegas un email transido de preocupación; mediante una serie de complejos acuerdos financieros, Renaissance había terminado con una participación en un fondo gestionado por un inversor de Nueva York llamado Bernard Madoff, y Madoff le daba mala espina a Simons.
Es probable que quien haya trabajado en el mundo de las finanzas en Nueva York en la década de los noventa y comienzos de los 2000 haya oído hablar de Bernard Madoff. Trabajaba en una elegante torre de oficinas en el centro de Manhattan llamada Lipstick Building, estaba en el consejo de varias asociaciones importantes de la industria financiera y se movía en los adinerados círculos de los Hamptons y Palm Beach.
Siempre se mostraba muy seguro de sí mismo y lucía una abundante melena cana; además, se trataba de un tipo solitario, reservado. Y esto último era lo que preocupaba a Simons. Había oído rumores. En el correo grupal contaba que alguien de quien se fiaba «nos ha contado en confianza que cree que Madoff tendrá un problema serio en los próximos doce meses».
Y proseguía: «Incluid en la ecuación que su cuñado es su auditor y que su hijo también tiene un puesto directivo en la organización, y tenemos el riesgo de algunas acusaciones graves, la congelación de las cuentas, etcétera».
Al día siguiente, Henry Laufer, uno de los altos ejecutivos de la firma, respondió al mensaje. Estaba de acuerdo. Renaissance, añadía, tenía «pruebas independientes» de que algo raro pasaba con Madoff. Entonces, el supervisor de riesgos de la empresa, Paul Broder —la persona responsable de asegurarse de que el fondo no ponía su dinero en ningún sitio peligroso—, aportó un análisis amplio y detallado sobre la estrategia bursátil que decía estar siguiendo Madoff. «Nada parece tener sentido», concluía. Los tres decidieron realizar su propia investigación interna. Las sospechas se agravaron.
—Llegué a la conclusión de que no entendíamos lo que estaba haciendo —diría Broder después—. No teníamos ni idea de cómo hacía para ganar dinero. Los volúmenes que indicaba estar obteniendo no se apoyaban en ninguna prueba que pudiésemos encontrar. Renaissance tenía dudas.
¿Vendió su participación en el fondo Madoff? No exactamente. La rebajaron a la mitad. Protegieron sus apuestas. Cinco años después, cuando el fraude de Madoff —el cerebro del mayor esquema Ponzi de la historia— ya se había revelado, unos investigadores federales se reunieron con Nat Simons y le pidieron que explicara por qué.
—Nunca, como director, consideré que fuera un verdadero fraude —reconoció Simons. Estaba dispuesto a admitir que no entendía los manejos de Madoff, y que olía un poco a chamusquina. Pero no a creer que fuera un perfecto embustero. Simons tenía dudas, pero no las dudas suficientes. Incurría en el sesgo de veracidad.
Los correos entre Simons y Laufer se descubrieron durante una auditoría rutinaria a cargo de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC, por sus siglas en inglés), la agencia responsable de supervisar el sector de los fondos de capital de riesgo. No era la primera vez que la SEC se encontraba con dudas sobre las operaciones de Madoff. Este afirmaba seguir una estrategia de inversión ligada a la bolsa de valores, lo que significaba que, como con cualquier otra estrategia basada en el mercado, sus dividendos debían aumentar y disminuir en paralelo a las subidas y bajadas del mercado. Pero sus beneficios eran completamente estables, lo que desafiaba toda lógica. Un investigador de la SEC llamado Peter Lamore fue una vez a verlo para pedirle una explicación. La respuesta de Madoff fue, en resumidas cuentas, que tenía un sexto sentido, que tenía un «instinto» infalible para saber cuándo salir del mercado justo antes de una recesión y regresar al mercado justo antes de un repunte.
—Lo interrogué con insistencia —recordaría después Lamore—. Pensaba que su instinto era, ya me entiendes, raro, sospechoso. Seguía intentando presionarlo. Pensaba que habría algo más… Pensaba, en fin, que estaba recibiendo algún tipo de información global sobre el mercado que otros no recibían. Así que lo presioné hasta la extenuación al respecto. Pregunté a Bernie sin descanso, una y otra vez, y llega un momento, entiéndeme, en el que uno ya no sabe bien qué más hacer.
Lamore trasladó las dudas a su jefe, Robert Sollazzo, que las compartía. Pero no eran dudas suficientes. Como concluyó el informe posterior de la SEC sobre el caso Madoff, «Sollazzo no creía que la afirmación de Madoff de que hacía transacciones “con el corazón” fuera “necesariamente… ridícula”». La SEC cayó en el sesgo de veracidad y el fraude continuó. En Wall Street, de hecho, innumerables personas que tenían negocios con Madoff pensaban que había algo extraño en él. Varios bancos de inversión se fueron apartando de él. Incluso el agente inmobiliario que le alquilaba las oficinas pensaba que era un tipo raro. Pero nadie hizo nada, ni llegó a la conclusión de que era el mayor estafador de la historia. En el caso Madoff, todo el mundo incurrió en el sesgo de veracidad; bueno… todo el mundo menos una persona.