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Í NDICE
Para A. L. y para S. F., que sabe vencer contra pronóstico.
Y Jehová respondió a Samuel: «No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón».
1 Samuel 16, 7
I NTRODUCCIÓN
G OLIAT
«¿Acaso soy un perro, que vienes contra mí con palos?»
1
J usto en el corazón de la antigua Palestina se sitúa la región de Sefela, una serie de colinas y valles que conectan las montañas de Judea al este con las extensiones abiertas y llanas de la planicie mediterránea. La zona posee una belleza arrebatadora; un paraje natural de viñas, campos de trigo y bosques de sicómoros y terebintos. También es un punto de gran importancia estratégica.
A lo largo de los siglos, se han sucedido las guerras para hacerse con el control de la zona, puesto que los valles que se elevan desde la planicie mediterránea ofrecen un camino franco desde la costa hasta las ciudades de Hebrón, Belén y Jerusalén, en las tierras altas de Judea. El valle más importante, ubicado al norte, es el de Ayalón. Pero el más legendario es el de Ela. Allí fue donde Saladino se batió con los caballeros de las Cruzadas en el siglo XII . Y, más de mil años antes, el lugar había jugado un papel decisorio en la guerra de los Macabeos con Siria. No obstante, su nombre es conocido por encima de todo porque, en los tiempos del Antiguo Testamento, el incipiente reino de Israel se enfrentó allí contra los ejércitos de los filisteos.
Los filisteos provenían de Creta. Eran un pueblo marinero que había arribado a Palestina, y sus colonias se extendían a lo largo de la costa. Los israelitas se arracimaban en las montañas, bajo el liderazgo del rey Saúl. En la segunda mitad del siglo XI a. C., los filisteos comenzaron a desplazarse hacia el este, remontando el río por los sinuosos caminos del valle de Ela. Su meta era tomar el cerro cercano a Belén y dividir el reino de Saúl en dos. Los filisteos, unos guerreros curtidos y feroces, eran enemigos acérrimos de los israelitas. Alarmado, Saúl convocó a sus hombres, y sus tropas se apresuraron montaña abajo al encuentro del otro ejército.
Los filisteos habían establecido su campamento en los cerros del sur del valle. Los israelitas clavaron sus tiendas al otro lado, en las elevaciones del norte, de modo que los dos ejércitos podían verse a través de una quebrada. Ninguno se atrevía a hacer ningún movimiento. Atacar implicaba descender por la pendiente y emprender luego un ascenso suicida por el monte controlado por el enemigo. Finalmente, la paciencia de los filisteos se agotó. Hasta el valle enviaron a su mejor guerrero; querían romper el impasse con un combate de uno contra uno.
El hombre en cuestión era un gigante, de más de dos metros, y portaba un casco y una armadura completa de bronce. Sus armas eran una jabalina, una lanza y una espada. Precedía su marcha un escudero, que llevaba a cuestas un enorme escudo. El gigante se encaró con los israelitas, gritándoles: «¡Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí! Si él pudiere pelear conmigo, y me venciere, nosotros seremos vuestros siervos; y si yo pudiere más que él, y lo venciere, vosotros seréis nuestros siervos y nos serviréis».
Nadie se movió en el campamento de los israelitas. ¿Quién podría derrotar a tan terrible oponente? Entonces, un joven pastor, que había venido de Belén con comida para sus hermanos, dio un paso al frente y se ofreció voluntario. Saúl se opuso: «No podrás ir tú contra aquel filisteo, para pelear con él; porque eres un muchacho y él un hombre de guerra desde su juventud». Pero el pastor se mantuvo firme. Se las había visto con oponentes más fieros, alegó. «Cuando venía un león, o un oso, y tomaba algún cordero de la manada», le dijo a Saúl, «salía yo tras él, y lo hería, y lo libraba de su boca». Saúl no tenía otra opción. Cedió, y el pastorcillo bajó corriendo la pendiente hacia el gigante que le esperaba en el valle. «Ven a mí, y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo», bramó el gigante cuando vio aproximarse a su rival. Así dio comienzo una de las luchas más famosas de la historia. El nombre del gigante era Goliat. El pastorcillo se llamaba David.
2
David y Goliat es un libro sobre lo que ocurre cuando la gente normal se enfrenta a gigantes. Con «gigantes» me refiero a oponentes poderosos de todo tipo: ya sean ejércitos y guerreros imbatibles; ya sean la discapacidad, la desgracia o la opresión. Cada capítulo cuenta la historia de una persona concreta, famosa o desconocida, corriente o brillante, que se ha visto frente a un reto descomunal y ha tenido que reaccionar. ¿Hay que jugar de acuerdo con las reglas u obedecer a los instintos? ¿Se debe perseverar o cejar en el empeño? ¿Hay que devolver el golpe o perdonar?
A través de estas historias, quiero analizar dos ideas. La primera es que mucho de lo que consideramos más valioso en nuestro mundo proviene de esta clase de enfrentamientos desiguales, porque disputar cuando se tiene todo en contra genera grandeza y belleza. Y la segunda idea es que, una y otra vez, malinterpretamos esta clase de conflictos. Hacemos lecturas erróneas. Los comprendemos mal. Los gigantes no son como pensamos. Las mismas características que parecen dotarles de fuerza constituyen muchas veces sus puntos débiles. Y el hecho de ser el que en principio lleva las de perder puede transformar a la gente de modos que a menudo nos cuesta apreciar: puede abrir puertas; crear oportunidades; educar e ilustrar; y hacer factible lo que de otra manera sería impensable. Nos hacen falta mejores pautas para luchar contra gigantes, y no hay mejor lugar para comenzar este viaje que el épico duelo entre David y Goliat, hace tres mil años, en el valle de Ela.
Cuando Goliat interpeló a gritos a los israelitas, les estaba pidiendo lo que se conocía como un «duelo individual». Esta era una práctica común en la Antigüedad. A fin de evitar un baño de sangre en el campo de batalla, los dos bandos contendientes elegían a un guerrero como su representante en un duelo. Por ejemplo, en el siglo I a. C., el historiador romano Quinto Claudio Cuadrigario narra un épico combate provocado por las mofas de un guerrero galo hacia sus oponentes romanos. «Esto suscitó de inmediato la suma indignación de Tito Manlio, un joven de la más alta cuna», escribe Cuadrigario. Tito retó a duelo al galo.
Dio un paso al frente, no fuera a cubrir un galo de ignominia el valor romano. Armado con escudo de legionario y espada española, confrontó al galo. La lid tuvo lugar en el mismo puente [sobre el río Aniene], en presencia de los dos ejércitos, con los ánimos en vilo. La pelea dio comienzo: el galo, conforme a su modo de luchar, adelantaba el escudo y aguardaba el ataque; Manlio, confiando más en el coraje que en la habilidad, hizo chocar los escudos y logró desestabilizar al galo. Cuando el galo recuperaba la posición, Manlio volvió a hacer chocar los escudos y obligó a su rival a moverse del terreno. De esta manera, se deslizó bajo la espada del galo y clavó la hoja española en el pecho del otro [...] Tras darle muerte, Manlio cortó la cabeza del galo, le arrancó la lengua y con ella, cubierta como estaba de sangre, se rodeó el cuello.
Esto era lo que Goliat esperaba: otro guerrero dispuesto a una pelea cuerpo a cuerpo. No imaginaba que el combate pudiera entablarse de otra manera, y se preparó consecuentemente. Para protegerse de los golpes dirigidos al cuerpo, vestía una elaborada cota hecha de escamas de bronce superpuestas. Le cubría los brazos y llegaba hasta las rodillas, y probablemente sobrepasaría los cincuenta kilos de peso. También portaba grebas —tobilleras— de láminas de bronce, que se prolongaban hasta cubrir los pies. Sobre la cabeza llevaba un pesado casco de metal. Tenía tres armas diferentes, todas ellas óptimas para el combate cuerpo a cuerpo. Blandía una jabalina hecha por entero de bronce, capaz de penetrar un escudo y hasta una armadura. En la cadera llevaba una espada. Y como primera opción, aferraba un tipo de lanza especial, para las distancias cortas, con un asta de metal tan «gruesa como un rodillo de telar». Iba sujeta con una cuerda y, mediante un sofisticado juego de pesos, podía ser arrojada con una fuerza y precisión extraordinarias. El historiador Moshe Garsiel escribe: «A los israelitas, esta lanza fuera de lo común, con su pesada asta y la larga y gruesa hoja de hierro, esgrimida por el fuerte brazo de Goliat, les parecía capaz de atravesar cualquier escudo y armadura de bronce de una vez». ¿Se entiende ahora por qué ningún israelita se ofreció voluntario para aceptar el reto de Goliat?