Michelle Perrot (París, Francia, 1928) es doctora en historia por la Sorbona y profesora emérita de la Universidad París VII-Denis Diderot.
Sus investigaciones abarcan diversos ámbitos: el movimiento obrero, el sistema penitenciario y, sobre todo, la historia de las mujeres. Ha dirigido, junto a Georges Duby, la Historia de las mujeres en Occidente y uno de los tomos de la Historia de la vida privada. Por su labor investigadora, ha sido distinguida como Chevallier de la Légion d’Honneur, y Officier de l’Ordre National du Mérite.
NOTA DEL EDITOR FRANCÉS
PARECE QUE las mujeres tienen su día. Un solo día en todo el año, durante el cual los medios hablan de ellas, los políticos pronuncian discursos en su honor y quienes prefieren lo real a las vanidades conmemorativas recuerdan que la mujer todavía no es igual que el hombre, que la mujer —más que el hombre— sufre el desempleo y la precariedad laboral, que a la mujer se le paga menos, se la considera menos, se la reconoce menos que al hombre en los principales ámbitos de la sociedad: no olvidemos la débil representatividad de las mujeres en política, así como el pequeño número de ellas en el ejercicio del poder.
¿Cambiarían los tiempos? ¿Las mujeres son apreciadas? ¿Ser mujer constituye una discriminación positiva? ¿O es solo una circunstancia?
Lo que es seguro es que las mujeres tienen una historia y que recién tardíamente comenzaron a construirla, para apropiársela después.
Michelle Perrot fue una de las iniciadoras en Francia de este movimiento de historiadoras que ofrecen a las mujeres y los hombres la dimensión de la acción de las mujeres en el pasado, la evolución de su estatus, las luchas y las estrategias para obtener su independencia.
Era evidente que Michelle Perrot, tan comprometida como siempre con el movimiento de las mujeres, e igualmente entusiasmada y generosa, era para France Culture la mujer que podía bosquejar la historia de las mujeres.
Lo hizo con energía y amor. Esta serie radiofónica tuvo un enorme éxito, y fueron muchos quienes entonces pidieron que sus palabras quedaran fijadas por escrito: hoy, ese deseo queda satisfecho.
I. ESCRIBIR LA HISTORIA DE LAS MUJERES
Itinerario
LA PRIMERA historia que quisiera contarles es la de la historia de las mujeres. Hoy en día se presenta como obvia: una historia «sin las mujeres» parece imposible. Sin embargo, no siempre existió. Al menos en el sentido colectivo del término, que no abarca solo las biografías, las vidas de mujeres, sino las mujeres en su conjunto y a largo plazo. Esta historia es relativamente reciente; a grandes rasgos, tiene treinta años. ¿Por qué? ¿Por qué este silencio? ¿Y cómo se disipó?
Yo fui testigo de esta historia y, junto con muchas otras, protagonista. En calidad de tal quisiera decir unas palabras sobre mi experiencia, porque en ciertos aspectos resulta significativa tanto del pasaje del silencio a la palabra como del cambio de una mirada que, justamente, construye la historia o al menos hace emerger nuevos objetos en ese relato que es la historia, relación constantemente renovada entre el pasado y el presente.
La historia de las mujeres no estuvo entre mis primeros intereses; por otra parte, tampoco estuvieron las mujeres. En mi adolescencia lo que quería era acceder al mundo de los hombres, del saber, del trabajo y de la profesión. Por el lado de mi familia no encontré ningún obstáculo. Mis padres eran decididamente igualitarios, feministas sin teoría, y ellos me alentaron al estudio e incluso a la ambición. En la universidad de posguerra, la Sorbona de los años cincuenta, los profesores eran todos hombres. Pero las alumnas eran cada vez más numerosas, aun cuando muchas veces la abandonaran en el camino; yo no sufrí ninguna discriminación en particular. Cuando en 1949 apareció El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, se armó un escándalo. Yo estaba decididamente de su lado, pero la lectura parcial que entonces hice de ese texto no me conmovió. No pude ver su riqueza hasta tiempo después.
Lo económico y lo social dominaban ese período austero de la Reconstrucción, y ocupaban el horizonte de la sociedad tanto como el de la Historia. Hablábamos de comunismo, marxismo, existencialismo. La clase obrera nos parecía la llave de nuestro destino y del destino del mundo, a la vez que «la más numerosa y la más pobre», como decía el conde de Saint-Simón, símbolo de todas las opresiones, víctima gloriosa de una injusticia intolerable. Escribir la historia de la clase obrera era una manera de unirse a ella. En la Sorbona, Ernest Labrousse —el otro «grande», junto con Fernand Braudel— desarrollaba esta historia. Bajo su dirección, hice una tesis sobre los «obreros en huelga», en la que las mujeres ocupaban un solo capítulo. Al revés del motín del pan, la huelga, al menos en el siglo XIX, es un acto viril. Esta asimetría me impresionó, así como la burla de la que eran objeto las mujeres. Sin embargo, no me detuve mucho tiempo en este asunto: me afectaban mucho más los problemas de los trabajadores menos calificados o los extranjeros. La xenofobia más que el sexismo obrero.
Llegué a la historia de las mujeres en los años setenta, con el envión del Mayo francés y sobre todo del movimiento de las mujeres, con los que me topé de frente en la Sorbona —donde era profesora adjunta— y luego en París VII-Jussieu, una universidad nueva y abierta a innovaciones de todo tipo. Por supuesto, no se trató de una iluminación repentina. A lo largo de veinte años las cosas habían cambiado, y yo también. Comprometida con el movimiento de las mujeres, quería conocer su historia (y hacerla, puesto que prácticamente no existía). Había una verdadera demanda en este sentido. Convertida en profesora, tras mi doctorado, ya podía tomar iniciativas. En 1973, con Pauline Schmitt y Fabienne Bock hicimos un primer curso que llamamos «¿Las mujeres tienen una historia?», título que delataba nuestras incertidumbres y traducía nuestra timidez. No estábamos seguras de que las mujeres tuvieran una historia, sobre todo porque el estructuralismo de Claude Lévi-Strauss había insistido mucho en el papel que ellas tenían en la reproducción y los lazos familiares: «Intercambio de bienes, intercambio de mujeres». No sabíamos cómo enseñar esa historia. No teníamos materiales ni métodos. Solo preguntas. Apelamos a las sociólogas, más adelantadas que nosotras y nosotros lo seguíamos con vivo interés. Esta corriente se desarrolló rápidamente, con variantes, en los Países Bajos, en Alemania (en torno a la Universidad de Bielefeld y la Universidad Libre de Berlín), en Italia —donde tuvo una originalidad y una vitalidad notables—, un poco más tarde en España, en Portugal, etc. En pocas palabras: fue, es, un movimiento mundial, que hoy está particularmente vivo en Quebec, en América Latina (sobre todo en Brasil), en India, en Japón… El desarrollo de la historia de las mujeres acompaña en sordina el «movimiento» de las mujeres hacia su emancipación y su liberación. Es la traducción el efecto de una toma de conciencia aún más abarcadora: la de la dimensión sexuada de la sociedad y de la historia.
En treinta años ya se sucedieron varias generaciones intelectuales que produjeron —mediante tesis y libros— una acumulación que dejó de ser «primitiva». Hoy existe una revista, Clio. Histoire, femmes et sociétés, asociaciones, numerosos coloquios y antologías de trabajos. En Blois, los encuentros llamados Rendez-vous de L'histoire (2004) sobre «Las mujeres en la historia» tuvieron gran éxito.
La historia de las mujeres cambió. En sus objetos de estudio, en sus puntos de vista. Empezó por una historia del cuerpo y de los roles privados para llegar a una historia de las mujeres en el espacio público de la ciudad, del trabajo, de la política de la guerra, de la creación. Empezó por una historia de las mujeres víctimas para llegar a una historia de las mujeres activas, en las múltiples interacciones que originan los cambios. Empezó por una historia de las mujeres para convertirse más precisamente en una historia del género, que insiste sobre las relaciones entre los sexos e integra la masculinidad. Expandió sus perspectivas espaciales, religiosas y culturales.