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Michelle Obama - Mi historia

Aquí puedes leer online Michelle Obama - Mi historia texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Michelle Obama Mi historia
  • Libro:
    Mi historia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Mi historia: resumen, descripción y anotación

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6

Mi padre me acompañó en coche a Princeton en el verano de 1981, cruzando las rectas y llanas autopistas que conectan Illinois con New Jersey. Pero fue algo más que un simple viaje por carretera entre padre e hija. Mi novio, David, nos acompañó durante todo el trayecto. Me habían invitado a asistir a un programa especial de orientación de verano que duraba tres semanas, cuyo fin era subsanar «carencias previas» ofreciendo tiempo extra a determinados estudiantes nuevos para ayudarlos a instalarse en el campus. No estaba claro cómo nos habían identificado exactamente, qué parte de nuestras solicitudes de admisión había hecho concebir en la universidad la idea de que nos vendrían bien unas lecciones sobre cómo leer un programa de estudios o unas prácticas acerca de cómo orientarnos en los caminos que enlazaban los edificios del campus, pero Craig lo había hecho dos años antes y parecía conveniente. De modo que hice las maletas, me despedí de mi madre —no lloramos ni nos pusimos sentimentales— y subí al coche.

Mis ganas de abandonar la ciudad venían alimentadas en parte por el hecho de que había pasado los dos últimos meses trabajando en una cadena de montaje, manejando lo que, a grandes rasgos, era una pistola de pegamento de tamaño industrial, en un pequeño taller de encuadernación de libros situado en el centro de Chicago: una rutina alienante que se prolongaba durante ocho horas al día, cinco días por semana, y que actuó, posiblemente, como el recordatorio más poderoso de lo acertado que era ir a la universidad. La madre de David trabajaba en la encuadernadora y nos había ayudado a encontrar empleo allí a su hijo y a mí. Trabajamos hombro con hombro durante todo el verano, lo que hizo que la experiencia me resultase más llevadera. David era inteligente y atento, un joven alto y apuesto dos años mayor que yo. Se había hecho amigo de Craig en la cancha de baloncesto del barrio, en el parque Rosenblum, unos años antes, pues se apuntaba a los partidillos improvisados cuando visitaba a unos parientes que vivían en Euclid Parkway. Con el tiempo, empezó a salir conmigo. Durante el año académico, David se encontraba en una universidad que estaba fuera del estado, lo que tenía la ventaja de evitar que me distrajera de mis estudios. Durante las vacaciones y en verano, sin embargo, volvía a la casa de su madre en el extremo sudoeste de la ciudad y pasaba casi a diario a recogerme con su coche.

David era un chico tranquilo y, además, mucho más adulto que cualquier otro novio que hubiera tenido. Se sentaba en el sofá y miraba el partido con mi padre; bromeaba con Craig y conversaba educadamente con mi madre. Teníamos citas de verdad, en las que empezábamos con una cena, a nuestro juicio de postín, en un restaurante de la cadena Red Lobster y luego íbamos al cine. Tonteábamos y fumábamos porros en su coche. De día, en el taller de encuadernación, entre pistoletazo y pistoletazo de pegamento pasábamos la jornada intercambiando bromas hasta que no quedaba nada que decir. A ninguno nos interesaba en especial aquel trabajo, más allá de que nos permitiría ahorrar para la universidad. En cualquier caso, me iría de la ciudad muy pronto, y no tenía intención de volver a la encuadernadora. En cierto sentido ya estaba medio fuera: mi mente se hallaba rumbo a Princeton.

Así pues, aquella tarde de principios de agosto en la que el trío que formábamos mi padre, mi novio y yo abandonó por fin la carretera 1 y atravesó la alameda que llevaba al campus, ya estaba más que dispuesta a pasar página. Estaba preparada para llevar rodando mis dos maletas hasta la residencia de verano y estrechar la mano de los demás asistentes al cursillo (sobre todo estudiantes de alguna minoría o con bajos ingresos, además de un puñado de deportistas). Estaba preparada para probar la comida de la cantina, memorizar el mapa del campus y superar cualquier plan de estudios que me pusieran por delante. Estaba allí. Había aterrizado. Tenía diecisiete años y mi vida avanzaba viento en popa.

Solo había un problema, y era David, que nada más cruzar la frontera estatal de Pennsylvania había empezado a mostrarse taciturno. Mientras sacábamos con esfuerzo mi equipaje del maletero del coche de mi padre, noté que ya se sentía solo. Llevábamos más de un año saliendo. Nos habíamos declarado nuestro amor, pero era un amor en el contexto de Euclid Avenue, el Red Lobster y las canchas de baloncesto del parque Rosenblum. Era amor en el contexto del lugar que yo acababa de dejar atrás. Mientras mi padre se tomaba su consabido minuto extra para apearse del asiento del conductor y erguirse sobre sus muletas, David y yo esperamos en silencio bajo el ocaso, contemplando el impecable rombo de césped verde que había delante de la fortaleza de piedra que sería mi residencia. Di por sentado que los dos estábamos cayendo en la cuenta de que, tal vez, había asuntos importantes de los que no habíamos hablado, de que quizá teníamos opiniones discrepantes sobre si esa era una despedida temporal o una ruptura impuesta por la distancia. ¿Nos visitaríamos? ¿Nos escribiríamos cartas de amor? ¿Cuánto empeño pensábamos poner en ello?

David me sostuvo la mano con formalidad. Era desconcertante. Yo sabía lo que quería, pero no encontraba palabras para expresarlo. Esperaba que algún día mis sentimientos por un hombre me dejaran noqueada, verme arrastrada por el tsunami vertiginoso que parecía alimentar las mejores historias de amor. Mi padre y mi madre se enamoraron cuando eran adolescentes, él la acompañó al baile de fin de curso del instituto donde ella estudiaba. Yo sabía que los amores adolescentes en ocasiones eran genuinos y duraderos. Deseaba creer que había un muchacho que aparecería en mi vida el día menos pensado y pasaría a serlo todo para mí; un joven sexy y cabal cuyo efecto sobre mí sería tan inmediato y profundo que estaría dispuesta a reordenar mis prioridades.

Lo malo era que no se trataba del muchacho que estaba plantado delante de mí en aquel momento.

Mi padre por fin interrumpió el silencio entre David y yo, diciendo que ya era hora de que subiéramos mis trastos a la residencia. Había reservado una habitación en un motel de la ciudad para ellos dos. Tenían pensado regresar a Chicago al día siguiente.

En el aparcamiento, abracé con cariño a mi padre. Siempre había tenido fuerza en los brazos, gracias a su pasión juvenil por el boxeo y la natación, y la conservaba por el esfuerzo que le exigía desplazarse con las muletas. «Sé buena, Miche», dijo al soltarme, sin que en la cara se le notase otra emoción que el orgullo. Después tuvo el detalle de subir al coche para concedernos algo de intimidad a David y a mí.

Nos quedamos a solas en la acera, los dos apenados y tratando de alargar el tiempo. El corazón me dio un vuelco de afecto cuando se inclinó sobre mí para besarme. Aquella parte siempre era un placer.

Y aun así, lo sabía. Sabía que, aunque envolvía con los brazos a un buen chico de Chicago al que yo le importaba de verdad, también había, justo detrás de nosotros, un sendero iluminado que salía del aparcamiento y remontaba una leve pendiente hasta el patio central, que en cuestión de minutos se convertiría en mi nuevo contexto, mi nuevo mundo. Me inquietaba vivir fuera de casa por primera vez, dejar la única vida que había conocido. Pero una parte de mí comprendía que era mejor cortar de raíz, con rapidez, y no aferrarse a nada. Al día siguiente, David me llamaría a la residencia y me preguntaría si podíamos quedar para tomar un almuerzo rápido o dar un último paseo por los alrededores antes de marcharse, y yo murmuraría algo sobre lo ocupada que estaba ya en la universidad y que me iba a ser imposible. Nuestra despedida aquella noche fue real y para siempre. Probablemente debería habérselo dicho a la cara en aquel momento, pero me acobardé, consciente de que dolería, tanto verbalizarlo como oírlo. En vez de eso, dejé que David se fuera sin más.

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