Michelle McNamara - El asesino sin rostro
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- Libro:El asesino sin rostro
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
- Índice:5 / 5
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El asesino sin rostro: resumen, descripción y anotación
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El asesino sin rostro — leer online gratis el libro completo
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Eras tu manera de acercarte: el topetazo contra la cerca. Un descenso de temperatura al abrirse con palanqueta la puerta del patio. El olor a loción para después del afeitado que impregnaba un dormitorio a las tres de la madrugada. Un filo en la base del cuello. «No te muevas o te mato». Sus sistemas programados de detección de amenazas empezaban a parpadear mansamente bajo la losa del sueño. Nadie tenía tiempo de incorporarse. Despertar significaba entender que estaban bajo asedio. Habían cortado las líneas de teléfono. Habían descargado las armas. Las ligaduras estaban preparadas y dispuestas. Tú forzabas la acción desde la periferia, un contorno borroso de pasamontañas y extraños jadeos a bocanadas. Tu familiaridad los dejaba helados. Llevabas las manos sin vacilar a interruptores difíciles de localizar. Sabías nombres. Número de hijos. Lugares que frecuentaban. Tu preparación preliminar te daba una ventaja crucial, porque cuando las víctimas despertaban por efecto de la linterna cegadora y las amenazas proferidas entre dientes apretados, siempre eras un desconocido para ellas, pero ellas nunca lo eran para ti.
Los corazones se desbocaban. Se secaban las bocas. Tu presencia física seguía siendo incomprensible. Eras un zapato de suela dura que se nota de pasada. Un pene untado en aceite para bebés introducido por la fuerza entre un par de manos atadas. Nadie veía tu cara. Nadie sentía todo el peso de tu cuerpo. Con los ojos vendados, las víctimas dependían del olor y del oído. Polvos de talco con aroma a flores. Una insinuación de canela. El tintineo de la barra de una cortina. La cremallera que abría un bolso de lona. Monedas que caían al suelo. Un gemido, un sollozo. «Ay, mamá». Un atisbo de zapatillas deportivas de gamuza azul ultramar.
Los ladridos de perros que resonaban cada vez más lejos hacia el oeste.
Eras lo que dejabas a tu paso: un tajo vertical de diez centímetros en la mosquitera de la ventana en la casa de estilo ranchero de Montclair, en San Ramón. Un hacha pequeña de mango verde entre los setos. Un trozo de cordón colgando de un abedul. Espuma en una botella vacía de licor de malta Schlitz en el patio de atrás. Manchas de una pintura azul imposible de identificar. El fotograma 4 del tercer carrete de fotografía del Departamento del Sheriff del condado de Contra Costa, donde se ve el lugar por donde creen que saltaste la cerca. La mano derecha amoratada de una chica, que la tuvo insensible durante horas. El contorno de una palanca en el polvo.
Ocho cráneos aplastados.
Eras un voyeur. Un registrador paciente de costumbres y rutinas. La primera vez que un marido que trabajaba de radioperador cambió al turno de noche, aprovechaste la ocasión. Había huellas de hacía entre cuatro y siete días, huellas del calzado con dibujo en espiga bajo la ventana del cuarto de baño en el escenario del crimen de la manzana de los 3800 de Thornwood, en Sacramento. Los agentes se fijaron en que desde allí, de pie, se podía observar el dormitorio de la víctima. «Fóllame como a tu maromo», susurraste, como si supieras lo que era eso. Le pusiste tacones altos a una chica, algo que hizo ella en la cama con su novio. Robaste polaroids en bikini como recuerdos. Merodeaste con tu linterna entrometida y tus frases entrecortadas y repetitivas, director y estrella al mismo tiempo de la película que te estabas montando en la cabeza.
Casi todas las víctimas describen la misma escena: un momento en que percibieron que regresabas después de un rato de saquear distraídamente otra parte de la casa. Nada de palabras. Nada de movimientos. Pero sabían que estabas ahí, imaginaban la mirada inerte desde los dos agujeros del pasamontañas. Una víctima notó que mirabas fijamente la cicatriz de su espalda. Después de un buen rato sin oír nada, pensó: «Se ha ido». Espiró, justo en el momento en que la punta del cuchillo descendía y empezaba a reseguir la cicatriz.
Las fantasías hacían que te subiera la adrenalina. La imaginación compensaba el fracaso de tu realidad. Tus insuficiencias hedían. Una víctima puso en práctica la psicología inversa y susurró: «Qué bueno eres». Te apartaste de ella de inmediato, asombrado. Se apreciaba un temblor en tus susurros entre los dientes apretados, se detectaba algún que otro tartamudeo. Otra víctima describió a la policía cómo le agarraste fugazmente el pecho izquierdo. «Como si fuera el pomo de una puerta».
«Ah, ¿no te gusta?», le preguntaste a una chica mientras la violabas, sosteniendo un cuchillo contra su cuello hasta que ella asintió.
Tus fantasías discurrían profundas, pero nunca te hacían tropezar. Toda investigación sobre un delincuente violento que anda suelto es una carrera; tú siempre ibas por delante. Eras inteligente. Tenías cuidado de aparcar justo al otro lado del cordón policial estándar, entre dos casas o en un solar vacío, para evitar sospechas. Abrías pequeños agujeros en vidrios, usabas una herramienta para forzar cerrojos en jambas de madera y abrías ventanas mientras tus víctimas seguían dormidas. Apagabas el aire acondicionado para poder oír si se acercaba alguien. Dejabas puertas laterales abiertas y cambiabas de sitio los muebles del patio para poder huir sin encontrar obstáculos. Pedaleando en una bici de diez velocidades, escapaste de un agente del FBI en coche. Te escabullías por los tejados. En Danville, el 6 de julio de 1979, un perro rastreador reaccionó con tanta intensidad a una mata de hiedra en Sycamore Hill Court que el adiestrador pensó que el rastro era de solo hacía unos momentos.
Un vecino fue testigo de tu huida en una agresión. Saliste del escenario tal como entraste: sin pantalones.
Helicópteros. Controles. Patrullas de ciudadanos que anotaban matrículas. Hipnotizadores. Videntes. Cientos de hombres blancos mascando gasa para que les tomaran muestras de saliva. Nada.
Eras un olor y huellas de calzado. Sabuesos e inspectores seguían ambas cosas. Se alejaban. No llevaban a ninguna parte.
Llevaban hacia la oscuridad.
Durante mucho tiempo, llevas ventaja. Tienes una manera de caminar enérgica. A tu paso quedan las investigaciones policiales. El peor episodio en la vida de una persona queda registrado en torpe cursiva por un agente a menudo soñoliento y precipitado. Abundan los errores de ortografía. La textura del vello púbico se describe por medio de unos garabatos al margen. Los investigadores siguen pistas usando teléfonos de disco giratorio de esos en los que tanto costaba marcar. Cuando no hay nadie en casa, el teléfono sigue sonando. Si quieren consultar un antiguo expediente, tienen que hurgar a mano entre montones de documentos. El repiqueteo del teletipo perfora agujeros en la cinta de papel. Sospechosos viables son eliminados sobre la base de las coartadas de sus madres. Al final, el informe del caso acaba en un expediente, una caja y, luego, una sala. Se cierra la puerta. Comienza a amarillear el papel y a perderse la memoria.
Tienes la victoria en tus manos. Has salido bien librado; lo notas. Las víctimas se van perdiendo de vista. Su ritmo flojea, se les ha agotado la confianza. Están cargadas de fobias y la memoria las vuelve vacilantes. Las acosan los divorcios y las drogas. Prescriben los crímenes. Se tiran kits de pruebas por falta de espacio. Lo que les ocurrió queda enterrado, reluciente e inmóvil, una moneda en el fondo de una piscina. Hacen todo lo posible por seguir adelante.
Tú también.
Pero el juego ha perdido emoción. El guion es repetitivo y hay que aumentar las apuestas. Empezaste en los alféizares, luego pasaste al interior. La respuesta ante el miedo te excitaba. Pero, tres años después, las muecas de dolor y las súplicas ya no son suficientes. Cedes a tus impulsos más oscuros. Las víctimas de los asesinatos son todas muy bien parecidas. Algunas tienen vidas amorosas complicadas. Estoy segura de que, a tu modo de ver, son «zorras».
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