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SINOPSIS
¿Cómo es el rostro del poder? ¿A quién se representa en el arte y por qué? En esta obra singular, Mary Beard —seguramente la clasicista más prestigiosa de nuestros días— cuenta la historia de cómo durante más de dos milenios los retratos de los ricos, poderosos y famosos del mundo occidental han sido moldeados a partir de la imagen de los emperadores romanos, especialmente los Doce Césares. Desde el despiadado Julio César hasta el cruel Domiciano, el poder se representa a imitación del arte clásico y los dirigentes caídos en desgracia a menudo son caricaturizados como Nerones tocando el violín mientras Roma arde.
Comenzando con la importancia de los retratos imperiales en la política romana, este libro ricamente ilustrado nos ofrece un recorrido a través de dos mil años de historia del arte y la cultura, presentando una mirada fresca a las obras de artistas desde Mantegna hasta la actualidad, así como por generaciones de tejedores, ebanistas, plateros, impresores y ceramistas. Más que la historia de una simple repetición de imágenes de hombres y mujeres imperiales, Doce césares es una historia sorprendente de identidades cambiantes, identificaciones erróneas deliberadas o desorientadas, falsificaciones y, a menudo, representaciones ambivalentes de la autoridad.
MARY BEARD
DOCE CÉSARES
La representación del poder desde el mundo
antiguo hasta la actualidad
Traducción castellana de
Silvia Furió
DOCE CÉSARES
Para la Academia Norteamericana de Roma,
con gratitud y buenos recuerdos
PREFACIO
Seguimos todavía rodeados de emperadores romanos. Hace casi dos milenios que la ciudad de Roma dejó de ser la capital de un imperio y, sin embargo, hoy en día, por lo menos en Occidente, casi todo el mundo reconoce el nombre, y a veces incluso el aspecto, de Julio César o de Nerón. Sus rostros no solo nos escrutan desde las estanterías de los museos o las paredes de las galerías, sino que protagonizan películas, anuncios y viñetas en los periódicos. Para un caricaturista resulta muy fácil (con una corona de laurel, una toga, una lira y un fondo en llamas) convertir a un político moderno en un «Nerón tocando la lira mientras Roma arde», y gran parte del público capta el sentido. A lo largo de los últimos quinientos años más o menos, estos emperadores y algunas de sus madres y esposas, hijos e hijas, han sido reproducidos infinidad de veces en pinturas y en tapices, en plata y cerámica, mármol y bronce. Estoy convencida de que, antes de «la era de la reproducción mecánica», en el arte occidental había más imágenes de los emperadores romanos que de cualquier otra figura humana, a excepción de Jesús, la Virgen María y un puñado de santos. Calígula y Claudio siguen resonando a través de los siglos y los continentes con mayor potencia que Carlomagno, Carlos V o Enrique VIII. Su influencia traspasa la biblioteca o la sala de conferencias.
He vivido más íntimamente con estos antiguos gobernantes que la mayoría de las personas. Durante cuarenta años han sido parte sustancial de mi trabajo. He examinado sus palabras, desde sus razonamientos legales hasta sus bromas. He analizado los fundamentos de su poder, he desmontado sus leyes de sucesión —o la ausencia de ellas— y, muy a menudo, lamentado su dominio. He escrutado sus imágenes en camafeos y monedas. Y he enseñado a los estudiantes a disfrutar de lo que los escritores romanos decidieron contar de ellos y a preguntarse al respecto. Las escabrosas historias de las excentricidades del emperador Tiberio en su piscina de la isla de Capri, los rumores de la lujuria que sentía Nerón por su madre o de lo que Domiciano les hacía a las moscas —las torturaba con la punta del cálamo— siempre han calado bien en la imaginación moderna y, sin duda, nos cuentan mucho sobre los miedos y las fantasías de los antiguos romanos. No obstante, como ya he dicho en repetidas ocasiones a aquellos a quienes les gustaría tomárselas al pie de la letra, estas historias no son necesariamente «ciertas» en el sentido estricto de la palabra. Soy, por profesión, clasicista, historiadora, profesora, escéptica y, en ocasiones, aguafiestas.
En este libro he cambiado el enfoque para centrarme en las imágenes modernas de los emperadores que nos rodean y me planteo algunas preguntas básicas acerca de cómo y por qué se crearon. ¿Por qué desde el Renacimiento eligieron los artistas representar a dichos personajes antiguos en tal profusión y variedad de formas? ¿Por qué los clientes decidieron comprarlos, ya fuese en forma de fastuosas esculturas o copias y placas baratas? ¿Qué significan para el público moderno los rostros de aquellos autócratas muertos hace tanto tiempo, y muchos de ellos con reputación de crueles más que de héroes?
Estos emperadores antiguos son protagonistas importantes de los capítulos que siguen, sobre todo los primeros «doce césares», como hoy en día se los conoce, desde Julio César (asesinado en el 44 a. e. c.) hasta el torturador de moscas Domiciano (asesinado en el 96 e. c.), pasando por Tiberio, Calígula y Nerón, entre otros (Tabla 1). Casi todas las obras de arte modernas que se tratan aquí fueron creadas en diálogo con las propias representaciones que los romanos tenían de sus gobernantes, con todas aquellas historias antiguas, por más inverosímiles que fueran, de sus hazañas y fechorías. No obstante, en este libro los propios emperadores comparten protagonismo con un amplio elenco de artistas modernos: algunos, como Mantegna, Tiziano o Alma-Tadema, son harto conocidos en la tradición occidental; otros provienen de generaciones de tejedores, ebanistas, orfebres, impresores y ceramistas, hoy anónimos, que crearon algunas de las más asombrosas e influyentes imágenes de estos césares. También comparten atención con una selección de humanistas del Renacimiento, anticuarios, eruditos y arqueólogos modernos que han dedicado sus esfuerzos a identificar o reconstruir —errónea o acertadamente— estos rostros del poder, y con el todavía más amplio catálogo de personas, desde limpiadores hasta cortesanos, que se mostraron impresionadas, encolerizadas, hastiadas o perplejas por lo que vieron. En otras palabras, no solo me interesan los emperadores o los artistas que los representaron, sino también los otros, nosotros, los que miramos.
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