Mary Beard - El triunfo romano
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- Libro:El triunfo romano
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2007
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El triunfo romano: resumen, descripción y anotación
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El triunfo romano — leer online gratis el libro completo
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Cada gran victoria militar acababa en la antigua Roma en un desfile por las calles de la ciudad hacia el templo de Júpiter, en la colina del Capitolio, en que el general vencedor y sus soldados iban acompañados por los más importantes de los dignatarios derrotados y por el botín que habían capturado, desde barcos tomados al enemigo y estatuas preciosas hasta animales y plantas del territorio conquistado, en un cortejo de tal magnitud que en ocasiones podía durar hasta dos o tres días.
Mary Beard, catedrática de la Universidad de Cambridge, analiza la magnificencia del triunfo romano, pero nos muestra también el lado oscuro de esta celebración del imperialismo que iba a servir de modelo para los monarcas y los generales de épocas sucesivas.
Mary Beard
Una historia de Roma a través de la celebración de sus victorias
ePub r1.1
epubdroid 04.10.16
Título original: The Roman Triumph
Mary Beard, 2007
Traducción: Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar
Diseño de cubierta: Redna G., sobre detalle en una copa de plata hallada en Boscoreale, Nápoles (Museo del Louvre, París)
Editor digital: epubdroid
ePub base r1.2
MARY BEARD (Much Wenlock, Reino Unido, 1955). Está considerada hoy en día la más relevante e influyente especialista en los clásicos de la antigüedad, pero también una mujer de armas tomar.
Autora de obras de referencia como El triunfo romano o Pompeya, espléndidas monografías sobre el Partenón o el Coliseo, o una apasionante pesquisa sobre la pionera de los estudios clásicos Jane Harrison, es asimismo una persona con un impacto directo sobre la opinión pública a través de su columna en The Times y su seguidísimo (y a menudo tan divertido) blog en Internet, que ha dado origen ya a dos libros muy populares.
El triunfo obtenido por Pompeyo en el año 61 fue uno de los más memorables —o al menos el más recordado y, para nosotros, el mejor documentado— de toda la historia de Roma. Y es que pese a la indudable importancia de las conmemoraciones en mármol, bronce y oro, era en los textos, más que en cualquier otro sitio, donde quedaba inscrita la ocasión en la memoria romana. En ellos se recordaba y reconsideraba, dando como fruto nuevos significados, gracias a los relatos de los biógrafos de Pompeyo, a la imaginación poética de Lucano, a las en ocasiones monótonas narrativas de los historiadores antiguos, a la enciclopédica curiosidad (y moralizante fervor) de Plinio el Viejo, etcétera. Esas son las crónicas que subyacen al relato del triunfo de Pompeyo que hemos descrito en este capítulo. Con todo, incluso el menos suspicaz de los lectores debe haber sentido ya algunas reservas respecto al grado de verosimilitud que quepa atribuir a algunas de esas descripciones. ¿De verdad figuraban en el desfile tan exorbitantes cantidades de metales preciosos como se nos dice? ¿Había una estatua de Mitrídates de ocho codos de altura (esto es, unos tres metros y medio) y de oro macizo? ¿Realmente tienen algún sentido las cifras de dinero en efectivo que según se afirma se reunía, del número de prisioneros presentes en el desfile, o aun de la cantidad de enemigos derrotados (más de doce millones, según la dedicatoria a Minerva que cita Plinio)? ¿No se habrá colado una buena dosis de exageración, o de meras ilusiones, en estas antiguas crónicas, y por tanto también en nuestra propia comprensión del triunfo? A fin de cuentas, el propio Apiano sintió la suficiente suspicacia como para dar un toque de atención sobre la improbable historia del manto de Alejandro.
Existen obvias razones para mostrarse incrédulo. Para empezar —y a excepción del sarcasmo de Cicerón sobre la inauguración del teatro de Pompeyo—, ninguna de las antiguas crónicas que han llegado hasta nosotros sale de la pluma de un testigo presencial de las ceremonias. Además, las descripciones más completas del triunfo mismo se compusieron al menos un siglo después (y en el caso de Dión, casi tres siglos más tarde). Es casi obligado por tanto que sean el resultado, al menos parcialmente, de años de anécdotas, hipérboles y fabulaciones míticas populares basadas no sólo en tardías recuperaciones narrativas de la imagen y la importancia de Pompeyo, sino también en la experiencia que los mismos autores que nos transmiten los relatos pudieran haber tenido de las ceremonias triunfales de su propia época —proyectadas más tarde con la imaginación a fin de representar lo que pudo haber sucedido en el pasado, hasta recomponer, aunque sólo sea de forma indirecta, el desfile del año 61 a. C.—. Desde luego, han de existir algunas pruebas «primarias» de buena calidad, incluso datos registrados en algún archivo, que puedan respaldar lo afirmado en algunas de estas crónicas. Sin embargo, identificar estas pruebas es más difícil de lo que solemos imaginar.
Podemos estar razonablemente seguros de que en la bibliografía de Plutarco figuraba la crónica (hoy perdida) de las guerras con Mitrídates que escribiera en su día el historiador de cabecera del mismísimo Pompeyo, Teófanes de Mitilene, y que Apiano recurrió a los relatos históricos de Asinio Polio, coetáneo de Pompeyo. Sin embargo, no sabemos si alguno de esos hombres estuvo presente en el triunfo del año 61 o si dichas fuentes incluían en sus libros alguna descripción de la ceremonia. Y aun admitiendo que efectivamente hicieran ambas cosas, no podemos saber con seguridad si los detalles del triunfo que aparecen en Plutarco y en Apiano fueron extraídos directamente de esas obras. Además, surge también la cuestión de los planteamientos intelectuales e ideológicos de los autores antiguos. Plinio, por ejemplo, no se había propuesto ofrecer una descripción histórica del triunfo de Pompeyo. Las distintas referencias que hace a la ceremonia apuntan en todos los casos a objetivos muy diversos, ya sea para ejemplificar las consecuencias del exceso en todos los órdenes, las características que adornaban a unos seres humanos extraordinarios, o la historia y uso del ébano. Esto debió de haber afectado inevitablemente a la selección y la adaptación del material que encontrara a su disposición.
Si rascamos la superficie de las crónicas antiguas que han llegado hasta nosotros, sean del tipo que sean, veremos aflorar toda suerte de dificultades concretas, y en ocasiones encontraremos embarazosas incoherencias entre los distintos autores. Ha sido tranquilizador poder señalar que en la lista de los pueblos conquistados por Pompeyo que presentan tanto Plinio como Plutarco figuren catorce nombres. También nos ha confortado poder comprobar que esta cifra coincide con el número de estatuas de nationes que aparecen en aquel notable grupo escultórico del teatro de Pompeyo. Sin embargo, resulta bastante menos alentador el hecho de que los nombres de los países citados sean significativamente distintos en cada caso, que no se correspondan exactamente con lo que figura en ninguna otra lista que haya llegado hasta nosotros de las conquistas de Pompeyo, fueran catorce o no, y que no contemos con ningún método fiable con el que poder determinar qué pueblos desfilaron oficialmente en el triunfo de Pompeyo.
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