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Introducción
¿Por qué la vida es como es?
Hay un agujero negro en el corazón de la biología. Dicho sin rodeos: no sabemos por qué la vida es como es. Toda la vida compleja sobre la Tierra comparte un antepasado común, una célula que surgió de progenitores bacterianos simples en una única ocasión en cuatro mil millones de años. ¿Se trataba de un extraño accidente, o bien otros «experimentos» en la evolución de la complejidad fracasaron? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que este antepasado común era ya una célula muy compleja. Tenía más o menos la misma sofisticación que una de nuestras células, y transmitió esta gran complejidad no sólo al lector y a mí, sino a todos sus descendientes, desde los árboles a las abejas. Reto al lector a observar una de sus propias células al microscopio y a distinguirla de las células de una seta. Son prácticamente idénticas. Yo no vivo en absoluto como una seta, así pues, ¿por qué son mis células tan similares? No es sólo que se parezcan. Todos los seres vivos complejos comparten un catálogo sorprendente de caracteres o rasgos complicados, desde el sexo al suicidio celular y a la senescencia, ninguno de los cuales se ven de forma comparable en las bacterias. No hay acuerdo acerca de por qué tantos rasgos únicos se acumularon en aquel antepasado único, o por qué ninguno de ellos muestra señal alguna de haber evolucionado de forma independiente en las bacterias. ¿Por qué, si todos estos caracteres surgieron por selección natural, en la que cada paso ofrece alguna pequeña ventaja, no aparecieron caracteres equivalentes en otras ocasiones en varios grupos bacterianos?
Estas preguntas resaltan la peculiar trayectoria evolutiva de la vida sobre la Tierra. La vida surgió aproximadamente quinientos mil millones de años después de la formación de la Tierra, quizá hace unos cuatro mil millones de años, pero después quedó atascada en el nivel bacteriano de complejidad durante más de dos mil millones de años, la mitad de la vida de nuestro planeta. De hecho, las bacterias han permanecido simples en su morfología (pero no en su bioquímica) a lo largo de cuatro mil millones de años. En marcado contraste, todos los organismos morfológicamente complejos (todas las plantas, animales, hongos, algas marinas y «protistas» unicelulares como las amebas) descienden de aquel antepasado singular desde hace mil quinientos a dos mil millones de años. Este antepasado era reconocible como una célula «moderna», con una estructura interna exquisita y un dinamismo molecular sin precedentes, todo ello accionado por complicadas nanomáquinas codificadas por miles de genes nuevos que son desconocidos en gran medida en las bacterias. No existen intermedios evolutivos que hayan sobrevivido, no hay «eslabones perdidos» que nos proporcionen alguna indicación de cómo o por qué surgieron dichos rasgos, sólo un vacío inexplicado entre la simplicidad morfológica de las bacterias y la asombrosa complejidad de todo lo demás. Un agujero negro evolutivo.
Gastamos anualmente miles de millones de dólares en investigación biomédica, intentando descubrir las respuestas a preguntas inimaginablemente complejas acerca de por qué enfermamos. Conocemos en un detalle enorme de qué manera genes y proteínas están mutuamente relacionados, cómo las redes de regulación repercuten unas en otras. Construimos complicados modelos matemáticos y diseñamos simulaciones informáticas para que lleven a cabo nuestras proyecciones. ¡Pero no sabemos cómo evolucionaron las partes! ¿Cómo podemos esperar entender las enfermedades si no tenemos ni idea de por qué las células funcionan de la manera en que lo hacen? No podemos comprender la sociedad si no sabemos nada de su historia; ni tampoco podemos comprender el funcionamiento de la célula si no sabemos cómo evolucionó. Este no es únicamente un asunto de importancia práctica. Se trata de cuestiones humanas de saber por qué estamos aquí. ¿Qué leyes dieron origen al universo, las estrellas, el Sol, la Tierra y a la misma vida? ¿Acaso las mismas leyes engendraron vida en otras partes del universo? ¿Será la vida extraterrestre parecida a nosotros? Estas preguntas metafísicas se hallan en el meollo de lo que nos hace humanos. Unos 350 años después del descubrimiento de las células, seguimos sin saber por qué la vida sobre la Tierra es como es.
Quizá el lector no se haya dado cuenta de que no lo sabemos. No es culpa suya. Los libros de texto y las revistas están llenos de información, pero a menudo no plantean estas preguntas «infantiles». Internet nos abruma con todo tipo de datos indiscriminados, mezclados con proporciones variadas de tonterías. Pero no se trata simplemente de una sobrecarga de información. Pocos biólogos son más que vagamente conscientes del agujero negro que existe en el núcleo de su materia. Casi todos trabajan en otras cuestiones. La gran mayoría estudian organismos grandes, grupos concretos de plantas o animales. Son relativamente pocos los que trabajan en microbios, y todavía menos los que lo hacen acerca de la evolución temprana de las células. También hay una preocupación acerca de los creacionistas y del diseño inteligente: al admitir que no sabemos todas las respuestas se corre el riesgo de abrir la puerta a los negacionistas, que niegan que tengamos un conocimiento significativo de la evolución. Claro que lo tenemos. Sabemos muchísimas cosas. Las hipótesis sobre los orígenes de la vida y la evolución temprana de las células tienen que explicar toda una enciclopedia de hechos, que se ajustan a un corsé de conocimientos, así como predecir relaciones inesperadas que se pueden comprobar empíricamente. Comprendemos muchísimas cosas acerca de la selección natural y de algunos de los procesos más aleatorios que esculpen los genomas. Todos estos hechos son consistentes con la evolución de las células. Pero este mismo corsé de hechos es precisamente lo que plantea el problema. No sabemos por qué la vida tomó el rumbo peculiar que tomó.
Los científicos son gente curiosa, y si este problema fuera tan simple como sugiero, sería bien conocido. Pero lo cierto es que está lejos de ser tan evidente. Las varias respuestas en competencia son esotéricas, y no hacen más que enmascarar la cuestión. Después está el problema de que las pistas proceden de muchas disciplinas dispares, desde la bioquímica, la geología, la filogenia, la ecología, la química y la cosmología. Son pocos los que pueden demostrar experiencia real en todos estos campos. Y ahora nos hallamos en plena revolución genómica. Tenemos miles de secuencias completas de genomas, códigos que se extienden a lo largo de millones o miles de millones de dígitos, que con demasiada frecuencia contienen señales contradictorias procedentes del pasado profundo. Interpretar dichos datos exige conocimientos lógicos, computacionales y estadísticos rigurosos; cualquier conocimiento biológico es una ventaja. Y así las nubes han estado arremolinándose con discusiones. Cada vez que se abre un claro, revela un paisaje cada vez más surreal. Los antiguos consuelos se han evaporado. Ahora nos enfrentamos a un panorama totalmente nuevo, y es, a la vez, real y preocupante. Y desde el punto de vista de un investigador, a la espera de encontrar algún nuevo problema que resolver, ¡es absolutamente apasionante! Todavía quedan por resolver las mayores preguntas en biología. Este libro es mi propio intento de iniciar un camino.