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Sinopsis
A diferencia de las guerras de Vietnam e Irak, la invasión estadounidense de Afganistán en 2001 tuvo un apoyo público casi unánime. Al principio, los objetivos eran sencillos y claros: derrotar a al-Qaeda y evitar que se repitiera el 11 de septiembre. Sin embargo, poco después de que Estados Unidos y sus aliados desalojaran del poder a los talibanes, la misión se desvió del rumbo original y los funcionarios estadounidenses perdieron de vista sus objetivos originales.
El ejército estadounidense se vio envuelto en un conflicto guerrillero imposible de ganar en un país que no entendían. Pero ningún presidente quiso admitir el fracaso, especialmente en una guerra que comenzó como una causa justa, y las administraciones de Bush, Obama y Trump enviaron más y más tropas a Afganistán y dijeron repetidamente que estaban progresando, aunque sabían que no había perspectivas realistas de una victoria absoluta.
Así como los Papeles del Pentágono cambiaron la comprensión del público de Vietnam, Los Papeles de Afganistán contienen revelaciones sorprendentes de personas que jugaron un papel directo en la guerra, desde líderes en la Casa Blanca y el Pentágono hasta soldados y trabajadores humanitarios en el frente. En un lenguaje sencillo, admiten que las estrategias del gobierno de Estados Unidos fueron un desastre, que el proyecto de construcción de la nación fue un fracaso colosal y que las drogas y la corrupción obtuvieron un dominio absoluto sobre sus aliados en el gobierno afgano.
Los papeles de Afganistán es un relato impactante que cambiará para siempre la forma en que se recuerda el conflicto.
Los papeles de Afganistán
Historia secreta de la guerra
Craig Whitlock
Traducción castellana de Àlex Guàrdia y Héctor Piquer
A Jenny y Kyle,
con amor y admiración
Solo una prensa libre y sin ataduras puede denunciar el fraude en el gobierno. Y entre las responsabilidades de una prensa libre destaca la obligación de impedir que cualquier parte del gobierno engañe al pueblo, enviándole a territorios remotos para que caiga víctima de fiebres exóticas, balas y proyectiles extranjeros.
H UGO L . B LACK , juez del Tribunal Supremo,
30 de junio de 1971, causa de New York Times Co.
contra Estados Unidos, también conocida como la causa de los Papeles del Pentágono. El juez se expresó en estos términos en su auto de concurrencia, secundando el veredicto del jurado. En una decisión
de seis votos a favor y tres en contra, el tribunal falló que el gobierno de Estados Unidos no podía impedir
a The New York Times o The Washington Post publicar
la historia secreta del Departamento de Defensa
con la guerra de Vietnam.
Prólogo
Dos semanas después del 11S, mientras Estados Unidos se pertrechaba para la guerra en Afganistán, un periodista le hizo al secretario de Defensa Donald Rumsfeld una pregunta muy directa: ¿los dignatarios estadounidenses iban a mentir a los medios sobre las operaciones militares para confundir al enemigo?
Rumsfeld ocupaba el atril de la sala de prensa del Pentágono. El edificio todavía apestaba a humo y a combustible de avión de cuando el vuelo 77 de American Airlines se había estrellado contra la fachada oeste y se había cobrado 189 vidas. En su respuesta, el secretario de Defensa optó por empezar parafraseando al ex primer ministro británico Winston Churchill: «En la guerra, la verdad es tan preciosa que siempre hay que protegerla con un cortejo de mentiras». Rumsfeld explicó que, antes del Día D, los aliados llevaron a cabo una campaña de desinformación llamada operación Bodyguard (Guardaespaldas) para confundir a los alemanes sobre el momento y el lugar en que iban a invadir Europa occidental en 1944.
Rumsfeld parecía estar justificando la práctica de propagar falsedades durante la guerra. Sin embargo, corrigió el rumbo y recalcó que él nunca haría nada parecido: «La respuesta a su pregunta es que no, no puedo imaginar que eso sucediera. No recuerdo haberle mentido jamás a la prensa. No tengo intención de hacerlo y tengo la impresión de que no habrá motivos para hacerlo. Hay docenas de mecanismos para no verse obligado a mentir. Y yo no miento».
Al preguntársele si cabía esperar lo mismo de los demás integrantes del Departamento de Estado, Rumsfeld calló y esbozó una leve sonrisa.
«¿Me tomas el pelo?», dijo.
Los periodistas acreditados del Pentágono soltaron una carcajada. Era Rumsfeld en todo su esplendor: inteligente y convincente. Una persona que no necesitaba guion, que desarmaba. En Princeton había sido un as de la lucha libre y era un experto en evitar el nocaut.
Doce días más tarde, el 7 de octubre de 2001, las fuerzas armadas empezaron a bombardear Afganistán. Entonces, nadie pensaba que terminaría siendo la guerra más prolongada de la historia estadounidense: más larga que la primera guerra mundial, la segunda guerra mundial y la guerra de Vietnam juntas.
A diferencia de la guerra de Vietnam, o de la que estallaría en Irak en 2003, la decisión de actuar militarmente contra Afganistán tenía un apoyo casi unánime de la población. Conmovidos y furiosos por los tremendos atentados de Al Qaeda, los estadounidenses esperaban que sus líderes defendieran la nación con el mismo tesón del que habían hecho alarde tras el ataque japonés a Pearl Harbor. Tres días después del 11S, el Congreso aprobó la ley que permitía a la administración Bush declarar la guerra a Al Qaeda y a cualquier país que cobijara a la red terrorista.
Por primera vez, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) invocó el artículo 5, el compromiso colectivo de la alianza para defender a uno de sus Estados miembros. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas condenó de forma unánime los «horripilantes ataques terroristas» e hizo un llamamiento a todos los países para impartir justicia. Incluso potencias hostiles expresaron su solidaridad con Estados Unidos. En Irán, miles de personas se congregaron con velas y, por primera vez en veintidós años, los más radicales dejaron de gritar «Que muera Estados Unidos» en las plegarias semanales. Con un apoyo tan sólido, no había necesidad de mentir o manipular para justificar la guerra. Y, aun así, los líderes de la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado empezaron a dar falsas esperanzas y a disimular los reveses en el campo de batalla. A medida que pasaban los meses y los años, el encubrimiento empeoró. Los comandantes militares y los agentes diplomáticos se las veían y deseaban para reconocer los errores y ofrecer análisis agudos y honestos en público.