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La Victima Callada - La imagen va en la primera hoja (ver manual)

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La Victima Callada La imagen va en la primera hoja (ver manual)

La imagen va en la primera hoja (ver manual): resumen, descripción y anotación

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John Sandford La víctima callada Lucas Davenport IV Índice Resumen - photo 1

John Sandford

La víctima callada

Lucas Davenport IV

Índice
Resumen

Bekker ha vuelto. Varios cadáveres que llevan su sello particular -cuerpos sometidos a todo tipo de mutilaciones... Mientras, desde las páginas de algunos periódicos arrecian los delirantes artículos del propio Bekker, empeñado en demostrar a la comunidad científica que es posible llegar a comprender el misterio de la muerte. Pero aquellos no son los únicos asesinatos con los que tiene que vérselas la policía de Manhattan, pues a ellos se les suma otra serie de muertes, perpetradas por un no menos enfermizo Robin Hood decidido a limpiar la ciudad de indeseables...

Capítulo 1

En el caos mental de Bekker destelló un pensamiento.

«El jurado.»

Lo apresó mentalmente como una mano rápida que se apodera de una mosca en pleno vuelo.

Bekker [1] se dejó caer pesadamente en la silla de la mesa de la defensa, el centro del círculo. Los azules ojos de mirada vaga se le pusieron en blanco, pálidos y muy abiertos como los de una muñeca de plástico, mientras recorría el interior de la sala del tribunal, tropezaban con un foco de luz, percibían una toma de corriente eléctrica, resbalaban por los rostros de mirada fija. Le habían hecho un corte de pelo carcelario, muy corto, pero le habían permitido conservar la exuberante barba rubia. Un acto de misericordia: la barba ocultaba la intrincada red de cicatrices rosáceas que le cruzaba el rostro. En medio de la barba se abrían y cerraban sus labios de pimpollo de rosa, como los de una anguila, húmedos y brillantes.

Bekker observó el pensamiento que acababa de apresar: «el jurado». Amas de casa, jubilados, desechos sociales. Sus «pares», los llamaban. Era un concepto ridículo: él era un doctor en medicina. Se erguía en la cúspide de su profesión. Era respetado. Bekker meneó la cabeza.

«¿Comprende...?»

La pal abra cayó de la boca de la juez- cuervo y resonó en su mente.

—¿Lo comprende usted, señor Bekker?

«¿Qué...?»

El abogado idiota de rostro sin relieve tiró de la manga de Bekker.

—Póngase de pie.

«¿Qué...?»

La fiscal se volvió para mirarlo con los ojos llenos de odio. El odio lo tocó, lo alcanzó, y él abrió su mente y lo dejó fluir. «Me gustaría tenerte en mis manos durante cinco minutos; un buen escalpelo afilado te abriría como a una condenada ostra: zip, zip. Como a una condenada almeja.»

La fiscal percibió el pensamiento de Bekker. Era una mujer dura: había puesto entre rejas a seiscientos hombres y mujeres. Sus lastimosas amenazas y estúpidos ruegos ya no le interesaban; pero se acobardó ante Bekker y apartó la mirada de él.

«¿Qué? ¿Ponerme de pie? ¿Ya era el momento?»

Bekker luchó para salir. Era muy trabajoso. Se había abandonado durante el juicio. No sentía interés alguno por el proceso. Se negó a declarar. El resultado ya estaba decidido y él tenía problemas más serios que resolver; como el de sobrevivir en las jaulas de la prisión del condado de Hennepin, sobrevivir sin los medicamentos.

Pero ya había llegado el momento.

La sangre aún le fluía muy lentamente, lamiendo sus arterias como mermelada de fresas. Luchó, y simultáneamente luchó para ocultar su esfuerzo.

«Concéntrate.»

Y comenzó, tan lentamente que le parecía estar caminando a través de una pasta, a regresar a la sala del tribunal. El juicio había durado veintiún días y había dominado los titulares de los periódicos y las emisiones televisivas. Las cámaras le habían acechado día y noche, le habían azotado el rostro con sus luces intolerables, mientras los operadores de cámara caminaban hacia atrás con el fin de no perder su imagen cuando los guardias lo trasladaban, encadenado, entre la prisión y el tribunal.

La sala de justicia estaba forrada con madera contrachapada de color claro, presidida en lo alto por el estrado de la jueza, la tribuna del jurado a la derecha y las mesas de la fiscalía y la defensa delante de la jueza. Detrás de las mesas había una larga barandilla que dividía la sala en dos, y tras ella cuarenta sillas incómodas para el público, atornilladas al suelo. Los asientos estaban ya ocupados una hora antes de que comenzara la sesión, la mitad de ellos destinados a la prensa y la otra mitad adjudicados por orden de llegada. A lo largo de todo el juicio había oído cómo su nombre pasaba de boca en boca entre las filas de los espectadores: «Bekker Bekker Bekker».

El jurado hizo acto de presencia. Ninguno de sus miembros lo miró. Sus «pares» se habían retirado, y después de deliberar durante un intervalo de tiempo decente habían vuelto a salir y le habían declarado culpable de varios asesinatos en primer grado. El veredicto era inevitable. Cuando hubiera sido pronunciado, el cuervo podría encerrarlo.

El negro cerebro de mierda de la celda contigua le había dicho, con su extraño dialecto callejero:

—Van a encerrar tu jodido culo en Oak Park, tío chalado. Vivirás en una jodida jaula del tamaño de una jodida nevera con una cámara de televisión para mirarte cada vez que te muevas. Si vas a cagar, ellos te miran todo el rato y hacen películas. Nadie salió nunca de Oak Park. Esa cárcel es una auténtica hija de puta.

Pero Bekker no iba a ir. El pensamiento volvió a alejarle de la realidad y él se sacudió, luchó por controlarlo.

«Concéntrate...»

Se concentró en los pequeños detalles: los pantalones cortos de gimnasia que le mordían la carne de la cintura. La ma quinilla de afeitar apretada contra la parte posterior de sus cojones. La gorra Sox, obtenida a cambio de unos cigarrillos, metida bajo el cinturón. Los pies que le sudaban en el interior de unas ridículas zapatillas de carrera. Zapatillas de carrera y calcetines blancos con los pantalones de médico a rayas... parecía un estúpido y lo sabía, lo odiaba. Sólo un imbécil llevaría calcetines blancos con ropa a rayas, pero calcetines blancos y zapatillas de carrera... no. La gente se reiría de él.

Podría haberse puesto los zapatos calados de fantasía por última vez —un hombre es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad—, pero se había negado. Los demás no comprendían esas cosas. Pensaban que era otra de sus excentricidades eso de llevar zapatos de plástico con un traje de setecientos dólares. Ellos no sabían nada.

«Concéntrate.»

Ahora todos estaban de pie, el del traje de cuervo mirándolo fijamente, el abogado tirándole de la manga; y allí estaba Raymond Shaltie...

—De pie —dijo secamente Shaltie, inclinado sobre él.

Shaltie era el teniente del sheriff , un contemporizador con exceso de peso con un uniforme gris mal cortado.

—¿Cuánto tiempo? —le preguntó Bekker al abogado levantando la mirada, luchando para conseguir que las palabras salieran de su boca; tenía la lengua espesa.

—Shhh...

La juez estaba hablando y los miraba.

—... por el momento, y si nos deja su número, nos pondremos en contacto con usted en cuanto hayamos tenido noticias del jurado...

El abogado asintió, con la mirada fija ante sí. No quería encontrarse con los ojos de Bekker. Bekker no tenía ninguna posibilidad. En el fondo, el abogado no quería que tuviera una oportunidad. Bekker estaba loco. Bekker necesitaba que le encerraran en la prisión. Que lo encerraran para siempre y varios días más.

—¿Cuánto tiempo? —volvió a preguntar Bekker. La jueza se había retirado a sus dependencias. «También a ella me gustaría tenerla entre las manos.»

—No lo sé. Tienen que tomar en consideración los diferentes cargos —dijo el abogado. Era un abogado de oficio, necesitaba el dinero—. Vendremos a buscarle...

«Una mierda, lo harán.»

—Vámonos —dijo Shaltie. Agarró el codo de Bekker y hundió los dedos en el núcleo nervioso emplazado por encima de su codo; era un viejo truco carcelario para imponer el dominio. Sin saberlo, Shaltie le hizo un favor a Bekker. A causa del repentino dolor punzante, Bekker regresó a la realidad de inmediato, tan rápida y secamente como con una palmada.

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