Antonina Rodrigo García (Granada, 4 de febrero de 1935) es una escritora española feminista, residente en Barcelona desde 1970. Ha destacado por la calidad de sus estudios biográficos. Es especialista en historia de la República, la Guerra Civil y el Exilio, casi siempre vinculada a personajes femeninos, a menudo olvidados, a los que recupera para la historia. Entre sus biografías están la de Mariana de Pineda, Margarita Xirgu, María Lejárraga, Salvador Dalí y Anna Maria Dalí, Federico García Lorca, Josep Trueta, María Antonia Vallejo Fernández «La Caramba» o María Teresa Toral.
Esta andaluza de formación autodidacta, comenzó su andadura literaria colaborando en los diarios Patria e Ideal, donde se encargaba de reportajes puntuales combinando la investigación periodística con la histórica. Años más tarde, comenzó a colaborar con el Diario de Granada y las revistas Triunfo, Historia y vida, Norma, Caracol, Ínsula y Tiempo de Historia.
Como escritora, se inició en 1960 con Retablo de Nochebuena, pero pronto pasó a interesarse por el teatro, el mundo de la farándula y sus protagonistas. De este interés aparecieron sus obras Almagro y su corral de comedias (1970), María Antonia la Caramba: el genio de la tonadilla en el Madrid goyesco (1972) y Margarita Xirgu y su teatro (1974).
Su trabajo divulgativo se caracteriza por la profundidad de la investigación de sus personajes en archivos y bibliotecas. Exiliadas, olvidadas, silenciadas, ilustres, perseguidas, anónimas… Por sus manos y su memoria han pasado decenas de mujeres de diferentes épocas, desde figuras reconocidas, como Mariana Pineda, María Lejárraga, Margarita Xirgu, Dolores Ibárruri, María Teresa León, Federica Montseny o María Zambrano, hasta activistas como Magda Donato o Rosario Sánchez Mora, La Dinamitera, pasando por feministas, científicas e intelectuales exiliadas, como Beatriz Galindo, Amparo Poch, María Teresa Toral o Aurora Arnáiz, una de las primeras catedráticas de la Universidad de México, donde llegó exiliada.
De su experiencia en el exilio y de las inquietudes que despertó en ella la lucha por la supervivencia de los españoles en Francia tras la derrota de la guerra civil nacieron varios de sus libros, entre ellos Mujeres para la historia. La España silenciada del siglo XX (1979) prologado por la escritora catalana Montserrat Roig, una de sus obras más reeditadas o Mujer y exilio 1939, prologado por Manuel Vázquez Montalbán (1999).
A la memoria de mis padres, de mi prima Ana, de mi tía Pilar, de mi cuñada Rosario Díaz-Garzón, de mis amigas Ana María Dalí, Dolors Palau, Montserrat Roigp María Lacrampe. A Eduardo, mi compañero. A mis hermanos, sobrinos y primos. A mis amigas Alicia Alted, Amparo Hurtado, Ángeles González, Ángeles Villegas, Cándida Esteban, Marisol Bengoa, Carlota Mercé Pevloff, Carmen Alcalde, Carmen Caamaño, Carmen Holgueras, Clarina Vicens, Conxa Pérez, Cristina Fenollosa, Joaquina Dorado, Josefina Cedilllo, Josefina Cusí, Juanita Nadal, Julia Valderrama y Kalinka Pradal, Manuela Albardiaz, María Sancho Menjón, María Angustias Barranco, María Dolores Pons Santano, María Estrada, Marie Laffranque, Marie Noélle Morange, Ángeles de Molina Fajardo, Neus Samblancat, Palmara López Mora, Paloma Castañeda, Patro Zafón, Pepa Sánchez Azuaga, Petri Jiménez, Pilar Blanco, Pilar Daniel, Pilar Ordoñez, Rosa Yagüe, Sara Berenguer, Tere Sanz, Tica F. Montesinos.
LA RECUPERACIÓN DE LA PALABRA
Sufrir en la ignorancia es horrible.
HENRY MILLER, Plexus.
Hay varias imágenes de Antonina Rodrigo en mi mente. La veo vestida con una capa negra intentando hablar de la amistad entre Andalucía y Cataluña en una cena del Consell Nacional Català. Erguirse, voluntariosa y obstinada, frente a tantos relojes parados en el exilio. Proclamar casi en vano que los pueblos, para amarse, tienen antes que entenderse. La veo con su enfado y con su rabia, los labios apenas prietos, casi gritando al viento la injusticia a que se le sometía. Antonina Rodrigo se había preparado un corto pero emotivo papel sobre la libertad que se merecían todos los pueblos del Estado español. Y lo hacía en su lengua, la castellana, que en sus labios nunca es opresora. Y lo hacía citando a su amado García Lorca. Pero se le negaba la palabra por ser mujer, por no ser entonces «importante», y porque, supongo, no tenía ni una gota de sangre catalana. Por suerte se deshizo a tiempo el entuerto y el racismo de unos cuantos quedó justamente ridiculizado. Pero Antonina no se había callado. Y es que Antonina no se calla nunca.
Otra de las imágenes que me vienen ahora, imprecisa y difusa, es un día en mi casa cuando no pudo reprimir el llanto al escuchar las historias de dos exdeportados catalanes en los campos nazis. Antonina lloró, y lo hizo sin afectación y sin cursilería. Lloró porque tiene los sentimientos claros. Sus lágrimas no eran de serial ni de blandez, sus lágrimas eran, en aquel momento, el signo externo de su solidaridad. Veo siempre a Antonina andando por la calle como si fuera sin rumbo fijo. Paseando, haciendo lo que los franceses llaman flaner. Antonina te coge del brazo y anda calmosamente, dejando morir las palabras con su acento granadino, como si todavía estuviera en Granada y sus ideas surgieran tan diáfanas como el agua que nunca deja de sonar en el Generalife. A veces Antonina me parece de otra época. Y me pregunto: ¿qué hace Antonina en una ciudad como Barcelona, ciudad caníbal que se devora a sí misma a la par que a sus ciudadanos como Saturno lo hizo con sus hijos? ¿Qué hace Antonina entre esta gente que vive en casas llenas de polvo, oscuras, impregnadas del impenitente olor a coliflor de sus patios interiores? ¿Qué hace Antonina entre tanto ruido, ajetreo, explosiones de tubos de escape, prisas, rumores crispados, entre tanta excitación colectiva, entre tanto miedo a la soledad? Antonina no está hecha para esta ciudad, ella que vino de la calma del silencio, de un universo de flores y de agua. Antonina está hecha para ser una señorita-de-buena-familia-con-cierta-cultura. Antonina nació para llevar guantes de seda y mantillas de encaje. Para ir vestida de blanco. Para sumergirse en el silencio secular de los que nunca han batallado por el pan. Para deslizar con leve fatiga sus dedos en las teclas del piano y hacer sonar una sonata de Chopin. Antonina no nació para la lucha sino para el orden. No nació para el grito sino para el silencio. No nació para el combate sino para la calma. Antonina tendría que vivir entre plantas de tierra húmeda, entre jarrones llenos de claveles, con sus tapetes y sus cortinas de encaje. Antonina nació para leer a los románticos cuando el día muere. Para tomar el té en tazas decoradas de la Cartuja de Sevilla mientras asiente levemente los inmóviles discursos de los mayores. Antonina, una mujer bella, morena y ojos tan azules como el cielo que ilumina las Alpujarras, escogió un buen día el grito, el desorden, la lucha. Dejó el susurro del agua que nunca cesa de pasar, la pulcritud de los patios granadinos, abandonó un universo ordenado y en paz para convertirse en cómplice de la rebeldía, de la infatigable y apasionante lucha por descubrir la verdad, por descubrir alguna verdad. Y esta «complicidad» —que es en ella también amor, puesto que vive con otro gran desenmascarador de mentiras, su entrañable compañero Eduard Pons Prades—, se va convirtiendo poco a poco en palabra. La palabra de los demás. Antonina, pues, ha sabido combinar su propio pasado, hecho de luz y de murmullos, con la ansiedad por recuperar la palabra ajena. Contra el olvido está la palabra. Contra la muerte total está el relato de otras vidas. Antonina sabe que con la palabra, con el conocimiento de lo que se va morimos un poco menos. Nuestras vidas ya no parecen tan efímeras. Con la recuperación de la palabra de los demás nuestra vida es menos muerte.