María Sánchez - Tierra de mujeres
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- Libro:Tierra de mujeres
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2019
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Tierra de mujeres: resumen, descripción y anotación
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Tierra de mujeres — leer online gratis el libro completo
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Cuando fui niña,
amé un nombre corroído
por el liquen.
SYLVIA PLATH
Mientras moría, la madre de la escritora Terry Tempest Williams la agarró de las manos y le dijo que le dejaba todos sus cuadernos. La condición: tenía que prometerle que no los abriría hasta que ella se hubiera ido. Lo cuenta en su libro When Women Were Birds. Ella no sabía que su madre escribía ni que guardara todas aquellas palabras en papel. La sorpresa la inundó en medio del dolor. De repente, se había revelado algo que permanecía a la sombra, que le era desconocido y extraño. La posibilidad de que su madre también escribiera con voz propia, fuera de ella, aparte, existiendo por sí misma, por sí sola. Pero llega la muerte de la madre y Terry tiene con ella sus tres cajas de cuadernos. Decide abrirlos, leerlos, cuidarlos y la sorpresa es todavía mayor cuando descubre que los cuadernos están totalmente vacíos. No hay ninguna palabra, ningún trazo, ninguna mancha. No hay nada.
Esta ausencia es la que lleva a Terry a escribir su libro. A rebuscar entre las raíces de las mujeres de su familia. A preguntarse una y otra vez qué significa tener una voz. Para ella, abrir uno detrás de otro todos los cuadernos heredados y descubrir que estaban vacíos fue como enterrar por segunda vez a su madre. Una segunda muerte, un duelo repetido y abierto que se extendía por las hojas en blanco. ¿Puede doler un color? La ausencia, el vacío, la soledad, la intemperie, la nieve, el llanto. Todo concentrado en un blanco insolente.
My mother’s journals are paper tombstones.
Y de la nada comienzan las preguntas, los pasos inversos, las búsquedas. El camino de vuelta a la madre que ya no está. Terry se pregunta por la vida anterior de su madre y se da cuenta de que no sabe nada. Sólo aparece una narrativa que se repite una y otra vez en todas las mujeres de su familia. Las historias comienzan a existir cuando ellas se convierten en madres. Es sólo cuando aparecen sus hijos que se hacen visibles. Nunca por sí solas, siempre con ellos, detrás de y junto a. No existen por sí mismas, no tienen importancia, como si no fuera necesario hablar o hacer antes de convertirse en madres. Como si la vida y la voz se les brindara una vez que tienen hijos. Cuadernos de papel vacíos, en blanco, para que los hijos escriban y tengan su vida y su voz propias mientras, poco a poco, el liquen comienza sobre las superficies a hacer su trabajo. A borrar de una vez lo que no se contó ni se llegó a escribir.
El liquen no ha hecho aún su trabajo porque todavía no he olvidado sus nombres. Los tengo escritos, guardados siempre cerca de mí. Pero que aún sepa nombrarlas no significa que estén inmunes a la corrosión y al olvido. Dos de las tres mujeres siguen aquí pero no he sido realmente consciente de ellas hasta hace muy poco. De nuevo, la necesidad de la genealogía, de aprender a mirar, de descansar en esa umbría que creemos invisible y sola. No quiero que pase con ellas como con el resto de las mujeres de mi familia. Muchas no sé cómo se llaman, dónde nacieron, a qué se dedicaron, cómo eran. Mientras, las ramas del árbol de los hombres de la casa están mejor trazadas, más definidas, menos susceptibles al musgo que humedece y termina haciendo desaparecer. He de reconocer que esto es un ejercicio conmigo misma. Un camino inverso hacia las raíces. Tres mujeres que pisaron antes y allanaron el sendero que hoy estoy andando yo.
Uso mucho el término la primera hija para hablar de mí, de mi situación como tercera generación de veterinarios siendo yo la primera mujer de la familia que se dedica a la profesión. Pero es cierto que fui la primera hija, la primera nieta, la primera sobrina. Y hasta hace poco no me he dado cuenta de que hablando en primera persona, siempre de mí y de mis circunstancias, dejaba atrás a todas las demás mujeres de mi familia. Hace poco, una amiga me contó algo que le había pasado con una de sus hijas. Estaba leyéndole una historia a la más pequeña para atraer al sueño, cuando la niña empezó a preguntarle sin parar sobre su madre. Luego, sobre la madre de su madre, buscando a las madres de las madres, sin parar. De repente, la hija calla, como si tomara impulso en la respiración, y pregunta: «Mamá, ¿y la primera madre? ¿Quién es la primera madre de todas?».
Me obsesionan las historias acerca de los vínculos. Desde pequeña, no puedo evitar acercarme a las relaciones entre los animales y sus pastores, entre éstos y los perros carea que guardan el rebaño, entre los árboles y la tierra donde crecen, entre los pájaros y la elección del lugar para construir el nido y criar. Lo mismo me ocurre con las semillas y sus múltiples mecanismos de defensa y supervivencia.
Le damos mucha importancia a la lengua. Pienso en la primera palabra, en la que aprendimos y que salió de la boca primeriza, temblando, con nuestra propia voz, como esas madres mamíferas que caminan nerviosas, entre el instinto y la duda, haciendo círculos y mirando a todos lados, antes de acostarse y echarse en la tierra, antes de que venga el olor dulzón a placenta y a calostro, antes de que giren la cabeza y reconozcan por el olor a esa primera cría que no deja de buscarla, dando tropezones, sin todavía tener el tiempo suficiente para abrir la boca y acogerse en el lenguaje. La palabra mamá.
Pero no sólo la voz o el lenguaje nos ayudan a levantarnos y a continuar. Quizá hay que irse a un aspecto más terrenal, más corpóreo, más instintivo. Que tiene que ver con de dónde venimos, de dónde nacemos. Porque no es fácil encontrar una narración, un cuento o una historia, una mitología incluso, donde los protagonistas y los dioses nazcan del excremento, del fluido como la sangre o los líquidos maternales que se forman en la placenta. De lo que erróneamente consideramos sucio. Esta imagen que no nombramos, que no contamos, que pertenece a un tiempo borroso que no encaja en nuestros recuerdos de niñez y primeras palabras, está ligada irremediablemente a la mujer. La primera palabra siempre aparece limpia, decidida, con fuerza, pero nunca «manchada» de amnios ni cuerpo. Aparece sin más, sin genealogía ni manchas, sin sangre, sin leche.
Pienso mucho en la primera mano que sostuvo la mía. En esa geografía mamífera y caliente, invisible, de cuidados y apego, que siempre ha estado ahí pero que ha pasado en silencio, llevando demasiadas cosas a cuestas, tendiéndose hacia los demás, sin mirar por ella misma. Esa mano que me ayudó a crecer sin miedo a caerse ni mancharse, a pesar del tiempo que he pasado sin verla ni reconocerla.
Alrededor de los vínculos hay una imagen común en mi infancia y que sucede en mi trabajo muchas veces, sin más. Es el rechazo de una madre a una cría que sabe que no es suya. La aparta, le da cabezazos, la ignora. Le da igual que no coma, ella no va a dejar que se acerque a sus ubres. Hace como si esa pequeña cría no existiera y no importara. No hay adopción ni lástima por la huérfana. La madre no reconoce el olor que surge en la conmoción del parto cuando la cría aparece y se forma el lazo entre la madre y ella. Ese nuevo habitante del rebaño no es reconocido, no puede formar parte. No hay opción para el lenguaje. Todo reconocimiento o pertenencia se reduce al olor, al instinto. Puede que también a la intuición. Es algo que no podemos saber con certeza. Por eso los pastores despellejan a los corderos que mueren nada más nacer. Y atan la piel del que no está a los huérfanos. Como si fuera un manto, un envoltorio, una oportunidad más de la vida. La supervivencia del huérfano depende del nuevo olor que lo abraza ahora. Si la madre lo reconoce como algo suyo, acepta y cría al pequeño como si fuera su hijo de verdad. Así es como el vínculo nace y persiste.
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