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Andrés Sopeña Monsalve - El florido pensil: memoria de la escuela nacionalcatólica

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Andrés Sopeña Monsalve El florido pensil: memoria de la escuela nacionalcatólica
  • Libro:
    El florido pensil: memoria de la escuela nacionalcatólica
  • Autor:
  • Editor:
    Crítica
  • Genre:
  • Año:
    1994
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El florido pensil: memoria de la escuela nacionalcatólica: resumen, descripción y anotación

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Un reflejo, en clave de humor, de la educación de varias generaciones de españoles en la posguerra.En esta novela, que vio la luz en la gran pantalla en 2002, Andrés Sopeña evoca, desde el presente, sus recuerdos de infancia, con especial énfasis en el sistema educativo nacional-católico. La escuela cotidiana, las radionovelas, los tebeos de Roberto Alcázar, el cine de los jueves con Franco inaugurando pantanos yYon Güeinpersiguiendo y matando indios, eran parte de esa Españade glorias florido pensil, tal y como se cantaba en el himno nacional de aquellos años. (edición corregida)

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EL FLORIDO PENSIL


Memoria de la escuela nacionalcatólica
Andrés Sopeña Monsalve


CRÍTICA


1a edición: septiembre de 1994

2a edición: abril de 1995

Diseño de la cubierta: SDD, Serveis de Disseny, S.A.

© 1994: Andrés Sopeña Monsalve, Granada

© 1994 de la presente edición: Editorial Crítica, Barcelona

Editor digital: SnrB

Nota del editor digital: en la presente edición no se han incluido las fotos e ilustraciones que acompañaban la edición original. [SnrB]


A la memoria de doña Paquita Vera Casares, maestra


Refrán: A quien no ama a sus parientes deben romperle los dientes.


Consecuencias educativas: Nuestro refrán resume la más importante: El amor a la familia. Quelos niños quieran a sus padres y los respeten.


Cesáreo Herrero Salgado

Cuentos, leyendas y narraciones, p. 97


¿Agradecimientos?


Personas que se dicen amigas, y a las que ciertamente yo tenía por tales, me han inducido a cometer este libro. Bien sabe Dios que yo no quería y cómo me he resistido. La agrafía es el estado natural del hombre que, por nacer, nace analfabeto y soltero; y nadie tiene la culpa de lo que pienses, para que encima vayas por ahí poniéndolo por escrito sin que te hayan preguntado. Pero no; cuando uno se gasta amistades así, pídele a Dios que el tajo sea bajo.

Baldo Oliver, por ejemplo, que pasa por individuo honesto; o Pilar González Frías, tan madrileña, tan educada; el mismo Pedro Resina, cuyos vecinos coinciden en ver en él esposo amante y padre ejemplar; Francisco Balaguer y Juan Fernando López Aguilar, catedráticos tras brillante oposición... Todos, quién hubiera imaginado esa recóndita dimensión de sus espíritus, animando, leyendo, opinando, buscando material, refiriendo anécdotas. ¿Y de Marcelo Huertas?, ¿qué se puede decir de alguien que conserva como oro en paño los libros escolares de su infancia, y que va el tío y que los presta? Y hay más nombres para el oprobio: Alfonso, Luis, Mercedes, Marisa, María Luisa, Conchita, Alberto... y todavía éstos tienen un pase. A fin de cuentas, gente ingenua, pero maja.

Lo que ya no tiene perdón de Dios es lo de Amina y Miguel, compadres queridos; lo de Juan Vellido, o lo de Isabel Pareja, quienes me padecieron como jefe o similar; lo de Mercedes Arancibia, que no me ha visto nunca, para quien sólo soy una voz que clama en el teléfono... No me gusta hablar mal de nadie, pero hay rumores de que son periodistas. Y bien saben ellos que al que da la cara se la parten.

Mención aparte merece el caso Gregorio Cámara. Este individuo es autor de una espléndida obra de la que este libro es profundamente deudor. Pues bien, no sólo no me ha llevado ante los tribunales, sino que ha accedido —y dice que encantado— a prologarlo. Quince años de amistad tirados por la borda de la manera más tonta.

De mi entorno familiar mejor no decir nada, tengamos la fiesta en paz. Pero sabiendo lo que me traía entre manos, nadie ha hecho nada por evitarlo. Y el peor de todos, mi hijo. El puñetero niño ha resuelto todas y cada una de las catástrofes informáticas que me han sobrevenido o que, astutamente, yo había provocado.

El caso, en fin, es que no me queda más remedio que agradecer a todos —y encima, muy sinceramente— la colaboración prestada. Pero, ojo, advierto, me conocen: esto no puede quedar así, de ningún modo; que la vida da muchas vueltas y algo tenemos de arrieros...


Andrés Sopeña Monsalve


Prólogo


Nuestra amistad, y me gustaría pensar que también una cierta afinidad intelectual y biográfica, es lo que seguramente ha podido llevar a Andrés Sopeña a proponerme la autoría de este prólogo, sin duda enteramente prescindible en un libro tan delicioso. Emocionado porque el amigo escribe y publica la obra esperada, me entrego con singular placer a glosar este fruto maduro de la inquietud de un gran intelectual que tercamente se ha venido resistiendo hasta ahora a poner por escrito siquiera fuese alguna parte de ese torrente de ideas frescas y profundas que minuto a minuto derrama a su alrededor.

Andrés se empeñó en pertenecer a esa generación que en los sesenta se apuntó a cambiar el mundo y que en nuestro país se concentró en plantarle cara al franquismo, gran metáfora de excepción de todo lo que los jóvenes de entonces combatíamos. Pero, curiosamente, nuestro autor no ha llegado a mitificar nada, ni se deja vencer por la melancolía de aquellos aires, aunque sepa disfrutarlos cuando la ocasión lo requiere. Y tampoco ha cambiado nada en su estilo de vida de lo que no debe ser cambiado. Ser coherente y consecuente no le cuesta ningún esfuerzo. Es más, sabe atisbar como pocos la abrumadora continuidad que existe entre estos y aquellos tiempos, sabe quitar el barniz a lo que es simple apariencia de cambio y dejar al desnudo los estragos de la inercia histórica y sus añadidos, a veces vergonzantes... Empeñóse también en ser profesor universitario, y no sería necesario decir de qué, pues las barreras disciplinares le traen al fresco. En los setenta fue entre nosotros ejemplar compañero penene y, desde el penenazgo, implacable pero tierno retratista de las contradicciones e impotencias de aquella universidad nuestra y de sus gentes, a las que el cambio social y político sorprendía con el paso cambiado; de ello nos queda la memoria afortunada de ese entrañable y perplejo personaje, Gaudeamus, al que dio vida junto con el magistral dibujo de nuestro común amigo Juan Fernando López Aguilar.

El lector no necesitará muchas líneas para descubrir que tiene la rara habilidad de desvelar esos sutiles hilos conductores que dotan de unidad de sentido a las más diversas historias. Igual le pasa con las disciplinas. En una misma sesión de agradable charla puede muy bien irse con facilidad de la literatura y el arte a la música, del mundo de la sociología y de la política al campo de la comunicación, y aun saltar desde los más nucleares fundamentos teóricos del Derecho a algunas de sus ramas (y eso porque otras le son deliberadamente ajenas). En él es constitutivo gozar de la conversación y vivir literalmente en perfecta comunión con una vasta y variopinta bibliovídeocómicteca y algunas otras indescriptibles curiosidades que, por otra parte, hacen las delicias de quienes frecuentamos su amistad. Una de sus grandes pasiones es el cómic, del que con inusual lucidez gusta usar, como reconocido especialista, para poner al desnudo las reales claves ideológicas de nuestra sociedad.

Pero, sobre todo, Andrés es, sin pretender nada, de puro natural, amigo de sus amigos, elegante y cordial en el trato, conversador chispeante e ingenioso, cuyo gran sentido del humor consigue convertir una clase de la asignatura que profesa en la más amena de las disertaciones. En sus conferencias sobre los más variados temas, todos ellos relacionados por activa o por pasiva con el complejo mundo de la comunicación, ostenta el récord de que nunca nadie necesitó ser pagado para asistir a ellas, ni se durmió, ni tan siquiera bostezó. El disfrute de la inteligencia y la sonrisa están siempre en ellas garantizadas.

Sé que a él le costará algún tiempo perdonarme por haberle hecho esto... ¡Mira tú que decir estas cosas de un amigo! ¡Y en un prólogo! Mi única disculpa es alegar que este apretado esbozo de semblanza era, más que inevitable, necesario. Inevitable, porque a él he sido conducido por línea natural cuando me he puesto ante la hoja en blanco. Necesario, porque sólo una personalidad tan singular como la suya podría alumbrar un libro como el que el lector tiene en sus manos.

Con él, Andrés busca en el fondo de su memoria y cumple decididamente, con humor, un rito liberador que es exigencia de su vida y de la de muchos de nosotros. Porque El florido pensil es la narración vital y quintaesenciada de lo que fue la (des)educación de varias generaciones de españoles de la posguerra en clave nacionalcatólica, un espejo fiel del fascismo postizo del régimen y de la básica estulticia de los constructores y divulgadores de su ideología. Pero de una posguerra, ojo, que ha de ser generosamente entendida: pongamos... hasta bien entrado el decenio de los sesenta, y aún nos quedaremos cortos. Conocido es que el franquismo, en todos sus aspectos, siguió a piñón fijo las leyes naturales de la vida y sólo con el envejecimiento de su fundador comenzó la lenta decadencia y el definitivo ocaso, no ya sólo real, sino también oficial, de sus encarnaduras políticas e ideológicas.

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