Rafael Abella
La vida cotidiana
bajo el régimen de Franco
Colección: Historia
© Rafael Abella Bermejo, 1984
© Ediciones Temas de Hoy, S.A. (T.H.), 1996
Paseo de la Castellana, 95. 28046 Madrid
Diseño de colección: Rudesindo de la Fuente
Fotografías de cubierta: Agencia EFE
Primera edición: mayo de 1996
ISBN: 84-7880-644-X
Depósito legal: M-12.582-1996
Compuesto en EFCA, S.A.
Impreso en Talleres Gráficos Peñalara, S.A.
Printed in Spain - Impreso en España
Indice
Capítulo I. Una patria, un Estado, un Caudillo
Capítulo II. La España que perdió la guerra
Capítulo III. La España católica, vertical y autárquica
Capítulo IV. Las plagas de una posguerra
Capítulo V. Panorama de un país con la guerra al fondo
Capítulo VI. La moral pública: las modas
Capítulo VII. La moral privada: el estraperlo
Capítulo VIII. Sociología de un largo estancamiento
Capítulo IX. Las evasiones cotidianas
Capítulo X. Ideas, creencias, supersticiones y esperanzas
Capítulo XI. La crisis de 1956
Capítulo XII. El mundo laboral: de la productividad a la estabilización
Capítulo XIII. Hombres, mujeres, noviazgo, matrimonio
Capítulo XIV. La España de los cambios: la Iglesia
Capítulo XV. La España de los cambios: el turismo
Capítulo XVI. Veinticinco años de paz
Capítulo XVII. España, sociedad de consumo
Capítulo XVIII. Franco y el franquismo
Capítulo XIX. En el umbral del cambio
Capítulo XX. El fin de una era
Para Pablo, Clara, Carlos, y María, hijos de mis hijos
Introducción
Escribir sobre la vida cotidiana en la España regida por Franco reviste las dificultades derivadas de acercarse a un hecho histórico que se inicia en la lejanía y finaliza en la proximidad del ayer. El hecho viene dado por la insólita extensión que tuvo la personalidad de Franco, en su proyección sobre la vida española, a través de dos períodos bien diferenciados: el primero, que abarca de 1939 a 1957, es el de la posguerra, que deja la sombría huella de un descenso en unos niveles vitales, hechos de carencias y privaciones; y el segundo, de 1957 hasta la desaparición del general en 1975, en el que la reactivación y el desarrollo económico habrían de elevarnos al rango de décima potencia industrial. Entre los dos, los cambios en la vida cotidiana de los españoles fueron abismales, creándose, finalmente, una infraestructura social que hizo factible la transición política a la democracia.
El autor —testigo de esta dilatada etapa histórica— ha buscado el distanciamiento necesario para que la evocación de los treinta y seis años de franquismo fuera tan fidedigna para los que alcanzaron a vivir la totalidad del período como para los que, por privilegio de la edad, sólo conocieron las postrimerías. En cuanto a la metodología, hemos preferido seguir el hilván del acontecer de los hechos, dada su influencia sobre las oscilaciones de nuestra vida colectiva, que ceñirnos a una sucesión monográfica de los diversos aspectos de la cotidianeidad, desconectados de la realidad aportada por el fluir de los acontecimientos. El método adoptado mantiene el hilo conductor del vaivén histórico sin desdeñar el detenernos, dedicando unos capítulos monográficos, en aquellos fenómenos que marcaron más decisivamente la pauta de nuestra existencia nacional.
Las fuentes utilizadas han sido el testimonio, el recuerdo, el periódico y el libro. A la hora de historiar un período, los hechos consuetudinarios son realidades indesmentibles que no pueden ser objeto de sustracción ni de deliberado olvido. Ellos constituyen el entramado de nuestro vivir, que discurre con sus penalidades y sus gozos, que de todo hubo en los casi ocho lustros de peripecia histórica vividos en la que, por unipersonal del mandato, se llamó «la España de Franco».
Barcelona, junio de 1995
Capítulo I
Una patria, un Estado, un Caudillo
El día 1 de abril de 1939 por los micrófonos de la Radio Nacional de Burgos —capital de la hasta entonces España nacional— se emitió el parte que daba cuenta del final de la guerra:
En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
Firmado: el Generalísimo Franco.
En la cruenta lucha que durante tres años habían sostenido las dos Españas, a una de ellas, la vencida, se le había helado el corazón. Toda España era ya zona nacional. Ante ella se ofrecía una nueva vida colectiva que no podía fundirse en una idea común, porque España había quedado dividida en afectos y desafectos, en vencedores y vencidos. La paz era ansia compartida, pero ella sola no bastaba a restañar heridas ni a aunar sentimientos. Los cañones se habían callado, pero su silencio no era por sí solo la paz. Y para recordarlo, el día 2 de abril, a la hora en que habitualmente y durante tres años, desde la zona nacional, se emitía el parte que daba cuenta de la marcha de las operaciones militares, Radio Nacional lanzó al aire un toque de atención que a lo largo de las sombrías noches de aquel año de 1939, al que se llamó Año de la Victoria, resonaría con aires marciales:
Españoles, alerta: la paz no es un reposo cómodo y cobarde ante la Historia. La sangre de los que cayeron por la patria no consiente el olvido, la esterilidad ni la traición.
Españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior.
La desaparición de los frentes de guerra, el hundimiento de la zona republicana, la unificación de todo el territorio nacional, desencadenaron un gigantesco trasiego, un enorme movimiento colectivo que hizo que millares de españoles se pusieran en marcha hacia las zonas conquistadas en el momento del desplome republicano, al reencuentro con aquellos allegados a los que un azar geográfico había separado. Refugiados, desplazados, huidos, invadían trenes y autocares empujados por el incontenible anhelo del abrazo largo tiempo reprimido. En aquel momento un grupo humano daba la más exacta dimensión de la tragedia vivida: eran los niños evacuados durante la guerra a zonas alejadas de su hogar, al extranjero. Eran niños que regresaban a sus casas, muchos de ellos sin encontrar casa ni familia que los reclamase. Otros buscaban su identidad. Una carta publicada en La Vanguardia de Barcelona el 28 de mayo reflejaba lo estremecedor de una situación. La carta estaba dirigida al alcalde de Barcelona y, en su patética ingenuidad, una niña se expresaba así:
Soy una niña refugiada en Barcelona. Me llamo Manuela Giménez Rodríguez, tengo nueve o diez años. Vivía con mis padres y hermanos en la calle Lagasca, no recuerdo el número. Tenía otra hermana aquí en Barcelona recogida en una casa particular, pero no sé la dirección. Estoy hospitalizada en el sanatorio Vista Rica, carretera de la Rabassada, tel. 83 532. Tengo una pierna mala, pero enyesada. Con muletas puedo andar muy bien. Espero de su corazón y por su encargo, hará el favor de que sepa algo de mis padres. Se lo agradecerá mucho Manuela Giménez. Mis padres se llaman José y Rafaela.
Por Irún entraban chicos y chicas llevados a Francia, a Bélgica, a Holanda, evacuados durante la guerra y que volvían extraños, marcados por una experiencia que los había separado de sus padres, de su patria.
Las tropas vencedoras desfilaban al paso alegre de la paz y en su desfile se cruzaban con las caravanas de vencidos que en grandes masas eran llevados a campos de concentración, conscientes de que el fin de las hostilidades no había traído el abrazo de la reconciliación y de que su destino sería cargar con el duro peso de la derrota. Decididamente, las posibilidades de que la paz fuera alegre no eran las mismas para unos que para otros.
Lo urgente en aquellos momentos era calmar el hambre de los ocho millones de españoles que en la zona gubernamental habían llegado a los más patéticos extremos de desnutrición. El hambre se atendía desde los camiones de Auxilio Social, desde los comedores improvisados por la entidad de socorro que proporcionaba el pan a una población famélica, a unas criaturas raquíticas que llevaban el hambre grabada en la mirada.