Oswald Spengler (Blankenburg, 1880 – Múnich, 1936) se doctoró, en 1904, en la Universidad de Halle con una tesis sobre Heráclito. Ejerció como profesor de secundaria hasta que la pequeña herencia que le dejó su madre le permitió trasladarse a Múnich y dedicarse a la investigación. Exento del servicio militar por problemas de salud, Spengler no participó directamente en la Primera Guerra Mundial, pero la contienda influyó decisivamente en sus reflexiones sobre la política y la historia. El primer volumen de La decadencia de Occidente, la obra que catapultó al autor a la fama, apareció en 1918 y el segundo volumen, en 1922.
PROEMIO
En los últimos años se oye por dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada y concluida. Filisteos de todas las lenguas y todas las observancias se inclinan ficticiamente compungidos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido. La guerra mundial, que no ha sido tan mundial como se dice, parece ser el síntoma y, al par, la causa de la defunción.
La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede destruir la cultura. Lo más a que puede aspirar el bélico suceso es a suprimir las personas que la crean o transmiten, pero la cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sospecha de qué otro modo pueda sucumbir una cultura que no sea por propia detención, dejando de producir nuevos pensamientos y nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural.
Y, en efecto, lejos de existir este, acontece que, al menos, la ciencia experimenta en nuestros días un incomparable crecimiento de vitalidad. Desde 1900, coincidiendo peregrinamente con la fecha inicial del nuevo siglo, comienzan a elevarse sobre el horizonte intelectual pensamientos de nueva trayectoria. Esporádicamente, sin percibir su radical parentesco, aparecen en unas y otras ciencias teóricas que se caracterizan por disentir de las dominantes en el siglo XIX y lograr su superación. Nadie hasta ahora se había fijado en que todas esas ideas que se hallan en su hora de oriente, a pesar de referirse a los asuntos más disparejos, poseen una fisonomía común, una rara y sugestiva unidad de estilo.
Desde hace tiempo sostengo en mis escritos que existe ya un organismo de ideas peculiares a este siglo XX que ahora pasa por nosotros. La ideología del siglo XIX , vista desde ese organismo, parece una pobre cosa tosca, maniática, imprecisa, inteligente y sin remedio periclitada.
Esto, que era en mis escritos poco más que una privada afirmación, podrá recibir ahora una prueba brillante con la Biblioteca de Ideas del siglo XX .
En ella reúno las obras más características del tiempo nuevo, donde principian su vida pensamientos antes no pensados. Desde la matemática a la estética y la historia, procurará esta colección mostrar el nuevo espíritu labrando su miel futura sobre toda la flora intelectual. Claro es que tratándose de una ideología en plena mocedad, no podrá pedirse que existan ya tratados clásicos donde aparezca con una perfección sistemática. Es más; algunos de estos libros contienen, junto a las ideas de nuevo perfil, residuos de la antigua manera, y como las naves al ganar la ribera, mientras hincan ya la proa en la arena, aún se hunde su timón en la marina.
*
El libro de Oswald Spengler L A DECADENCIA DE O CCIDENTE es, sin disputa, la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años. El primer tomo se publicó en julio de 1918: en abril de 1922 se habían vendido en Alemania 53.000 ejemplares, y en la misma fecha se imprimían 50.000 del segundo tomo. No hay duda de que influyeron en tal fortuna la ocasión y el título. Alemania derrotada sentía una transitoria depresión que el título del libro venía a acariciar, dándole una especie de consagración ideológica.
Sin embargo, conforme el tiempo avanzaba se ha ido viendo que la obra de Spengler no necesitaba apoyarse en la anecdótica coincidencia con un estado fugaz de la opinión pública alemana. Es un libro que nace de profundas necesidades intelectuales y formula pensamientos que latían en el seno de nuestra época. Hasta tal punto es así, que una de las graves faltas del estilo de Spengler es presentar como exclusivas y propias suyas ideas que, con más o menos mesura, habían sido expresadas antes por otros. Puede decirse que casi todos los temas fundamentales de Spengler le son ajenos, sin bien es preciso reconocer que ha adquirido sobre ellos el derecho de cuño. Spengler es un poderoso acuñador de ideas, y quienquiera penetre en las tupidas páginas de este libro se sentirá sacudido una y otra vez por el eléctrico dramatismo de que las ideas se cargan cuando son fuertemente pensadas.
¿Qué es la obra de Spengler? Ante todo, una filosofía de la historia. Los que siguen la publicación de esta biblioteca habrán podido advertir que la física de Einstein y la biología de Uexküll coinciden, por lo pronto, en un rasgo que ahora reaparece en Spengler y más tarde veremos en la nueva estética, en la ética, en la pura matemática. Este rasgo, común a todas las reorganizaciones científicas del siglo XX , consiste en la autonomía de cada disciplina. Einstein quiere hacer una física que no sea matemática abstracta, sino propia y puramente física. Uexküll y Driesch bogan hacia un biología que sea solo biología y no física aplicada a los organismos. Pues bien: desde hace tiempo se aspira a una interpretación histórica de la historia. Durante el siglo XIX se seguía una propensión inversa: parecía obligatorio deducir lo histórico de lo que no es histórico. Así, Hegel describe el desarrollo de los sucesos humanos como resultado automático de la dialéctica abstracta de los conceptos; Buckle, Taine, Ratzel, derivan la historia de la geografía, Chamberlain, de la antropología, Marx, de la economía. Todos estos ensayos suponen que no hay una realidad última y propiamente histórica.
Por otra parte, los historiadores de profesión, desentendiéndose de aquellas teorías, se limitan a coleccionar los «hechos» históricos. Nos refieren, por ejemplo, el asesinato de César. Pero ¿«hechos» como este son la realidad histórica? La narración de ese asesinato no nos descubre una realidad, sino, por el contrario, presenta un problema a nuestra comprensión. ¿Qué significa la muerte de César? Apenas nos hacemos esta pregunta, caemos en la cuenta de que su muerte es solo un punto vivo dentro de un enorme volumen de realidad histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su mano, y a la mano el brazo movido por centros nerviosos donde actúan las ideas de un romano del siglo I antes de Jesucristo. Pero el siglo I no es comprensible sin el siglo II , sin toda la existencia romana desde los tiempos primeros. De este modo se advierte que el «hecho» de la muerte de César solo es históricamente real, es decir, solo es lo que en verdad es, solo está completo, cuando aparece como manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo orgánico amplísimo que es la vida toda del pueblo romano. Los «hechos» son solo datos, indicios, síntomas en que aparece la realidad histórica. Esta no es ninguno de ellos, por lo mismo que es fuente de todos. Más aún: que «hechos» acontezcan depende, en parte, del azar. Las heridas de César pudieron no ser mortales. Sin embargo, la significación histórica del atentado hubiera sido la misma.