PRÓLOGO
A algunos les da miedo. Otros, que no lo han leído pero han oído hablar de él, simplemente temen que les dé miedo. Y a algunos más los pone tristes aunque no sepan decir por qué. Otros muchos sienten el soplo de la depresión y por eso dejan a un lado con cautela sus libritos. Hay muchas reservas, y el rumor de que en el fondo estaba loco encuentra todavía hoy suficiente alimento, incluso en sus textos más perfectos. Ciertamente no es tarea de la literatura apresurarse a proporcionar soluciones tranquilizadoras a los problemas que suscita, ni aportar la prueba de que todo tiene su parte positiva. De hecho, sabemos que no es verdad, y no nos gustan los autores que nos toman por ingenuos. Pero cuando la literatura aborda el fracaso real del que ninguno de nosotros puede librarse, reflejándolo una y otra vez, con evidente voluptuosidad, en fracasos imaginarios y, además, lo imbrica en un discurso—implacable y que no conduce a ninguna parte—sobre el fracaso en general, entonces nos preguntamos si el autor no habrá dado rienda suelta a una obsesión absolutamente privada, y también por qué tenemos que escucharlo y observarlo con tanta atención como la que sin duda reclama.
A muchos los impacienta o inquieta, pues encripta sus textos y parece alegrarse de conducir al lector por caminos tortuosos, a través de los aparentes laberintos formados por dédalos de pensamientos de los que no hay escapatoria. Un tal Gregor Samsa, que se transforma en insecto, y un Josef K., a quien detienen sin ningún motivo, son sus invenciones más célebres. Lo que les sucede a estos dos personajes es emocionante, fantástico, da que pensar y, no obstante, frustra todas las esperanzas. Desde luego, quien haya entablado una relación (por tímida que sea) con la literatura, entiende en unas pocas páginas que toda explicación razonable, toda «solución» destruiría tales ficciones, por mucho que sus héroes—y con ellos el lector—puedan desear diluir la tensión. En su caso no existe ningún tipo de consuelo manifiesto, no puede haberlo si nos atenemos a las reglas del juego de la literatura innovadora. A lo sumo nos cabe esperar un fugaz consuelo, como el de quien, mientras se precipita al vacío en caída libre, para tranquilizarse se dice a sí mismo que de momento todo va bien.
Aun así, hay una fracción de lectores—que en modo alguno ha decrecido al cabo de décadas—fascinada por el escritor y que considera la lectura de su prosa como el mayor placer que ofrece la literatura. Tales lectores no se dejan asustar ni por tramas misteriosas ni por catástrofes definitivas; las toman como imágenes del carácter impenetrable y limitado de la vida humana en general, y en particular de la vida en las modernas sociedades de masas burocratizadas. Pues lo que hace estas imágenes tan irresistibles no es el pensamiento que encierran, cuya fundamentación siempre será discutible, sino su forma estética: el lenguaje cristalino, la profusión de maravillosas metáforas y paradojas inauditas, la desafiante sencillez, el magistral dominio de la lógica de los sueños, los destellos de humor que logran iluminar incluso las más sombrías calamidades. Capaz de absolutamente cualquier cosa, es el autor que no conoce descuidos, ni el menor ornamento lingüístico, ni ningún efecto vacío. Es el autor que nunca duerme.
Era inevitable que un escritor como Franz Kafka—al que apenas una década después de su temprana muerte muchos consideraban tanto una aparición meteórica como un futuro clásico—despertase un enorme interés biográfico. El acuciante deseo de explicaciones en clave humana que sus textos alientan constantemente se extendió asimismo a la vida privada de Kafka y, por añadidura, a su entorno cultural, político y social. La pregunta era qué tipo de persona sería capaz de crear semejante obra y cómo llegó Kafka a convertirse en esa persona, y durante años esta pregunta legítima estuvo indisociablemente unida a la tácita sospecha de que tal persona no podía ser «normal». Los primeros recuerdos anecdóticos que se conocieron de Kafka parecían reforzar todavía más dicha sospecha. Se decía que estaba obsesionado con la escritura y, sin embargo, en su testamento decretó la destrucción de todos sus manuscritos (aprobamos sin dudarlo—sobre esto reina el consenso—la desobediencia a la voluntad de desaparecer del autor). También parece que Kafka llevó una vida extremadamente convencional y constreñida, la de un funcionario que no se había emancipado de los vínculos familiares, tenía pocos amigos, había visto poco mundo y jamás conoció una relación erótica satisfactoria. Un asceta que se lo jugó todo a una sola carta y que sacrificó literalmente el resto de su vida a una actividad artística altamente especializada cuyos frutos ni siquiera llegaría a disfrutar jamás. No fue alguien por quien querría cambiarse nadie, y menos un escritor.
Esta imagen difusa se fue precisando cada vez más a lo largo de tres cuartos de siglo, y cuanto más convincentes eran las explicaciones sobre la manera en que la obra de Kafka conectaba y dependía de su intrincado mundo judeo-católico y germano-checo, tanto más claras iban tornándose las contradicciones y las peculiaridades de su psicología. Pero sin duda el secreto de su singularísima obra permanece en gran parte intacto, y cualquier esfuerzo por «entender» a Kafka sigue siendo una tarea inabarcable. Con todo, poseemos en la actualidad—como resultado de décadas de investigación multidisciplinar en todo el mundo—una idea muy precisa tanto del hombre como del entorno en el que vivió.
Sin embargo, estas investigaciones no parecen haber causado demasiada impresión en la imaginación popular, donde Kafka sigue siendo el arquetipo por antonomasia del escritor como un bicho raro: apartado del mundo, neurótico, introvertido, enfermo; un hombre inquietante que produce cosas inquietantes. Aunque tan sólo sea un cliché se ha probado inmensamente poderoso, porque pese a que sean sobre todo los medios de masas, ajenos a la literatura, los que mantienen vivos estos mitos, también a los lectores experimentados les resulta sumamente difícil sustraerse de la seducción del estereotipo cultural, basado en cautivadoras imágenes que seguirán vivas mientras nos parezcan atractivas: adoquines mojados por la lluvia, de noche, en un callejón de Praga, al contraluz de las farolas de gas…, montañas de actas polvorientas a la luz de las velas…, la pesadilla de un bicho monstruoso…, todo esto es «Kafka», y da igual lo que nos cuenten los estudios literarios.
Es difícil argumentar contra las imágenes, pero ofrecer imágenes alternativas puede servir para desestabilizar hasta cierto punto su monopolio. Estos 99hallazgos de la vida y la obra de Franz Kafka lo muestran en contextos infrecuentes, a una luz también poco frecuente, y rara vez nos ofrecen tonos fuertes o suaves. Si los contemplamos uno a uno, no significan demasiado: algunos son tan sólo huellas, y otros son más bien modestas imágenes cuya única virtud es ofrecer una nueva perspectiva sobre cosas conocidas, u ofrecer el reflejo de Kafka en el recuerdo de otros. Pero, en conjunto—y éste es el criterio esencial, según el que fueron elegidos los hallazgos—, inadvertidamente nos alejan de los clichés y nos permiten vislumbrar que tal vez merezca la pena probar otros caminos para acceder a Kafka, caminos que siempre estuvieron presentes, pero que—embarrados de imágenes y asociaciones «kafkianas»—habían caído en el olvido.
En estas páginas el sentido kafkiano de la comicidad desempeña un papel extraordinario y paradigmático. Pues su sentido del humor no siempre es críptico, como podría suponerse a partir de sus inescrutables textos, también es ingenuo, gracioso, como esas películas mudas llenas de golpes y caídas exageradas, y revela el placer que le producían al autor los juegos de palabras y los chistes, así como la destreza en el manejo de los temas, los cambios de perspectiva y las ocurrentes situaciones. Por más que los esfuerzos artísticos de Kafka fueran a menudo mortalmente serios para él, siempre incorporaban un elemento lúdico que le proporcionó mucho placer. Llevó ese juego más allá de las fronteras de la literatura, a cartas, diarios e, incluso, a gestos y episodios de la vida cotidiana, la mayoría de veces con plena conciencia y otras de forma involuntaria, pero siempre con la obstinada coherencia que lo caracterizaba.