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Mohammed Al Samawi - La caza del zorro: Las memorias de un refugiado acerca de su llegada a América

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Mohammed Al Samawi La caza del zorro: Las memorias de un refugiado acerca de su llegada a América
  • Libro:
    La caza del zorro: Las memorias de un refugiado acerca de su llegada a América
  • Autor:
  • Editor:
    HarperCollins
  • Genre:
  • Año:
    2018
  • Índice:
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La caza del zorro: Las memorias de un refugiado acerca de su llegada a América: resumen, descripción y anotación

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La historia conmovedora de un joven y su escape angustiante de una cruenta guerra civil en Yemen gracias a un plan urdido en las redes sociales por un pequeño grupo interconfesional de activistas del Oeste.

Mohammed Al Samawi era un musulmán devoto que consideraba a los cristianos y los judíos como el enemigo. Pero después de leer una Biblia y conectarse con judíos y cristianos en las redes sociales, Mohammed se convierte en activista, con la misión de promover el diálogo y la cooperación en Yemen.

Y entonces llegan las amenazas de muerte: primero por medio de Facebook y luego por llamadas telefónicas anónimas. Para proteger a su familia y a sí mismo, Mohammed huye al sur, a la ciudad portuaria de Adén. No podría saber que Adén estaba por convertirse en el corazón de la guerra civil entre el norte y el sur, el campo de batalla para una guerra subsidiaria financiada por terceros: Irán y Arabia Saudita. Al estallar los tiroteos y detonar las granadas a lo largo de la ciudad, Mohammed se esconde en el baño de su departamento y desesperadamente clama a sus contactos de Facebook.

Por milagro, responde un puñado de personas que apenas conoce. Durante trece días, cuatro jóvenes comunes y corrientes, con nada de experiencia en absoluto en lo que se refiere a la diplomacia o estrategia militar, utilizan seis plataformas de tecnología y trabajan a través de diez husos horarios para rescatar a ese joven inocente atrapado entre fuerzas mortales.

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A mi país A todos los que son diferentes A todas las personas que dijeron - photo 1

A mi país.

A todos los que son diferentes.

A todas las personas que dijeron «sí».

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Adén marzo de 2015 C onté mis pasos Tres para ir de la puerta a la pared - photo 2

Adén, marzo de 2015

C onté mis pasos. Tres para ir de la puerta a la pared; dos entre el inodoro y el espejo. Mi nuevo apartamento en Adén era grande para una persona, pero no había planeado refugiarme en su baño. La luz verde grisácea de la única bombilla fluorescente se esparció por el espejo, blanqueando las paredes, el techo y el piso. No tenía a dónde ir.

Estaba atrapado.

Mis ojos, enrojecidos e inyectados en sangre, estaban demacrados por el insomnio y el estrés. Se habían retirado, abandonando las líneas del frente, como si no estuvieran dispuestos a ver cómo Yemen era destrozado. Las calles estaban llenas de escombros, los soldados y los ciudadanos gritaban y disparaban armas, los medios sociales adornados con los lemas «¡Dios es grande!», «Muerte a Estados Unidos», «Muerte a Israel», «Malditos judíos», «Victoria al islam».

La electricidad se había ido. Miré mi teléfono e intenté calmarme mientras hacía un recuento.

Era el 22 de marzo de 2015. Siete días antes había huido de mi hogar en Saná, la capital oficial de Yemen, para escapar de las amenazas a mi vida y de la violencia de los primeros días de lo que era ya una guerra civil en toda regla. Por un lado, estaban el presidente Abdrabbuh Mansour Hadi y las fuerzas leales, y por el otro, las fuerzas de la oposición: los hutís y su Comité Supremo Revolucionario, respaldados por el expresidente Ali Abdellah Saleh.

Pensé que estaba corriendo hacia la seguridad, pero la violencia me siguió.

Primero fue el aeropuerto desde el que había partido, tomado por los hutís. Luego se presentaron combates entre las fuerzas leales a Hadi y los rebeldes hutís en el aeropuerto de Adén. ¿Los bombardeos se extenderían desde allí? Todos oraban para que el conflicto terminara, pero los combates apenas estaban comenzando. ¿Yemen, la nación más pobre de la región, estaba a un paso de convertirse en el campo de batalla de una disputa por el poder sólidamente financiada entre Irán y Arabia Saudita?

Los rumores volaban de puerta en puerta. Se decía que Irán, una nación chiita, le estaba entregando armas a los hutís, sus hermanos rebeldes del norte que también eran chiitas. Mientras tanto, Arabia Saudita, una nación sunita, estaba respaldando supuestamente al presidente Hadi, que también era sunita. Para empeorar las cosas, la red sunita se extendía a Al Qaeda en la península Arábiga (AQPA) y al Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIL); ambos habían comenzado a reclamar el control de varias zonas de Yemen. El equilibrio del poder en Yemen entre sunitas y chiitas podía ayudar al Medio Oriente e inclinarlo en una dirección o en otra; todos estos grupos diversos con las afiliaciones más laxas parecían dispuestos a unirse a fin de mover esa aguja.

Desde mi ventana, observé mientras los combatientes patrullaban las calles. Solo había dos carreteras que salían de la ciudad, y ambas pasaban alrededor del aeropuerto, que era uno de los centros de la batalla; no parecía posible que yo pudiera escapar si utilizaba alguna de ellas. La situación era delicada para todos, y francamente letal para cualquier persona que tuviera vínculos con Israel, los judíos o con el activismo interreligioso. Yo tenía los tres.

Como activista por la paz que promovía el entendimiento entre judíos, cristianos y musulmanes, yo ya había sido un blanco. Pero esto era diferente. Era peor.

Si alguien descubría quién era yo, de dónde era o qué había hecho durante los últimos años...

Captura.

Tortura.

Ejecución.

¿Cuánto tiempo más podría sobrevivir con poco más que adrenalina, un Internet y una conectividad celular intermitentes?

Cerré los ojos y apoyé las manos en el fregadero. Mi frente tocó el espejo y se deslizó por el vidrio en su propio sudor. Pasé mi lengua alrededor de mi boca reseca y mis labios agrietados, resistiendo el impulso de desgarrar la carne floja con mis dientes. Mi estómago se revolvió de hambre y preocupación.

Una detonación tenue de armas de fuego me hizo retroceder.

Asenté mis pies descalzos en el suelo de baldosas y me pregunté si el impacto de un proyectil podía llegar desde la calle hasta mi apartamento en el cuarto piso.

Me apresuré del baño a la ventana, presioné mi cuerpo contra la pared y miré por un pequeño espacio entre las cortinas cerradas. Los cables de la electricidad formaban una red intrincada. Justo al final de la calle, dos hombres vigilaban en un puesto de control que parecía ser de AQPA. Sus shemagh negros ocultaban sus caras. El viento envolvía sus túnicas blancas alrededor de las bandoleras que cruzaban sus pechos; los remolinos de polvo bailoteaban a sus pies. Los cañones de sus fusiles apuntaban al cielo.

¿Por qué me puse en esta situación?, pensé. ¿Por qué dejé mi casa en Saná?

Ana hemar. Soy un burro.

Quise estar con mis hermanas, a salvo en mi habitación, viendo una vieja película de Hollywood. Los chicos buenos ganarían. El problema era que aquí, bajo tantas capas de tierra y de sangre, los buenos y los malos a veces eran indistinguibles. Públicamente, cada grupo presentaba reclamaciones justas, pero detrás de bambalinas estaban unidos por la violencia. ¿A quién se le podría creer, especialmente ahora que todos hablaban el dialecto común de la violencia? Los hutís —los llamados rebeldes del norte—, eran héroes para algunos, y terroristas para otros. Los combatientes de Al Qaeda —los soldados de a pie del sur—, tenían sus propios seguidores y sus propios enemigos. Buenos, malos. Derecha, izquierda. Nada era lo que parecía.

¿Qué pasaría cuando los dos ejércitos se enfrentaran? Los hutís acababan de tomar Taiz, la tercera ciudad más grande del país, un bastión estratégico entre el norte y el sur. Estaban apenas a unas cien millas, preparándose para una ofensiva militar, marchando en dirección recta a Adén. Justamente hacia mí.

Con los ojos cerrados y la mandíbula apretada, escuché —antes que ver— el parpadeo de las luces volver a encenderse. ¿Era esto una señal de Dios? No podía perder mucho tiempo en pensarlo. La electricidad era un bien escaso y valioso.

Me agaché en la sala frente a mi portátil, que estaba cargándose. Tenía el teléfono celular enchufado en la cocina.

Revisé Facebook. Actualicé Twitter. Examiné las noticias de Al-Masdar. Todos sabían que era el órgano informativo del Partido al-Islah, que era islamista, pero era el único que informaba directamente desde el terreno. Ellos y un periodista independiente estadounidense llamado Adam Baron. Los canales controlados por el Estado eran inútiles. Según ellos, no había guerra y nadie se estaba muriendo.

Cerré mi computadora portátil, abrumado por el miedo y los hechos. Observé el apartamento y vi mis alimentos restantes. Unas pocas botellas de agua, jugo, barras de chocolate, latas de atún, y paquetes de galletas y de papas fritas eran lo único que me quedaba.

Mi estómago crujía contra mis costillas debido al hambre y la sed. El agua que salía de las llaves no era potable. Sin nada más que hacer, volví a abrir mi computadora, la ventana más segura al mundo exterior.

Revisé mis mensajes. Nada. Había pasado el día frente a mi computadora portátil, acurrucado sobre la pantalla como un camarón. Miré mis llamadas recientes, mis correos electrónicos, vi a mis amigos de Facebook y les envié mensajes a todos aquellos en los que pude pensar.

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