SINOPSIS
Esta es la historia de los Ritchie Boys, un grupo de unos dos mil jóvenes judíos alemanes que se habían refugiado en los Estados Unidos huyendo de las persecuciones nazis, a los que el ejército norteamericano entrenó en las tareas de interrogación de prisioneros de guerra y de recogida de información. Divididos en pequeños grupos de élite, se incorporaron a todas las unidades de combate norteamericanas: participaron en el desembarco en Normandía, avanzaron con Patton por Francia, participaron en la batalla de las Ardenas y descubrieron en el campo de Buchenwald todo el horror del Holocausto. Bruce Henderson se ha valido de los recuerdos personales de los supervivientes para seguir la historia de un grupo de estos hombres desde su huida de Alemania, a lo largo de toda la guerra y en sus intentos por descubrir la suerte que habían corrido sus familias. Un libro apasionante que nos descubre un capítulo desconocido de la historia de la segunda guerra mundial.
BRUCE HENDERSON
HIJOS Y SOLDADOS
La extraordinaria historia
de los Ritchie Boys, los judíos que
regresaron para luchar contra Hitler
Traducción castellana de
Luis Noriega
Introducción
Cuando Hitler llegó al poder en Alemania, en 1933, declaró la guerra al medio millón de ciudadanos judíos del país. Los judíos alemanes fueron despojados de sus derechos más básicos. El régimen definió el judaísmo como una raza, no como una religión, y privó a sus fieles de la ciudadanía alemana. Las restrictivas leyes puestas en práctica por los nazis afectaron a judíos de todas las edades y en todos los ámbitos de la vida social; de hecho, incluso se expulsó a los niños de las escuelas públicas. De forma progresiva, los judíos alemanes fueron comprendiendo la cruda realidad de que ni ellos ni sus hijos tenían futuro en el país. Sus temores al respecto culminaron en noviembre de 1938 con la Kristallnacht, la conocida como «noche de los cristales rotos», cuando los nazis saquearon sus sinagogas, sus casas y sus tiendas. Casi un centenar de judíos murieron asesinados ese día, y más de treinta mil fueron arrestados y enviados a campos de concentración, donde apenas en cuestión de semanas cientos de ellos encontrarían la muerte. Aunque para entonces decenas de miles de judíos alemanes ya habían emigrado a Estados Unidos, la Kristallnacht fue la confirmación definitiva de que Alemania ya no era un lugar seguro para ellos.
Abandonar el país significaba dejar atrás parientes y amigos, un hogar ancestral y los ahorros de toda una vida, sin tener garantía alguna de que sería posible superar la barrera que suponían las restrictivas cuotas de inmigración que existían en Estados Unidos y otras naciones, las cuales dificultaban el ingreso de más inmigrantes en sus territorios.
Con frecuencia, salir de Alemania se revelaba imposible para la familia completa, y muchas tuvieron que afrontar la atroz decisión de separarse, acaso para siempre, cuando los padres descubrían que únicamente podían poner a salvo un hijo, menor de dieciséis años, a través de los esfuerzos de las organizaciones de ayuda judías en Norteamérica y el Reino Unido. Decidir quién se marchaba y quién se quedaba fue a menudo elegir entre la vida y la muerte. Para cuando Alemania entró en guerra con Estados Unidos en 1941, los nazis, en su empeño por crear una Alemania exclusivamente aria y resolver de forma definitiva lo que Hitler llamaba el «problema judío», habían sustituido la política de emigración forzosa por un proyecto de aniquilación masiva tanto de los judíos que aún se encontraban en el país como de los millones que estaban atrapados en los territorios ocupados por el Tercer Reich.
Muchos padres eligieron enviar lejos al mayor de sus hijos varones con el fin de que pudiera perpetuar el apellido. Por toda Alemania tuvieron lugar desgarradoras despedidas allí donde las madres y los padres acudieron a las estaciones de ferrocarril y los puertos marítimos para decir adiós a sus hijos. Esos niños judíos de origen alemán que llegaron a Estados Unidos en la década de 1930 sin padres ni hermanos tuvieron que adaptarse solos a la vida en un nuevo país. Ubicados en hogares de parientes lejanos o familias de acogida, se matricularon en escuelas públicas y se sumergieron en un idioma, una cultura y un mundo que les resultaban desconocidos. No obstante, con la ayuda de profesores dedicados y nuevos amigos, se americanizaron con rapidez, pese a conservar acentos que delataban su origen.
Supieron aprovechar los valores del Viejo Mundo que sus padres les habían inculcado, valores que subrayaban la importancia de la educación y el trabajo duro. Para cuando Estados Unidos entró en la guerra, los amados hijos enviados a América por familias desesperadas se habían convertido en jóvenes fuertes y robustos, encantados con la democracia y la libertad de la nación que los había acogido y, asimismo, ansiosos por regresar a Europa con el Ejército estadounidense para luchar contra Hitler, animados no solo por el patriotismo que sentían hacia su nuevo país, sino también para vengarse personalmente. A diferencia de muchas otras víctimas de los nazis, los refugiados judíos alemanes que se convirtieron en soldados estadounidenses tenían un medio para contribuir a la destrucción del régimen que los había perseguido a ellos y sus familias.
Pero había una pega. En diciembre de 1941, cuando Alemania declaró la guerra a Estados Unidos, los ciudadanos alemanes residentes en América pasaron a ser de forma automática «extranjeros enemigos». Incluso después de que el Congreso aprobara una ley que permitía a estos ingresar en el ejército, algunos de ellos se encontraron con que se los destinaba a bases militares en las que los demás soldados desconfiaban de ellos y ridiculizaban sus acentos.
En el Pentágono, los encargados de trazar los planes para la guerra pronto se dieron cuenta de que esos judíos alemanes que ya portaban el uniforme de las fuerzas estadounidenses conocían muy bien el lenguaje, la cultura y la psicología del enemigo y, además, tenían la mejor motivación para derrotar a Hitler. A mediados de 1942, el Ejército comenzó a moldearlos para formar con ellos una fuerza secreta y decisiva que contribuyera a ganar la guerra en Europa. Durante los siguientes tres años, se celebraron treinta y un cursos de ocho semanas en Camp Ritchie, Maryland, que consistían en intensas jornadas tanto de trabajo en el aula como de adiestramiento en el campo. El grupo más grande formado allí lo componían 1.985 judíos nacidos en Alemania, a los que se adiestró para interrogar a los prisioneros de guerra alemanes. Tras obtener la ciudadanía estadounidense por la vía rápida, estos soldados fueron enviados al extranjero con todas las unidades que luchaban contra los alemanes en primera línea. Los «chicos de Camp Ritchie», como serían conocidos, no tenían idea de lo que se iban a encontrar tras su regreso a Europa. Muchos no sabían ni siquiera qué había pasado con las familias que los habían enviado a Estados Unidos para ponerlos a salvo.