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ROMANCE
Naranja es un nombre dulce para un poblado pequeño,
naranja el sol
y la tela
de las banderas al viento,
cuando empieza a desteñirlas
un sol naranja y ajeno.
Ayer bajé por Naranja, Tiríndaro y Tarejero
y llegué hasta Chirimoyo por el rumbo de Coeneo.
Bajé hasta la tierra negra, como baja el aguacero,
como bajó Primo Tapia
de la Cruz
al cementerio.
Ayer una gota de agua fue a posarse en mi sombrero
y brilló como un diamante para secarse al momento.
Y hoy vi otra gota caer, con otras gotas del cielo,
y hacer carcajearse al campo
que ayer estaba tan serio.
Carcajadas de naranja
en los campos de Coeneo
que, con picor del cilantro,
rejuvenecen los cerros.
Ayer vi a diez en la celda
hecha para un solo preso,
con el miedo
en cada cual
y cada cual
con su miedo.
Pero hoy, compartiendo el rancho, los vi triunfar de su encierro,
cantándose, unos a otros, tonadas de jornaleros.
Ayer pasé por Zacapu y vi a una mujer tejiendo
en su telar de cintura
hilos azules y negros.
Y vi a una mujer quebrarse, para cumplir con su adeudo,
en los surcos del tejido,
como hilo frágil y tierno.
Y después vi a cien mujeres
plantarle cara al invierno,
tejiéndose unas con otras como el rebozo más recio.
Ayer vi una pobre abeja en el hocico de un perro
y hoy vi al perro en un enjambre
que se lo tragaba entero.
Ayer bajé por Naranja, Tiríndaro y Tarejero,
donde se murió una abeja
y reencarnó en regimiento.
Sólo el solemne abejorro vuelve a su discurso eterno
y halla, en la oquedad del guaje, sitio de hacerse pendejo.
Cuando el primer campesino
se enfrentó a su encomendero,
hizo desplegar las alas
al zopilote del miedo.
Y el miedo dejó el jacal y el campo de laboreo
y entró a la comisaría y a las trojes de los dueños.
La voz de las bayonetas
silenció al primer blasfemo
y ahogó su voz con la sangre
en la fiesta del acero;
pero, si él habló por todos, rodeado de su silencio,
todos los que sobreviven
hoy hablan por el primero:
“Si los curas ya compraron latifundios en el cielo,
díganle a José Cardel que me espere en el infierno
y a Guadalupe Rodríguez, el alacrán durangueño,
que habremos de tomar juntos las haciendas del subsuelo.”
Ayer bajé por Naranja, Tiríndaro y Tarejero
y a nadie vi en el camino de Chirimoyo a Coeneo.
Pero hoy, doscientas mujeres
marchan formando un cortejo
y llevan sus 30-30s, igual que a niños de pecho.
Ya florece el cempasúchil en el panteón de Coeneo
convidando a su banquete generaciones de muertos.
Ya tira la enredadera la tapia del cementerio;
pero recuerda la tapia
que vino
Primo
primero.
Naranja es un nombre dulce
para un poblado pequeño.
Quien sepa de Primo Tapia
captará a qué me refiero.
VIDA
EN EL CENTRO DE MICHOACÁN, al oeste de Morelia y al norte de Pátzcuaro, se extiende la región boscosa llamada Tzacapu en purépecha y Zacapu en castellano. Era la zona el corazón de ese hermoso idioma de esdrújulas que ha dejado su marca característica en la toponimia del estado (Erongarícuaro, Pátzcuaro, Tiríndaro), y de la antigua cultura indomable que resistió en su tiempo al Imperio azteca y después a la conquista española: los purépechas, que algunos despistados aun llaman tarascos. Hubo ahí, al este de la actual ciudad de Zacapu, una enorme laguna de la que hoy sólo quedan rastros. Bordeando la antigua laguna, existían, además de Zacapu, tres aldeas cuyos orígenes de pierden en la historia: Tarejero al noreste, Tiríndaro al sur y Naranja al suroeste. En esta última, el 9 de junio de 1885 nació un niño que fue bautizado como Primo Tapia de la Cruz.
Su madre, María del Rosario, era hermana de Joaquín de la Cruz, entonces el líder comunitario más popular de Naranja. Primo creció, como todos sus paisanos, hablando el purépecha, pero con su tío Joaquín aprendió también algo de castellano. Fue en el seno de familia materna —y, especialmente, entre las mujeres— donde se educó, pues su padre, Esteban Tapia, era un macho alcohólico, mujeriego y abusivo, que sólo se presentaba en el hogar familiar cuando quería descargar sus frustraciones, con el puño cerrado, sobre la mujer y el hijo. Los habitantes de Naranja recordarían por muchos años su aparatosa crueldad. Aun así, el pequeño Primo no dejó que su espíritu se quebrara; creció parlanchín y extrovertido y pronto se convirtió en el capitán de su pandilla. Sin embargo, por debajo de aquella sociabilidad, se mantuvo encendido un fuego interno de indignación frente a los agravios, una sed de venganza ante el abuso de los fuertes.
Los años de la infancia de Primo Tapia fueron un periodo de intenso cambio para su comunidad. El ecosistema de la ciénaga de Zacapu había sido, desde hacía siglos, capaz de sostener a los pueblos de la región, complementando en las mesas campesinas el producto de la milpa con pescados, aves, ranas y hierbas de pantano. En 1886, sin embargo, cuando Primo tenía un año, el alcalde porfirista de Zacapu vendió, sin consultar a los pueblos, una gran parte de la ciénaga a dos capitalistas españoles apellidados Noriega. Con la condición de que financiaran la rehabilitación del pantano, el gobierno federal les concedió, gratis, otra porción igualmente vasta, de forma tal que los Noriega terminaron apropiándose de unas doce mil hectáreas de la vieja ciénaga. Con la tecnología más moderna disponible en la época, extrajeron el agua y en la fértil tierra ganada al pantano fundaron una hacienda maicera. La llamaron Cantabria, en recuerdo de su provincia natal, en el norte de España, como una isla de civilización hispana en aquel mar indígena. En un principio, la pesca aumentó en lo que quedaba de la laguna, pues los cardúmenes se concentraban en el espacio acuático reducido, pero pronto la población de peces empezó a disminuir y a desaparecer. Así, de un solo golpe, los Noriega fundaron una empresa altamente productiva y se aseguraron una fuente inagotable de mano de obra barata, privando a la población local de sus medios de vida tradicionales.