… though this knave came somewhat saucily into the world... there was good sport at his making.
(... aunque este truhán vino al mundo de una manera un tanto impertinente..., sin embargo resultó bastante divertido hacerlo.)
«Meditado con malicia»
—Ah, no: todo no se lo puedo decir. O le digo el país, o le cuento el hecho; yo, sin embargo, si fuera usted, escogería el hecho, porque es bonito. Luego, si lo quiere contar, lo trabaja, lo rectifica, lo esmerila, le quita las rebabas, lo alabea un poco y se saca una historia; yo, historias, aunque soy más joven que usted, tengo muchas. El país probablemente lo adivine, así que no saldrá perdiendo nada; pero si el país se lo digo yo puedo meterme en líos, porque aunque son buena gente son también un poco quisquillosos.
Conocía a Faussone desde hacía sólo dos o tres noches. Nos habíamos encontrado por casualidad en la cantina, una cantina para extranjeros de una fábrica muy lejana adonde me había conducido mi oficio de químico de barnices. Nosotros dos éramos los únicos italianos; él llevaba allí tres meses, aunque en aquellas tierras ya había estado en otras ocasiones, y se manejaba bastante bien con la lengua, además de las cuatro o cinco que hablaba ya, de manera incorrecta pero fluida. Tiene unos treinta y cinco años, es un tipo alto, enjuto, casi calvo, bronceado, siempre bien afeitado. Tiene cara seria, poco móvil y poco expresiva. No es un gran narrador; al contrario, es más bien monótono y tiende a la disminución y a la elipsis como si temiera parecer exagerado aunque a menudo se deja llevar y entonces exagera sin darse cuenta. Posee un vocabulario reducido y suele expresarse con lugares comunes que quizá le parezcan agudos y novedosos; si el que escucha no sonríe, él los repite como si delante tuviera a un tonto.
—... Porque, ¿sabe?, si yo practico este oficio de recorrer todos los tajos, las fábricas y los puertos del mundo, no crea que es por casualidad; es porque he querido. Todos los muchachos sueñan con ir a la jungla o a los desiertos o a Malasia, y también yo lo soñé; sólo que a mí me gusta hacer realidad los sueños, si no, son como una enfermedad que uno arrastra toda la vida, o como la cicatriz que deja una operación: cada vez que hay humedad vuelve a doler. Había dos maneras: esperar a ser rico y luego hacer de turista, o ser montador. Yo decidí ser montador. Por supuesto que también hay otras maneras, como por ejemplo hacer contrabando, etcétera, pero ésas no son para mí porque a mí me gusta ver los países pero soy hombre recto. Y ahora estoy ya tan acostumbrado que si me tuviera que quedar tranquilo me pondría enfermo: en mi opinión, el mundo es bonito porque es variado.
Me miró durante un momento, con ojos particularmente inexpresivos, y luego repitió con paciencia:
—Si uno se queda en casa, tranquilo sí podrá estar, pero es como chuparse el dedo. El mundo es bonito porque es variado. Como le estaba diciendo, he pasado por muchas y de todos los colores, pero la historia más extraña me sucedió este año pasado, en ese país que no le puedo mencionar, aunque sí le puedo decir que está muy lejos de aquí y también de nuestra tierra, y mientras aquí se pasa frío allá, en cambio, nueve de los doce meses del año hace un calor que se derriten los sesos, y los otros tres sopla el viento. Yo estaba allí para trabajar en el puerto; pero aquello no es como en nuestro país. El puerto no es del Estado; es de una familia, y la familia es del cabeza de familia. Yo, antes de empezar mi montaje, tuve que presentarme en su casa vestido con chaqueta y corbata, comer, charlar y fumar, sin prisas; imagínese, nosotros que tenemos siempre las horas contadas. No por nada, pero nosotros somos caros, de eso sí nos podemos vanagloriar. Este cabeza de familia era un tipo mitad y mitad: mitad moderno y mitad chapado a la antigua; tenía una bonita camisa blanca, de esas que no se planchan; pero cuando entraba en casa se quitaba los zapatos, y a mí también me los hacía quitar. Hablaba inglés mejor que los ingleses (cosa, por lo demás, que a nosotros se nos da difícil), pero no me dejó ver a las mujeres de su casa. También como patrón debía ser mitad y mitad, una especie de tirano progresista; figúrese que había mandado colgar un cuadro con su retrato en todas las oficinas y hasta en los almacenes: ni que hubiera sido Jesucristo. Pero todo el país es un poco así. Hay burros y teleimpresoras, hay aeropuertos que dejan al de Caselle enanito, pero para ir a muchos sitios se llega antes a caballo. Hay más cabarets que panaderías; pero por la calle se ve gente con tracoma.
»Ha de saber que montar una grúa es un buen trabajo, y un puente grúa más aún; pero no son oficios para hacerlos uno solo: hace falta alguien que conozca los trucos y que dirija —es decir, nosotros—; los ayudantes se encuentran en el lugar. Y ahí empiezan las sorpresas. En ese puerto que le estaba diciendo, la cuestión sindical es también un follón de aquí te espero. ¿Sabe?, es un país donde si uno roba le cortan la mano en la plaza: la derecha o la izquierda, según lo que haya robado, y hasta una oreja, aunque utilizan anestesia y tienen unos cirujanos de primera que cortan la hemorragia en un momento. Sí, no son cuentos, y si te pillan por ahí calumniando a las buenas familias te cortan la lengua y adiós muy buenas.
»En fin, pese a todo tienen unas asociaciones muy decididas, y hay que contar con ellas: allí todos los obreros llevan siempre encima un transistor, como si fuera un amuleto, y si la radio dice que hay huelga se paraliza todo, no hay quien se atreva a mover un dedo. Por otra parte, si lo intentara, es fácil que le dieran una cuchillada, a lo mejor no enseguida, dos o tres días después; o que le caiga una viga en la cabeza, o que beba un café y allí se quede tieso. A mí no me gustaría vivir en ese país; pero no me arrepiento de haber estado: ciertas cosas, si uno no las ve, no las cree.
»Así que, como le decía, había ido allí para montar una grúa de puerto, uno de esos mastodontes de brazo retráctil, y un puente grúa fantástico, cuarenta metros de luz y un motor de elevación de ciento cuarenta caballos. Hostia, qué máquina; a ver si me acuerdo y mañana le enseño las fotos. Cuando acabé de colocarla e hicimos la prueba, y parecía que se moviera por el cielo, suave como el aceite, me sentí como si me hubieran hecho comendador, y pagué una ronda a todo el mundo. No, vino no: esa porquería que ellos llaman cumfán, sabe a moho, pero refresca y sienta bien. Pero vayamos por partes. Aquel montaje no resultó nada sencillo; no por la cuestión técnica, que funcionó bien desde el primer perno, no: era algo atmosférico lo que se sentía, como una especie de aire pesado, como cuando se acerca la tormenta. Gente que cuchicheaba en los rincones o se hacía señas y muecas que yo no comprendía; de cuando en cuando aparecía un cartel y todos se amontonaban alrededor para leerlo o hacer que se lo leyeran, y yo allí solo, encima del andamiaje, como un gaznápiro.