YO CONOCÍ A PRIMO LEVI
por Giovanni Tesio
La meseta donde se conversa es conquistada mediante un esfuerzo de alpinista.
O SIP M ANDELSTAM , Conversaciones sobre Dante
«¿Qué, tienes ya un plan de batalla en la cabeza?» La pregunta me fue dirigida en una habitación destinada a despacho en el tercer piso de corso Re Umberto 75 —una de las más elegantes avenidas de Turín— la tarde del 12 de enero de 1987.
Quien me la dirigía, uno de los escritores más apacibles que han cruzado el escenario de nuestro siglo XX , y no solo en clave literaria, uno de los testigos más fiables de Auschwitz, un hombre de indudable probidad, pero no menos indudablemente herido en su espíritu y en su carne: un maestro de la laicidad y de la razón, de la duda y del cuestionamiento, pero también de la claridad y de la resistencia, de la resolución y de la acción.
En ese despacho de sobria amplitud, en esa casa parecida a «muchas otras casas casi señoriales de principios del siglo XX » (como escribió en un artículo recogido más tarde en El oficio ajeno ), Primo Levi me hizo la más previsible de las preguntas, que, sin embargo, me dejó perplejo. En todo caso, sea para motivar tanto la previsibilidad de la pregunta como mi estupor al escucharla, me veo obligado a ciertas explicaciones preliminares.
Conocí a Primo Levi leyendo Si esto es un hombre en un volumen de la colección I Coralli de la editorial Einaudi en 1967. Y diez años después lo conocí en persona, puesto que hojeando una antología escolar dedicada a escritores piamonteses, a decir verdad algo híbrido y lejos de la perfección desde luego (no tuve en cuenta los capítulos ya publicados gracias a Silvio Ortona en el periódico comunista de Vercelli L’Amico del Popolo ), pero que, a pesar de todo, gozó de cierta resonancia.
No tardé en volver a interrogar a Levi sobre cuestiones de variantes textuales. Y fue él quien puso en mis manos tanto el cuaderno autógrafo en el que escribió casi todos los capítulos de La tregua , como lo que en ese momento era el texto mecanografiado de La llave estrella preparado para la impresión, que es precisamente de 1978. Hasta el extremo de que estuve completamente seguro de que se refería a mí cuando, con la llegada de los ordenadores, escribió para el periódico La Stampa un artículo, «El escriba» (recogido más tarde en El oficio ajeno ), en el que habla de un «amigo literato» que se lamenta de la pérdida de la «noble alegría del filólogo absorto en reconstruir, a través de las sucesivas tachaduras y correcciones, el itinerario que conduce a la perfección del Infinito ».
Después de ese primer trabajo, llegaron otros. Ante todo un «retrato crítico», publicado por la revista Belfagor dos años después. Y más tarde no pocas reseñas y entrevistas. Tanto era así que, cuando pensó en publicar los poemas de A una hora incierta , quiso mi consejo —era el momento más agudo de la crisis de la editorial Einaudi, que provocó la diáspora de otros escritores: por ejemplo de Lalla Romano, que publicó Nei mari estremi con Mondadori— para identificar otro posible y digno editor, y yo le sugerí que valorara la posibilidad de publicarla con Garzanti, como efectivamente acabó sucediendo.
Levi era parco, sobrio, discreto, muy amable. Y yo estaba fascinado no solo por la precisión expresiva de sus libros, por la amplitud y detallismo de sus conocimientos y de su conspicua memoria, sino también por su predisposición a la acogida y por su indudable y destacada capacidad de comunicar con exactitud y sobriedad de palabra, en la que vibraba pese a todo una cuerda no carente de reverberación melancólica: aquella capacidad suya de evitar los arabescos y de cimentar su escritura, por el contrario, en una rica y embellecida sobriedad de lenguaje, en la elegancia neta de la palabra-cosa.
Haber conocido a Levi también significa eso: reconocer en el lenguaje escrito el mismo granulado de su voz al hablar, antirretórica, pero no inerte, doméstica pero casi festiva, monótona, pero dotada de su propio impulso expresivo.
Entre nosotros nació algo más que una relación de simple amabilidad. Suficiente como para consentir el paso del usted al tú y para justificar algunas dedicatorias que no podían considerarse ordinarias en los libros que de vez en cuando me enviaba. Se había creado, en definitiva, una cierta costumbre y de un conjunto de circunstancias nació la idea de las conversaciones que propuse a Levi en un momento en el que me pareció poder ofrecerle así cierta forma de socorro. No tenía entonces una intención clara, pero aplicaba desde luego un precepto ampliamente experimentado y repetidamente reiterado por Levi: «Contar es un medicamento seguro».
En su Autoritratto di Primo Levi , Ferdinando Camon, en determinado momento, tal vez en alusión a sus experiencias personales, más tarde vertidas en novelas, le dice a Levi: «Usted no es un hombre proclive a depresiones, ni tampoco ansioso». Y el escritor, evidentemente intrigado por la inopinada observación, responde con una pregunta: «¿Es una impresión que se deriva de mis libros o de mi presencia?», a lo que Camon responde a su vez: «De su presencia», para obtener esta aclaración: «En general, tiene usted razón. Sin embargo, tuve, después de mi encarcelamiento, algunos episodios de crisis depresivas. No estoy seguro de que estén vinculados con esa experiencia, porque tienen diferentes etiquetas, según las ocasiones. Puede parecerle extraño, pero he vivido hace poco una estúpida crisis de presiva, sin razones aparentes: sufrí una pequeña operación en un pie, y eso me hizo pensar en que me había vuelto viejo de repente. Me hicieron falta dos meses para que se me cicatrizara la herida. Por eso le preguntaba si la impresión que le daba se derivaba de mi presencia o de los libros».
La entrevista de Camon es el resultado de distintos encuentros, que tuvieron lugar entre 1982 y 1986 (el último, un domingo de finales de mayo de 1986, menos de un año antes de su muerte). Y al tratarse de una entrevista clasificada por temas es difícil decir si la declaración apenas citada corresponde al último encuentro. Es de suponer que sí, pero no está claro.
Fuera cual fuera la situación, en la víspera de Navidad de 1986 le hice a Levi la propuesta de empezar a preparar materiales para una biografía que denominamos de inmediato «autorizada». Había notado de pronto una grieta en él y, no sé cómo, sentí el impulso de proponerle una ocupación, en la que, para ser sincero, hasta aquel momento no había pensado más que de forma muy vaga. De ahí que adoptara yo instintivamente la escapatoria de la «biografía autorizada». Y él lo aceptó al instante, sorprendiéndome, sin plantear objeciones.