A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
© Editorial De Vecchi, S. A. 2021
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
Introducción
Si «todo es una maravilla para el sabio», tal como asegura un viejo adagio, lejos de nosotros la idea, por demasiado presuntuosa, de compararnos con él. En efecto, el modesto propósito de esta obra, que no pretende ser científica (los sabios que tienen autoridad en este terreno podrían rechazar su contenido), no es tanto la sabiduría, el conocimiento espiritual de las cosas, como el interés apasionado y la curiosidad natural que nos han guiado a la hora de explorar las supersticiones, las leyendas, los poderes ocultos de una de las innumerables maravillas de la tierra: las piedras preciosas.
Desde hace millones y millones de años, y antes de que el hombre descifrara su tierra, la tierra, Gaia, liberada a las energías ciegas de la producción, daba a luz en sus telúricas tinieblas al universo mineral de las piedras.
Un mundo que podía creerse sin vida. Piedras tan pronto apagadas y opacas: granito, basalto, sílex, esquistos, calcáreas, como límpidas y transparentes como el cristal o magníficamente fulgurantes en mil estallidos luminosos: diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros, resplandores ocultos del fuego divino que las había creado.
En las entrañas de la tierra, vivían los genios y los gnomos (del griego gnômé, inteligencia), pequeños enanos negros y melenudos, guardianes asignados a las minas, devotos servidores de las hadas para las que extraían sin descanso el oro, la plata y todos los minerales centelleantes que ellas deseaban tener para realzar su belleza. Las hadas son mujeres y por ello coquetas…
En los cuentos infantiles las hadas siempre aparecen en un gran carromato, una carroza tirada por cuatro dragones que ellas han domesticado y de los que, solas, controlan su conducta y su humor. Estos animales fabulosos tienen alas que parecen de oro, sus escamas son de esmeraldas y sus crestas rojas de preciosos rubíes. La carroza está bordada con filigranas, montada sobre un chasis de oro y sembrada de zafiros que representan flores. En sus casas cuentan con muebles realizados con materiales inverosímiles: sofás de venturina, sillones de lapislázuli, taburetes de cornalina, camas de ámbar. Si deciden aventurarse sobre las olas se embarcan en navíos de nácar y de piedra de ónice…
Las leyendas que explican los hechos y las gestas de las hadas son inagotables y nos cuentan que, en ocasiones, por capricho o simple gentileza (cuando no eran hadas maléficas), no dudaban en despojarse de sus joyas para pagar los servicios que les habían rendido los humanos (las comadronas humanas asistían algunas veces en los partos de las hadas, explica el folclore bretón). Aunque supieran que sus minas de gemas eran inagotables y que podían renovar sus joyas sin problema alguno, no por ello el gesto dejaba de ser una muestra de generosidad.
En el departamento francés de Charente, se decía en voz baja durante la noche que Dios (¿?), para recompensar a las hadas por sus dones, les había dado sepulturas de diamante. Desgraciadamente, también en aquel tiempo los hombres eran codiciosos y tan ingratos como lo son en nuestros días.
Por ello, para apoderarse de aquellos fabulosos objetos, los hombres profanaron las tumbas en las que los diamantes habrían sido cambiados por grandes piedras que explican el legendario nacimiento de los dólmenes y otras formas megalíticas, bajo las que se esconden todavía, se dice, estos tesoros míticos que un corazón puro puede descubrir la noche de Navidad, cuando suenan las doce campanadas de medianoche. Es cierto que, a través del folclore, la historia, las religiones y los mitos, se puede constatar la fluida atracción hecha de fascinación y de codicia que en todo tiempo han ejercido las piedras preciosas.
El cristal, elemento culminante del reino vegetal, ha sido considerado siempre una piedra sagrada. Al realizar la imposible hazaña de la unión de los contrarios: opacidad y transparencia, representa la perfección, el receptáculo misterioso de las energía universales.
Se sabe que el cristal de silicio divide la luz blanca en siete colores primarios: los mismos que hacen de un sublime arco iris un puente irisado que une el cielo y la tierra, el espíritu a la materia. Gracias al microscopio se ha podido descubrir que los cristales químicos están presentes y viven también en nuestro cuerpo, nuestra sangre y nuestro cerebro. Aunque no disponían de nuestros conocimientos, los pueblos de la Antigüedad ya otorgaban al cristal un gran valor. Lo consideraban un talismán que disponía de un gran poder oculto y también lo utilizaban con fines curativos, mágicos, adivinatorios, metafísicos y lo creían eterno.
En la Edad Media, el polvo de cristal se utilizaba en diferentes terapias médicas: bajar la fiebre, luchar contra la hidropesía, detener la disentería y todos los demás desórdenes intestinales, aumentar la leche materna, acotar las afecciones renales, etc.
Es quizá desde esta antigua óptica sobre los poderes del cristal que se creía que ya había caído en desuso pero que el movimiento New Age de América ha retomado, desde donde se ha renovado la vieja visión de la terapia de la curación, ya practicada por los egipcios.
Evidentemente, sin conocer las aplicaciones de la tecnología moderna (transistores, televisores, transmisores espaciales, ordenadores, etc.) los antiguos tenían, en efecto, al cristal por una de las más grandes maravillas de la naturaleza, agua divina petrificada por los dioses, intermediaria entre lo visible y lo invisible, símbolo de sabiduría, de pureza y de bendición.
Conscientes de esta sacralidad, sabían poner en práctica todas las dimensiones de este precioso material, impulsadas por viejas tradiciones procedentes de continentes desaparecidos (considerados como legendarios), como la Atlántida, las tierras de Mu como utilizadores de un cristal gigante que les permitía comunicar con los dioses.
Todavía en nuestros días, los indios de Arkansas veneran el cristal y los aborígenes de Australia lo utilizan para provocar la lluvia. Se pretende incluso que sus brujos tienen el poder de encerrar en los cristales de la turmalina color de sangre el alma de sus enemigos.