SACERDOTES QUE DEJARON HUELLA EN EL SIGLO XX
Alberto Royo Mejía
José Ramón Godino Alarcón
EDITORIAL VITA BREVIS
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Primera edición: Noviembre de 2012
Dedicatoria
A nuestros hermanos
sacerdotes de Getafe
y a muchos más
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“E l don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles” ( Presbyterorum Ordinis , 10).
“La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores” (Benedicto XVI).
Prólogo
L a intención de los autores es rendir homenaje con este libro a nuestro sacerdocio a través de un grupo de sacerdotes muy conocidos que, sin duda, han dejado una huella importante en el siglo XX. Quiero unirme a este homenaje destacando el bien inmenso que los sacerdotes hacen no sólo a la Iglesia sino también a toda la sociedad. Ellos hacen más humana la vida de nuestros pueblos y ciudades y ponen luz en medio de muchas oscuridades.
Por el ministerio que desempeño desde hace muchos años, primero como Vicario General y después como Obispo, trato continuamente con sacerdotes y creo que les conozco bastante bien. Les he visto y sigo viendo en las tareas más diversas, fundamentalmente en las parroquias, pero también en hospitales, cárceles, colegios, universidades y, me atrevo a decir, en casi todos los ámbitos de la vida social donde es posible llevar la luz del Evangelio, bien directamente o acompañando espiritualmente a los laicos que hacen presente a Jesucristo en aquellos lugares a los que sólo ellos pueden llegar. Les he visto visitando enfermos, peregrinando con jóvenes, organizando campamentos, dando retiros espirituales, predicando y celebrando los sacramentos, animando las catequesis de niños, jóvenes y adultos, siendo el alma de convivencias con familias, atendiendo residencias de ancianos con un derroche de ternura y caridad, organizando con voluntarios convocados por ellos las más diversas tareas de servicio a los pobres en las “cáritas” parroquiales, en las campañas de “Manos unidas”, en múltiples organizaciones misioneras o de ayuda la Tercer Mundo, o acompañando a jóvenes en experiencias de misión fuera de España. Pero, sobre todo, les visto escuchando mucho, amando mucho, aguantando mucho y sacrificándose mucho por la gente. También les he visto en momentos de mucho gozo y en momentos de mucho sufrimiento. Les he visto reír y llorar: les he visto jóvenes y llenos de vigor y también ancianos y enfermos. He tenido el privilegio de acompañar, en sus últimos momentos, a sacerdotes que han vivido este último trance de la vida con una profunda fe y un abandono total en las manos de la misericordia divina.
Yo debo mucho a los sacerdotes. Recuerdo todavía con emoción al sacerdote que me bautizó y, años más tarde, me acompañó en mi entrada al Seminario. Recuerdo con inmensa gratitud a los sacerdotes, profesores, formadores y directores espirituales que me fueron guiando en mi camino al sacerdocio: un camino apasionante que viví, en plena celebración del Concilio Vaticano II, con unos grandes deseos de parecerme a todos esos sacerdotes buenos, generosos, llenos de vitalidad y de amor a Cristo, que fueron pasando junto a mi dejando una huella de santidad.
Doy gracias a Dios por los sacerdotes que, con sus homilías, charlas espirituales y buenos consejos, han mantenido siempre viva en mi corazón la llama de la fe y del amor a Cristo. Especialmente doy gracias por los sacerdotes que me han escuchado en confesión, han perdonado mis pecados en nombre de Cristo y, en momentos difíciles, han devuelto la paz a mi alma. Doy gracias a Dios por los que, siendo ya obispo, han sabido corregirme y me han ayudado con sinceridad y misericordia a ser mejor obispo. Y doy gracias por aquellos que, a pesar mis torpezas, equivocaciones, olvidos o imprudencias, siguen viendo en mí al sucesor de los apóstoles que tiene la sagrada misión de servir al Pueblo de Dios, en comunión con el sucesor de Pedro, siendo vínculo de unidad, promoviendo el ardor apostólico y guiando a esta querida porción de Iglesia que el Señor me ha confiado por los caminos de la verdad y del bien.
El trabajo de los sacerdotes es, en la mayoría de los casos, un trabajo silencioso y oculto, sólo conocido por los que están cerca de ellos, pero es un trabajo que llega a mucha gente, en la Iglesia y fuera de ella. Por eso, aunque la propaganda anticatólica, trate continuamente de manchar su imagen, tengo la experiencia, continuamente constatada en mis vistas pastorales, del cariño que el Pueblo de Dios tiene a sus sacerdotes. Los sacerdotes son muy queridos y la gente, sobre todo la gente más sencilla, tiene con ellos multitud de detalles de cariño: desde el regalo de una bufanda porque le han visto con cara de frío hasta una tarta o un dulce para que ellos también participen en alguna fiesta familiar.
Espero que este libro sirva para valorar y querer más a los sacerdotes y para caer en la cuenta de la necesidad que tenemos de ellos. Me gustaría, de una manera especial, que sirviera para rezar por ellos y para pedir a Dios que nunca falten en la Iglesia sacerdotes santos, según su Corazón, que cuiden de nosotros.
+ Joaquín María, Obispo de Getafe.
Getafe, 2 de Diciembre de 2012
Preámbulo de los autores
D edicar un libro a todos los sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX sería una labor prácticamente imposible pues, en realidad, casi todos los cientos de miles de sacerdotes -seculares y religiosos- que vivieron y ejercieron su ministerio en dicho siglo dejaron huella de un modo o de otro. La mayoría una huella buena, pues pasaron por el mundo haciendo el bien, como su Divino Maestro; y unos pocos dejaron una huella mala, vergonzosa, pero de ellos mejor ni acordarse.
Huella buena dejaron los sacerdotes que vivieron abnegadamente, según la llamada que un día recibieron del mismo Señor y, por tanto, celebraron y administraron los sacramentos con amor, predicaron la Palabra de Dios con tenacidad, buscaron el bien de las almas a ellos encomendadas y se asemejaron a Cristo pobre y humilde, sin buscar su propia gloria, sino la mayor gloria de Dios. Los que vivieron así, sin duda, dejaron huella. Muchos no habrán salido en los periódicos ni habrán recibido condecoraciones; incluso no habrán hablado a multitudes si su ministerio no lo requería, pero dejaron huella por donde pasaron, en los que bautizaron, confesaron, casaron, alimentaron con el Cuerpo del Señor, prepararon para la buena muerte o enterraron; en los que aconsejaron, consolaron o guiaron; en los niños a los que enseñaron a rezar, en los jóvenes a los que enseñaron a vivir, en los matrimonios a los que enseñaron a amarse, en los pecadores a los que ayudaron a volver a Dios o en los ancianos a los que enseñaron a morir; en todos ellos sin duda dejaron una huella profunda y si todos estos fieles -y tantos otros no-católicos, no-cristianos o no-creyentes que les trataron- pudiesen hablar, contarían maravillas de ellos.