Santa Mónica y su hijo San Agustín
IV. REFLEXIÓN FINAL
Una gran mujer, ‘madre espiritual de muchos sacerdotes’, Teresa de Calcuta, dijo a los obispos reunidos en el Sínodo de la familia en 1980: “¡Dadnos santos sacerdotes! ¡Enviadnos sacerdotes santos!” Esto lo comentó el Papa Juan Pablo II, en el rezo del Ángelus de mediados de ese mes de octubre “¿de dónde deben salir estos sacerdotes, sino de las familias que viven en el espíritu de Cristo? Por esto se ha indicado el signo de la unión entre la vocación familiar y la vocación sacerdotal”.
Un cardenal de la curia vaticana, decía que “el pueblo creyente necesita sacerdotes, quiere sacerdotes, pide sacerdotes y está agradecido por los sacerdotes”. Agregaríamos: para ellos.
Por otra parte, en un documento del Pontificio Consejo para la Familia leemos que “los padres por ello deben alegrarse si ven en alguno de sus hijos los signos de la llamada de Dios a la más alta vocación de la virginidad o del celibato por amor del Reino de los cielos (…) deberán respetar y valorar la libertad de cada uno de sus hijos, animando su vocación personal y sin pretender imponerles ninguna determinada vocación”.
¿Cómo? Creando un clima propicio, a través de la oración silenciosa, del testimonio coherente de vida cristiana, de la participación activa en la vida de la Iglesia, en parroquias, pastorales especializadas, movimientos eclesiales, misiones familiares, teniendo una alta estima del sacerdocio, con cercanía a algún(os) sacerdote(s), etc.
El Papa Pablo VI decía que “las familias verdaderamente cristianas, si están animadas de espíritu de fe, de caridad y de piedad, constituyen como el ‘primer seminario’ (OT, 2) en cuyo seno, (…) germinan los brotes de las genuinas vocaciones masculinas y femeninas, se defiende su primer despertar (…)”.
En el desarrollo de la vocación sacerdotal hay pues una gran responsabilidad de los padres, sobre todo de las madres. De ahí la importancia de que haya una madre profundamente religiosa. Si cuando un niño juega a ser sacerdote, proponía el P. Kentenich, no hay que ridicudizarlo, sino ayudarlo en su juego, lo cual no quiere decir, ni con mucho, que el niño tenga vocación sacerdotal, como lo dijo en USA en 1962.
Una década antes, también en Milwaukee, en un retiro para matrimonios, les comentó que “quizás conozcamos la bonita expresión de Pío X, que llamaba a la familia cristiana ‘el primer seminario sacerdotal’. Miren, les dijo, mi familia como un seminario sacerdotal. Mi familia –casi, casi diría– también un seminario matrimonial. Todo lo grande que después irrumpirá en la vida del hijo, sea sacerdote, hermana o se case, todo eso quiere y debe fundamentarse en la familia. Así entendemos la expresión: mi familia, un seminario sacerdotal”. En la doble línea de la gestación y educación que deben dar los papás a sus hijos también debe estar presente esta consideración de su vocación.
En otra de esas conferencias en Norteamérica, dice el P. Kentenich: “Dos veces tiene una madre que dar la vida a su hijo. La primera vez cuando se engendra al hijo, cuando se le da la vida, es decir cuando se le concibe y se le da a luz. La segunda vez cuando el padre y la madre deben renunciar a él cuando Dios le llama. ¿Pero para qué le llama? Yo no educo al hijo para mí. Esto sería egoísmo, un egoísmo tremendo. ¿Para quién educo a mi hijo? Para nuestro Padre Dios… Educo al hijo de tal manera que cuando el buen Dios pone su mano sobre el hijo, bien sea para el matrimonio cristiano o para el servicio de Dios –como sacerdote o como cualquier otra forma de vocación a su servicio– El pueda disponer de mi hijo. Engendro de nuevo al hijo, en tanto renuncio a él… Yo doy vida al hijo; yo renuncio a él para que pueda desarrollarse. El hijo está situado en el punto central y no yo… Si el buen Dios nos regala un hijo es porque ha nacido para desempeñar una tarea en la vida. Tengo que renunciar al hijo cuando Dios quiera disponer de él.”
El Cardenal Arzobispo de Santiago de Chile, Mons. Francisco Javier Errázuriz O., en su Carta Pastoral sobre la vocación al sacerdocio ha escrito: “No faltan los papás y las mamás que han hecho enormes esfuerzos por financiar el acceso de sus hijos a la universidad, y piensan en el dinero que perderían si se fueran al Seminario…Como pastor puedo asegurarles que difícilmente podrían haber hecho una inversión mejor… Por lo demás, ¿quién quiere realmente impedir y no favorecer el llamado que un hijo recibe de Dios?” .
En muchos lugares han surgido grupos de madres de sacerdotes que se reúnen periódicamente a rezar por sus hijos sacerdotes, por todos los sacerdotes, por su fidelidad y fecundidad y a pedir por más vocaciones al sacerdocio.
Un ejemplo impactante y precursor de estos grupos ‘más recientes’ es el verdadero fenómeno ocurrido en una pequeña localidad del norte de Italia, Lu Monferrato, a 90 kilómetros al este de Turín. Allí, desde fines del siglo XIX las madres de familia se reúnen a rezar esta simple, breve y profunda oración:
“Señor, haz que uno de mis hijos llegue a ser sacerdote.
Yo misma quiero vivir como buena cristiana,
y quiero conducir a mis hijos hacia el bien
para obtener la gracia de poder ofrecerte, Señor,
un sacerdote santo.
Amén”
La súplica constante, humilde y confiada de estas madres de familia no quedó sin ser oída por el buen Padre Dios. Son cientos las vocaciones sacerdotales y religiosas las surgidas en ese lugar.
Otra experiencia puede ser la virtual, vinculándose a .
El fundador de Schoenstatt compartió una vez con matrimonios la experiencia de un sacerdote norteamericano. “El P. Lord relató cómo fue la historia de su vocación. Ya en su infancia lo asaltó esa idea. Estas cosas aparecen inesperadamente; no se sabe de dónde, pero de pronto se hacen presentes. Naturalmente fue a su madre y le dijo: Mamá, quiero ser sacerdote. La madre hizo un gesto como si no tuviera interés en el asunto, sólo sonrió. Pero para él el caso no terminó ahí. Durante muchos años no pensó más en ello, durante muchos años ese ideal “se perdió”. Pero cuando llegaron las primeras dificultades de la adolescencia, nuevamente afloró en él ese ideal. La madre hizo como si no se hubiese dado cuenta en absoluto, y dejó que el muchacho librara solo esa lucha. Un día fue a su madre y le dijo: Mamá, quiero ser jesuita. –Bueno, le dice entonces la madre, ahora, hijo, quiero confiarte mi secreto. ¿Cuál era ese secreto? He rezado por ti todos los días para que Dios te regalara esta vocación. Naturalmente él estaba feliz, y también ella.”