Bernal Díaz del Castillo - Cosas de encantamiento
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- Libro:Cosas de encantamiento
- Autor:
- Editor:Fondo de Cultura Económica
- Genre:
- Año:2013
- Índice:4 / 5
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Cosas de encantamiento: resumen, descripción y anotación
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Cosas de encantamiento — leer online gratis el libro completo
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ENCANTAMIENTO
CENTZONTLE
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2005
Primera edición electrónica, 2013
D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-1617-3
Hecho en México - Made in Mexico
La historia de México puede jactarse de contar con Bernal Díaz del Castillo como su primer historiador y, al mismo tiempo, su primer novelista. Tal afirmación se basa en que la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España es tanto una crónica minuciosa de los hechos vividos por su autor como una espléndida narración donde también caben invenciones. Entre la asombrosa memoria que conservó hasta su vejez y la imaginación desbordada con que escribe, Bernal Díaz fue un soldado que se volvió cronista pasados los ochenta años de edad, incitado por la urgente necesidad de narrar su propia versión de los hechos en los que participó; aunque también podríamos leerlo como novelista, pues es sabido que algunos de los pasajes que narra, anécdotas que consigna y hechos que menciona sucedieron sin que los haya presenciado, porque se encontraba distante o era ajeno a las circunstancias.
Lo cierto es que Bernal Díaz sintió la inaplazable necesidad de escribir su Historia verdadera al descubrir libros y recuentos, en particular el publicado por Francisco López de Gómara, donde se glorificaba con exageración la figura y el papel desempeñado por Hernán Cortés. Fue convencimiento de Bernal la necesidad insoslayable de redactar su propia versión, no para denostar al Capitán General, sino para contextualizar su figura en la real dimensión que, según Bernal, debería compartir junto con todos los conquistadores que participaron en los hechos. Parece increíble: entre el ensueño y la realidad, Bernal se sentó a escribir el recuento de su propia vida equilibrando una cierta objetividad histórica con un desenfreno literario. Se acuerda de los nombres de cada caballo y yegua, sus pintas y maneras; rememora las cicatrices de los más olvidados compañeros y registra detalles del clima y los horarios de cada batalla. Recuerda con exactitud las palabras de Cortés, la voz de Motecuhzoma, los sabores de las comidas que jamás había probado en España y los miedos incontenibles que asustaban a los conquistadores en medio de la noche.
Sabemos que nació en Medina del Campo en 1495, apenas tres años después de que Cristóbal Colón llegase a América. Él mismo declara ser hijo de Francisco Díaz del Castillo y de María Díez Rejón, aunque declara «no ser latino», se considera «persona de calidad» que se exagera como «idiota sin letras». Lo cierto es que, habiéndose asentado en Guatemala, formada su familia luego de haber tenido dos hijos con una indígena que le obsequió el propio Motecuhzoma, Bernal Díaz del Castillo se dedicó en cuerpo y alma a la minuciosa reconstrucción de los principales hechos y mínimos detalles de la conquista de México, escribiendo a mano y con deliciosa caligrafía uno de los libros más deslumbrantes de la lengua castellana. En 1584, casi al cumplir noventa años de edad, murió Bernal Díaz en Guatemala sin haber recibido noticia alguna sobre la posible publicación de su magnífico libro.
Centzontle se honra en presentar en estas páginas una selección de los párrafos más iluminados de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Se trata de las descripciones más apasionadas y asombradas que se quedarían para siempre en la memoria del cronista. Aquí se percibe el azoro ante lo desconocido, la admiración ante las grandezas del mundo mexica, la sentida importancia que el autor confiere a los hechos en los que participa y todo un vértigo de colores, sabores, edificios y multitudes que no parecen sino cosas de encantamiento, como las que se leían en los libros de caballerías o en los poemas épicos de la España medieval. No será difícil que el lector de estas páginas encuentre más de un pretexto para entrecruzar su prosa con algunos pasajes del Quijote, de Cervantes, al tiempo que quizá podrá revalorar la elevada importancia de los hechos que suscitaron el amanecer de la Nueva España.
CAPÍTULO XCI
De la manera e persona del gran Montezuma y de cuán gran señor era
CAPÍTULO XCII
Cómo nuestro capitán salió a ver la ciudad de México y el Tatelulco, que es la plaza mayor, y el gran cu de su Huichilobos, y lo que más pasó
CAPÍTULO XCIII
Cómo hicimos nuestra iglesia y altar en nuestro aposento, y una cruz fuera del aposento, y lo que más pasamos, y hallamos la sala y recámara del tesoro del padre de Montezuma, y cómo se acordó prender al Montezuma
CAPÍTULO XCIV
Cómo fue la batalla que dieron los capitanes mexicanos a Juan de Escalante, y cómo le mataron a él y el caballo y a otros seis soldados, y muchos amigos indios totonaques que también allí murieron
CAPÍTULO XCV
De la prisión de Montezuma, y lo que sobre ella se hizo
CAPÍTULO XCVI
Cómo nuestro Cortés envió a la Villa Rica por teniente y capitán a un hidalgo que se decía Alonso de Grado, en lugar del alguacil mayor Juan de Escalante, y el alguacilazgo mayor se le dio a Gonzalo de Sandoval, y desde entonces fue alguacil mayor; y lo que después pasó diré adelante
CAPÍTULO XCVII
Cómo estando el gran Montezuma preso, siempre Cortés y todos nuestros soldados le festejábamos y regocijábamos, y aun se le dio licencia para ir a sus cues
CAPÍTULO XCVIII
Cómo Cortés mandó hacer dos bergantines de mucho sostén e veleros para andar en la laguna; y cómo el gran Montezuma dijo a Cortés que le diese licencia para ir a hacer oración a sus templos, y lo que Cortés le dijo, y cómo le dio licencia
CAPÍTULO XCIX
Cómo echamos los dos bergantines al agua, y cómo el gran Montezuma dijo que quería ir a cazar; y fue en los bergantines hasta un peñol donde había muchos venados y caza; que no entraba a cazar en él persona ninguna, con grave pena
CAPÍTULO C
Cómo los sobrinos del gran Montezuma andaban convocando e trayendo a sí las voluntades de otros señores para venir a México a sacar de la prisión al gran Montezuma y echarnos de la ciudad
CAPÍTULO CI
Cómo el gran Montezuma con muchos caciques y principales de la comarca dieron
CAPÍTULO CII
Cómo nuestro Cortés procuró de saber de las minas del oro, y de qué calidad eran, y asimismo en qué ríos estaban, y qué puertos para navíos desde lo de Pánuco hasta lo de Tabasco, especialmente el río grande de Guazacualco, y lo que sobre ello pasó
De la manera e persona del gran Montezuma y de cuán gran señor era
SERÍA el gran Montezuma de edad de hasta cuarenta años, y de buena estatura y bien proporcionado, e cenceño e pocas carnes, y la color no muy moreno, sino propia color y matiz de indio, y traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le cubrían las orejas, e pocas barbas, prietas y bien puestas e ralas, y el rostro algo largo e alegre, e los ojos de buena manera, e mostraba en su persona en el mirar por un cabo amor, e cuando era menester gravedad. Era muy pulido y limpio, bañándose cada día una vez a la tarde; tenía muchas mujeres por amigas, e hijas de señores, puesto que tenía dos grandes cacicas por sus legítimas mujeres, que cuando usaba con ellas era tan secretamente, que no lo alcanzaban a saber sino alguno de los que le servían; era muy limpio de sodomías; las mantas y ropas que se ponía cada un día no se las ponía sino desde a cuatro días. Tenía sobre doscientos principales de su guarda en otras salas junto a la suya, y éstos no para que hablasen todos con él, sino cual o cual; y cuando le iban a hablar se habían de quitar las mantas ricas y ponerse otras de poca valía, mas habían de ser limpias, y habían de entrar descalzos y los ojos bajos puestos en tierra, y no mirarle a la cara, y con tres reverencias que le hacían primero que a él llegasen, e le decían en ellas: «Señor, mi señor, gran señor»; y cuando le daban relación a lo que iban, con pocas palabras los despachaba; sin levantar el rostro al despedirse de él sino la cara e ojos bajos en tierra hacia donde estaba, e no vueltas las espaldas hasta que salían de la sala. E otra cosa vi, que cuando otros grandes señores venían de lejas tierras a pleitos o negocios, cuando llegaban a los aposentos del gran Montezuma habíanse de descalzar e venir con pobres mantas, y no habían de entrar derecho en los palacios, sino rodear un poco por el lado de la puerta del palacio; que entrar de rota batida teníanlo por descaro: en el comer le tenían sus cocineros sobre treinta maneras de guisados hechos a su modo y usanza; y teníanlos puestos en braseros de barro, chicos, debajo, porque no se enfriasen. E de aquello que el gran Montezuma había de comer guisaban más de trescientos platos, sin más de mil para la gente de guarda; y cuando había de comer, salíase el Montezuma algunas veces con sus principales y mayordomos, y le señalaban cuál guisado era mejor o de qué aves e cosas estaba guisado, y de la que decían, de aquello había de comer, e cuando salía a lo ver eran pocas veces, e como por pasatiempo; oí decir que le solían guisar carnes de muchachos de poca edad; y como tenía tantas diversidades de guisados y de tantas cosas, no lo echábamos de ver si era de carne humana y de otras cosas, porque cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña y palomas y liebres y conejos, y muchas maneras de aves e cosas de las que se crían en estas tierras, que son tantas, que no las acabaré de nombrar tan presto; y así, no miramos en ello. Lo que yo sé es, que desque nuestro capitán le reprendió el sacrificio y de comer carne humana, que desde entonces mandó que no le guisasen tal manjar. Dejemos de hablar en esto, y volvamos a la manera que tenía en su servicio al tiempo de comer, y es desta manera: que si hacía frío teníanle hecha mucha lumbre de ascuas de una leña de cortezas de árboles que no hacían humo; el olor de las cortezas de que hacían aquellas ascuas muy oloroso; y porque no le diesen más calor de lo que él quería, ponían delante una como tabla labrada con oro y otras figuras de ídolos, y él sentado en un asentadero bajo, rico e blando, e la mesa también baja, hecha de la misma manera de los asentaderos, e allí le ponían sus manteles de mantas blancas y unos pañizuelos algo largos de lo mismo, y cuatro mujeres muy hermosas y limpias le daban aguamanos en unos como a manera de aguamaniles hondos, que llaman jicales, y le ponían debajo para recoger el agua otros a manera de platos, y le daban sus toallas, e otras dos mujeres le traían el pan de tortillas; e ya que comenzaba a comer, echábanle delante una como puerta de madera muy pintada de oro, porque no le viesen comer; y estaban apartadas las cuatro mujeres aparte, y allí se le ponían a sus lados cuatro grandes señores viejos y de edad, en pie, con quien el Montezuma de cuando en cuando platicaba e preguntaba cosas, y por mucho favor daba a cada uno destos viejos un plato de lo que él comía; e decían que aquellos viejos eran sus deudos muy cercanos, e consejeros y jueces de pleitos, y el plato y manjar que les daba el Montezuma comían en pie y con mucho acato, y todo sin mirarle a la cara. Servíase con barro de Cholula, uno colorado y otro prieto. Mientras que comía, ni por pensamiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda, que estaban en las salas cerca de la del Montezuma. Traíanle frutas de todas cuantas había en la tierra, mas no comía sino muy poca, y de cuando en cuando traían unas copas de oro fino, con cierta bebida hecha del mismo cacao, que decían era para tener acceso con mujeres; y entonces no mirábamos en ello; mas lo que yo vi, que traían sobre cincuenta jarros grandes hechos de buen cacao con su espuma, y de lo que bebía; y las mujeres le servían al beber con gran acato, y algunas veces al tiempo del comer estaban unos indios corcovados, muy feos, porque eran chicos de cuerpo y quebrados por medio de los cuerpos, que entre ellos eran chocarreros; y otros indios que debían de ser truhanes, que le decían gracias, e otros que le cantaban y bailaban, porque el Montezuma era muy aficionado a placeres y cantares, e a aquéllos mandaba dar los relieves y jarros del cacao; y las mismas cuatro mujeres alzaban los manteles y le tornaban a dar agua a manos, y con mucho acato que le hacían; e hablaba Montezuma a aquellos cuatro principales viejos en cosas que le convenían, y se despedían de él con gran acato que le tenían, y él se quedaba reposando; y cuando el gran Montezuma había comido, luego comían todos los de su guarda e otros muchos de sus serviciales de casa, y me parecen que sacaban sobre mil platos de aquellos manjares que dicho tengo: pues jarros de cacao con su espuma, como entre mexicanos se hace, más de dos mil, y fruta infinita. Pues para sus mujeres y criadas, e panaderas e cacaguateras era gran cosa la que tenía. Dejemos de hablar de la costa y comida de su casa, y digamos de los mayordomos y tesoreros, e despensas y botillería, y de los que tenían cargo de las casas adonde tenían el maíz, digo que había tanto que escribir cada cosa por sí, que yo no sé por dónde comenzar, sino que esperábamos admirados del gran concierto e abasto que en todo había. Y más digo, que se me había olvidado, que es bien de tornarlo a recitar, y es, que le servían al Montezuma estando a la mesa cuando comía, como dicho tengo, otras dos mujeres muy agraciadas; hacían tortillas amasadas con huevos y otras cosas sustanciosas, y eran las tortillas muy blancas, y traíanselas en unos platos cobijados con sus paños limpios, y también le traían otra manera de pan que son como bollos largos, hechos y amasados con otra manera de cosas sustanciales, y pan pachol, que en esta tierra así se dice, que es a manera de unas obleas. También le ponían en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro traían liquidámbar revuelto con unas yerbas que se dice tabaco, y cuando acababa de comer, después que le habían cantado y bailado, y alzada la mesa, tomaba el humo de uno de aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se dormía. Dejemos ya de decir del servicio de su mesa, y volvamos a nuestra relación. Acuérdome que era en aquel tiempo su mayordomo mayor un gran cacique que le pusimos por nombre Tapia, y tenía cuenta de todas las rentas que le traían al Montezuma, con sus libros hechos de su papel, que se dice
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