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Antonio Núñez - La estrategia del pingüino: Influir con mensajes que se contagian de persona en persona

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    La estrategia del pingüino: Influir con mensajes que se contagian de persona en persona
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    Penguin Random House Grupo Editorial España
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    2011
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La estrategia del pingüino: Influir con mensajes que se contagian de persona en persona: resumen, descripción y anotación

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Todas las claves para influir en el nuevo entorno de las comunicaciones en cadena, a tiempo real y de persona en persona.

El declive de la comunicación de masas y el triunfo de las tecnologías de comunicación de persona en persona han provocado una explosión de información que crece de manera vertiginosa y fragmenta la opinión pública. Comunicar hoy es propagar. Las espirales irracionales, los rumores en cadena y los pronósticos impulsivos terminan por hacer mella en la confianza de clientes, socios, expertos, líderes de opinión y medios de comunicación.

La estrategia del pingüino le revela las claves de la comunicación de persona en persona. Su lectura le permitirá influir en cómo los demás perciben sus mensajes y, lo más importante, en cómo estos los transmiten a su red de personas de confianza

Los expertos opinan:
«Con el nervio de un thriller, Antonio Núñez disecciona las contradicciones que generaun mundo de comunicaciones fuera de control. Una trepidante detonación de consejos prácticos y optimismo.»
Dr. Jordi Montaña, catedrático del departamento de dirección de marketing, ESADE Business School

«Este libro es un paso más allá del storytelling. Encierra un profundo conocimiento de nuestra naturaleza gregaria, y una buena acumulación de casos para entender por qué la gente opina y actúa como lo hace. Nadie lo ha explicado con la claridad y la inteligencia de Antonio.»
Luis Arroyo, presidente de ACOP, Asociación de Comunicación Política, y consultor internacional

«Estudiando el compañerismo y la solidaridad de los pingüinos, Antonio proporciona las claves para lograr una comunicación más personal y fiable en un entorno empeñado en mostrarse cada día más gélido.»
Gregorio Panadero, director global de comunicación e imagen de Grupo BBVA

«Esta es la época del fin del intermediario: en la comunicación, en el comercio, en la moda o en la política. El tú a tú teje la red que lo cubre todo y este libro sirve para conocer cabalmente cómo se hila el nuevo mundo.»
Vicente Verdú, sociólogo y autor de El capitalismo funeral

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CAPÍTULO 1
¿La comunicación evoluciona como las
playas de Cádiz, Barcelona o Ipanema?

De la comunicación de masas a la comunicación de persona
en persona: una introducción personal

PINGÜINOS

Texto extraído del artículo: Kooyman, G. L., Drabek, C. M., Elsner, R. y Campbell, W. B., «Diving Behavior of the Emperor Penguin, Aptenodytes forsteri», The Auk, American Ornithologist’s Union, vol. 88, 1971, p. 786.

OBSERVACIONES GENERALES DE NADO

Comportamiento gregario. Con frecuencia, a los pingüinos emperador se les ve nadar en un grupo que, además, actúa al unísono, de acuerdo con nuestras observaciones. Pudimos apreciar el ejemplo más extremo de este comportamiento coordinado cerca de la colonia del cabo Crozier. Los pájaros se zambullían haciendo agujeros muy separados en una superficie de mar con una capa de hielo de grosor muy fino (entre 15 y 30 cm). De repente podía aparecer un grupo de pájaros casi al unísono. A veces de un agujero de apenas tres metros de diámetro podía emerger de golpe un grupo de hasta treinta pingüinos. Entonces, como si les hubieran dado una orden, todos se iban zambullendo de uno en uno. Nuestras observaciones en mar abierto fueron similares tanto en el cabo Royds como en el cabo Crozier.

1

«¡Atención! ¡Atención! —graznó con un tono nasal y trompeteante el sistema de megafonía—. Se ha perdido un crío. Tiene seis años, es moreno y lleva un traje de baño azul marino. Responde al nombre de Antoñito. Se ruega a quien lo encuentre que lo traiga a la caseta de la Cruz Roja sita en esta playa.»

España. Años setenta. Agosto. Como cada domingo de verano, casi toda la colonia de vecinos del pueblo, compuesta por 150.000 especímenes, habíamos emprendido nuestra migración hacia las playas de la costa de Cádiz. Durante el verano gaditano de Jerez de la Frontera, la temperatura acaricia sádicamente los cuarenta grados centígrados.

La playa favorita de mi familia era la de Valdelagrana, en El Puerto de Santa María. Hacia las once de la mañana toda la colonia se agolpaba en los accesos a la playa y arrastrábamos nuestros pies en procesión torpe y bamboleante hacia la orilla del mar.

Cada grupo familiar avanzábamos en fila india sobre una arena blanca y fina que nos abrasaba las plantas de los pies, y nos apresurábamos a conquistar unos metros de playa. Como prueba fehaciente de la conquista territorial, el macho más adulto de la familia tomaba el parasol y lo hendía cual espada artúrica en la arena. A continuación desplegábamos mesas, sillas, abuelos y suegras. Era imperativo colocar al cobijo del parasol una pieza indispensable para sobrevivir a un severo día de playa andaluz: la nevera portátil.

Cada nevera contenía prácticamente lo mismo. Todas y cada una de ellas serían destapadas gregariamente a la misma hora, perfumando la playa con el aroma del aceite de oliva. Nuestra dieta veraniega se componía de chacina y queso como aperitivo, tortilla de patata española y, de postre, una sandía o un melón. Todo ello regado con cerveza o tinto con gaseosa y deglutido en parloteante comunidad alrededor de las dos de la tarde.

Una vez afianzado el estandarte familiar, me iba a la orilla del mar a retozar con los polluelos de la familia vecina. Mi padre y mi abuelo desplegaban las páginas del Diario de Jerez. Mi madre y mi abuela formaban un corro de sillas plegables junto a las hembras de las familias colindantes. Charlarían todo el día mientras observaban a los miles de bañistas que paseaban por la orilla.

En la playa me comportaba como un auténtico pájaro bobo. De poco servían las advertencias de los adultos sobre la distancia máxima a la que podía alejarme durante mis juegos. Era inútil saber que, si me perdía, me castigarían con la tortura de permanecer una hora quieto bajo el parasol, viendo jugar a los demás críos. Excitado por las olas y los partidos de fútbol sobre la arena compacta de la orilla, me iba alejando poco a poco hasta perderme. Entonces era cuando algún familiar se acercaba al puesto de la Cruz Roja del Mar y pedía a la locutora que anunciase mi pérdida. El sistema de megafonía, omnipresente a lo largo y ancho de toda la playa, se ponía en marcha. En escasos segundos algún adulto me identificaba y me llevaba de la mano, o de la oreja, a la caseta de madera de la Cruz Roja, donde me esperaba alguien de mi familia.

La megafonía gozaba de una eficacia asombrosa como medio de comunicación, pese a que interrumpía brutal y constantemente la paz del día de playa de toda la colonia a fuerza de decibelios. Nada más oír el «¡Atención! ¡Atención!» de la locutora, mi padre y mi abuelo sacaban sus cabezas del periódico local y el corro de hembras enmudecía. Los futboleros se retiraban el pequeño transistor de radio de la oreja y las hembras que hacían crucigramas levantaban el bolígrafo del papel. Tras escuchar el mensaje atentamente, escrutaban a su alrededor durante unos instantes para ver si encontraban cerca al polluelo perdido que reclamaba la megafonía. Solo después de hacerlo volvían a sus distracciones. El sistema de megafonía inspiraba confianza y proporcionaba seguridad. Mis camaradas más traviesos se perdieron y fueron recuperados puntualmente varias veces a lo largo de muchos domingos de playa durante toda su infancia.

El sistema de megafonía no emitía sus frecuentes alaridos solo para reclamar polluelos perdidos. También interrumpía con su tono impersonal para alertar sobre el estado de la mar o dar consejos para un baño saludable. A veces anunciaba temas tan prosaicos como eventos locales, bailes o conciertos veraniegos. Ese medio de comunicación masivo no solo era capaz de captar la atención y detener durante minutos la vida de la colonia veraneante, sino que además sus mensajes gozaban de total credibilidad. Las madres prohibían terminantemente el baño a los críos si así lo recomendaba la megafonía, y si anunciaba que el baile comenzaba a las siete y media, a las siete y media en punto estábamos todos vestidos de domingo ensayando con el pie la primera pieza.

Un único medio de comunicación masivo, impersonal y casi anónimo, era capaz de captar la atención, paralizar a placer e influir en la manera de saborear el verano de miles de individuos. Y siguiendo sus consejos, todos los veraneantes terminábamos disfrutándolo de la misma forma y al mismo tiempo.

No obstante, en la playa de Valdelagrana había un segundo sistema de comunicación que superaba en eficacia, credibilidad y confianza a la megafonía. Se trataba del pregón playero —a voz en grito— del Papi, cuyo timbre podía distinguirse entre la algarabía retozona de la playa.

«¡Qué alegría de verano! ¡Qué alegría! Paaaaaaaapiiiiiiiii, Papi, el famosooooooo, el más queridooooo, el famoso de la playa de… errr… —Aquí el Papi titubeaba unos microsegundos—. ¡Valdelagrana! Compre las papas más ricas de toda Valdelagrana. ¡Qué alegría de verano, qué alegría!»

Rafael Pérez Sánchez, alias el Papi, natural de El Puerto de Santa María, era vendedor ambulante. A diario recorría quince kilómetros de playa, vistiendo pantalón y camisa de un algodón blanco inmaculado. Completaba su atuendo una gorra pasada de moda —grande y abullonada como la de los vendedores de prensa del Nueva York de los años veinte—, también de color blanco.

Yo de polluelo creía que el Papi era de raza negra. Al ir acercándome a la adolescencia comprendí que su tono de piel se debía al sol gaditano. Me llamaba mucho la atención el color amarillo achicharrado y las venitas rojizas de sus globos oculares, sin duda, también obra del sol. Jamás lo vi usar gafas protectoras. Seguramente el Papi sabía muy bien que vendedor con gafas de sol no caza clientes.

La leyenda decía que el Papi caminaba varias veces al día la costa gaditana con su canasto de anea lleno de patatas fritas bajo el brazo. Según confesó al periódico

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