A mi madre.
Con ella lo soy todo.
P RÓLOGO
«E scribimos para cambiar el mundo (...). El mundo cambia en función de cómo lo ven las personas y si logramos alterar, aunque solo sea un milímetro, la manera como miran la realidad, entonces podemos cambiarlo».
Estas palabras son de James Baldwin, escritor afroamericano y uno de los más conocidos precursores del movimiento por los derechos civiles. Pero no solo escribimos, también hablamos, decimos, contamos..., y las palabras pueden alterar la manera en que los ciudadanos ven la realidad. Las palabras nos hacen humanos. La humanidad es un relato permanente, una historia contada y compartida. La Torre de Babel no fue una maldición, al contrario: la diversidad del lenguaje y de lenguas nos convirtió en culturas. Y sin ellas, no existiríamos como civilización.
Pero las palabras son, a la vez, forma y fondo. Las mil y una maneras de decir «basta», por ejemplo, o un lacónico y contundente «sí» forman parte de nuestro extraordinario potencial para la comunicación. Podríamos decir que la capacidad de comunicación verbal y narrativa es parte de la capacidad para desarrollarse y progresar, gracias a la habilidad persuasiva. Convencer —o ser creído, aceptado, comprendido— es el núcleo central de cualquier proceso de desarrollo personal o colectivo.
De hecho, en España, tenemos un déficit estructural destacable, originado por la escasa importancia que da nuestro sistema educativo a la oratoria o a la dialéctica, algo que se refleja inevitablemente en nuestros líderes políticos e institucionales. También sociales y económicos. Es cierto que, en estos momentos, podemos encontrar políticos con más habilidad o carisma, pero ninguno de ellos nace con dotes innatas de oratoria. Esta se aprende, se practica, se ejerce. Y es curioso que, por ejemplo, en Francia, Reino Unido, Alemania o Estados Unidos, existan exámenes orales que son fundamentales. Una iniciativa que no es otra cosa que tradición educativa. Una tradición que España nunca ha llevado a la práctica porque nunca se han considerado «importantes» las exposiciones habladas.
«Cuando defiendes públicamente tus ideas, debes esforzarte para vivir de acuerdo con ellas. Y porque piensa que él es lo que habla, el guerrero acaba transformándose en lo que dice», palabras del escritor Paulo Coelho. Y vienen a la cabeza tantos discursos con un objetivo claro que se ven dilapidados por salidas de tono, a posteriori, ante tantos micros abiertos... Como bien apunta Fran Carrillo en este libro, qué buen país habría con más caramelos y menos envoltorios. Y sí, coincido con él en que, al menos, los discursos serían más dulces y los políticos menos empalagosos.
Sin embargo, hay otro gran debate en torno a los discursos, al universo verbal y gestual de la comunicación, relacionado con su preparación. ¿Qué nivel tienen los políticos y cargos públicos? Las limitaciones son grandes, incluso a la hora de hablar en inglés, por ejemplo. Es obvio que nuestros líderes, que mayoritariamente rondan los 50 años, se han visto obligados a superar el déficit del idioma con mucho esfuerzo. Incluso José Luis Gómez, actor, director y mito del teatro español, al ingresar en la Real Academia Española el pasado enero, ofreció un discurso en el que no faltaron las críticas hacia la oratoria de los políticos: «El uso del español en nuestro país sufre deterioro; nos asombra, por comparación, la justeza del habla de las gentes de Latinoamérica; la alocución escénica en nuestros escenarios no está a la altura de otras grandes tradiciones análogas europeas; el manejo de la lengua hablada en la política nos lleva, a veces, a parpadear con estupor».
La democracia necesita de electores pero, ante todo, de lectores. Las personas tienen la capacidad de leer y combatir la sumisión al poder, a lo previamente establecido. Leer es el primer debate por la libertad. Y escuchar. Aprender a escuchar. La escucha es el primer paso hacia la interpretación, hacia la acción. Porque sin escucha no hay comunicación adecuada que se pueda emitir, ni éxito. Tampoco lectura justa que se pueda creer. Y de eso trata este libro. La obra que el lector tiene entre sus manos es una colección de afirmaciones para progresar en el ámbito de la oratoria y de la retórica, del lenguaje no verbal y su capacidad para proyectar con movimientos lo que nace como idea, para avanzar en el control e interpretación correcta de nuestras emociones y nuestros gestos, para dominar, en suma, nuestra comunicación de forma integral y clara.
Mejorar nuestra oratoria y retórica es contribuir a la claridad del pensamiento, a través de la precisión, belleza y persuasión del lenguaje. Dime cómo hablas y te diré cómo eres, cómo piensas. Hablar mejor, escribir mejor..., no es solo una cuestión técnica. Es, cada vez más, una cuestión moral y ética que relaciona, íntimamente, lo que dices con lo que piensas y haces (que el cuerpo vaya siempre en paralelo a la palabra, nunca en perpendicular). Es también un esfuerzo constante para relacionar palabras con ideas y estas con argumentos. Hablar bien nos ayuda a pensar más, a elaborar y justificar mejor y más profundo. Es forma inseparable del fondo.
Fran Carrillo ha sabido hilar fino los silencios escritos para ser leídos y comprender cuánta importancia tienen los discursos en el ámbito de la política y de las empresas. Él apunta que somos lo que escuchamos, pero también proyectamos una parte de nosotros cuando hacemos, hablamos, decimos, nos expresamos... En el discurso también se miente, como queda reflejado a lo largo de estas páginas, y se puede contrastar con los ejemplos que el libro nos ofrece. Y no faltan palabras sobre la corrupción del discurso, del que bien afirma él que empieza por el mensaje y acaba con el gesto.
Al igual que tampoco faltan citas, como esta de Oscar Wilde, que resume a la perfección la motivación de esta obra: «No existe una segunda oportunidad para causar una buena impresión». Y estoy convencido de que tras estas páginas se esconde la buena impresión que solo un profesional de la oratoria podría mostrar con determinación, ejemplos, investigación y convicción en la primera oportunidad, su ocasión. La comunicación existe, pero su mejora depende de la consciencia de quiénes somos y la constancia de saber lo que queremos. Realidad y ensayo. Prueba y Error. Acción y reacción. Fran Carrillo ha escrito un buen libro. Pero lo más importante: lo ha hecho con el sentimiento y el conocimiento de quien tiene un amor inagotable por las palabras y conoce sus secretos. En este libro nos descubre algunos de ellos. Su generosidad es paralela a su talento. Porque sabe, comparte. Porque comparte, sabe. Gracias por escribirlo y por darme la oportunidad de prologarlo.
A NTONI G UTIÉRREZ -R UBÍ
Asesor de comunicación y consultor político.
Director de Ideograma
@antonigr
I NTRODUCCIÓN
N o se sabe qué empezó primero: si el gesto o la palabra. Si primero fue el verbo o fue el movimiento que lo representaba y que se adelantó al mensaje. Si el lenguaje se conformó desde los orígenes por una necesidad de los emisores o por un sentido de supervivencia del receptor, o bien por un deseo conjunto de interactuar mediante todos los elementos posibles. Eso que desde tiempo inmemorial se llama comunicación y que debería denominarse más bien comunicAcción, ya que provoca siempre reacciones en quienes reciben los mensajes y gestos lanzados.
Ya desde época romana la gestualidad significaba algo más que una mera expresión de sentimientos o estados de ánimo. Un estudio reciente de dos profesoras de la Universidad de las Islas Baleares (Mª Antonia Fornés y Mª Carme Bosch), junto a investigadores de la Universidad de Barcelona, revelaba que la simbología de los gestos estaba a la orden del día. Por ejemplo, el célebre tirón de orejas que alguna vez hemos sufrido, bien como castigo o reprimenda, bien como evidencia de que hemos cumplido años, se remonta a épocas pretéritas. Así, para los romanos, el lóbulo auricular era donde residía la memoria ( est in aure ima memoriae locus, en palabras de Plinio), por lo que agarrar esa parte de la cara y tirar de ella no era más que un ejercicio de memoria, un recordatorio del paso inexorable del tiempo. Un gesto simbólico manifestado por otro gesto evidente, notorio y recordable. En el mismo estudio se aporta otra prueba de la permanencia o evolución de gestos tan conocidos como afirmar o negar con la cabeza, que ya los romanos realizaban con frecuencia. En el primer caso, mover la cabeza en sentido vertical de arriba abajo en secuencias alternativas significaba la confirmación o aprobación de algo. Eso ha perdurado hasta nuestros días. Pero negar con la cabeza no se realizaba como se hace hoy, ejecutando movimientos laterales a izquierda y derecha, sino que los romanos echaban su cabeza hacia atrás, en forma despectiva y altiva, costumbre que en muchas zonas mediterráneas aún permanece, como nos confirma dicho estudio.