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Franz-Olivier Giesbert - Un animal es una persona

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Franz-Olivier Giesbert Un animal es una persona

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Tras pasar toda su vida acumulando vivencias anécdotas reflexiones y lecturas - photo 1

Tras pasar toda su vida acumulando vivencias, anécdotas, reflexiones y lecturas sobre el tema, Franz-Olivier Giesbert alza su voz para exigir humanidad para los animales, de quienes nos brinda un sorprendente retrato, un recorrido histórico de nuestra relación con ellos y una inolvidable iniciación en su inteligencia, al tiempo que un informe estremecedor sobre el modo en que son sacrificados industrialmente.

En las páginas de Un animal es una persona conviven una cabra psicoanalista, un lucio vengativo, Jacques Derrida, un gato brutalmente mutilado que desencadena un movimiento de protesta felino, además de los sabios cerdos y las poco populares arañas. Una historia única sobre los seres vivos destinada a cambiar o a reafirmar radicalmente nuestra perspectiva.

Franz-Olivier Giesbert Un animal es una persona ePub r10 Titivillus 091016 - photo 2

Franz-Olivier Giesbert

Un animal es una persona

ePub r1.0

Titivillus 09.10.16

A Michel O.

Yo he sido ya antaño muchacho y muchacha, y un arbusto, y un pájaro y un pez escamoso en el mar.

EMPÉDOCLES

En el fondo de la sublevación que siento contra los fuertes, lo que veo hasta donde me llega la memoria es el espanto de las torturas que padecen los animales.

LOUISE MICHEL

Cristo está con [los animales] antes que con nosotros.

FIODOR DOSTOIEVSKI

Prólogo

En el principio era el verme, un verme de agua sin cabeza y de cuerpo blando. Apareció en los océanos hace quinientos millones de años.

Por lo visto, descendemos todos de ese gusano acéfalo. Las hormigas, los elefantes, las muchachas, las luciérnagas, los chicos, los loros, los mapaches y las truchas marinas.

No hay de qué presumir en lo referido a nuestros inicios en este mundo: nuestro antepasado común era un tubo digestivo que reptaba por los océanos, con una boca para alimentarse y un ano para defecar. Nada más. Y de esa forma llegamos a ser lo que somos: humanos, aves, reptiles o insectos. Todos semejantes, aunque no nos parezcamos.

Mucho después, salimos del estado vermiforme para empezar a movernos por las aguas buscando con qué alimentarnos. Aparecieron unas aletas y una mandíbula dentada. Hace cuatrocientos millones de años éramos peces.

Día llegó en que terminamos por salir del agua y, por fin, utilizamos el aire para hallar en este mundo la pitanza. Nos convertimos de peces en tetrápodos, con dos pares de patas. Para ser exactos, en reptiles mamiferoides, con un ritmo de vida nocturno, que son una prefiguración de los mamíferos.

No descendemos del gusano, ni del pez, ni del tetrápodo, ni del cerdo, ni del mono, somos todos ellos a la vez, como lo indican nuestros cromosomas. Las cosas nos han salido mejor que a los demás, eso es todo. Tanto, que nos hemos convertido en un caso de manual: la única especie animal, junto con la rata topo, que extermina a sus propios individuos.

Si dejamos aparte esa particularidad, el Homo sapiens, aunque esté en la cima de la creación, no es, a fin de cuentas, sino un elemento, entre otros, que tiene 46 cromosomas, tantos como la serpiente o el murciélago, pero menos que el pollo (78), la carpa dorada (100) o el esturión chato (372).

Platón opinaba que vivimos demediados. Esa es la tragedia de nuestra especie, el origen de su nostalgia congénita. En esta tierra, siempre echamos de menos algo cuya carencia se compensa con el amor, pero también con la amistad y la transcendencia. Para ser felices, necesitamos competiciones deportivas, victorias, misas, conciertos: la mayoría de nosotros necesita sentirse en comunión con los demás.

Cuando se trata de ir al encuentro de nuestros congéneres, es este un comportamiento que no se discute, es incluso una aspiración natural a cuyo servicio están, por lo demás, las religiones que, por definición, crean vínculos. Con el mundo animal, en cambio, las cosas no son tan evidentes. Tenemos tendencia a regatearle nuestra piedad en nombre del principio de que no es extensible.

Ahora bien, el desvalimiento no se puede dividir. Ni la compasión tampoco. No veo por qué iba a ser menos legítima por aplicarse a unos animales con los que tantas cosas llevamos compartiendo desde la noche de los tiempos. Como si algunos seres se la merecieran y otros, no. No admito el concepto antropocéntrico y neciamente maltusiano según el cual todo el cariño que les demos a los animales se lo quitamos a los humanos.

Antes bien, en cuanto empezamos a pesar la caridad en una balanza melindrosa significa que andamos escasos de ella. El impulso nos impele hacia los humillados y ofendidos, ya vistan ropas, escamas, plumas o pieles de pelo corto o largo. La solidaridad, o es total o no existe. Es un sentimiento que no sabe de ahorro.

En estos momentos en que la ciencia se interesa por fin por los animales y avanza a pasos de gigante en su conocimiento, sobre todo en el de los peces, a nuestra especie no le queda más remedio que cambiar de actitud: efectivamente, como ya lo decía san Francisco de Asís, los animales son hermanos nuestros; vamos a tener que darles otro trato. Nada podrá detener esa revolución de la mentalidad que ya está en marcha.

Si he escrito este libro, ha sido para sacar lecciones de toda una vida con los animales, desde la más tierna infancia, en la granja primero y, luego, en la ciudad. En el transcurso de estas páginas le hablaré al lector de varios de mis amigos a los que, por mucho que les rinda homenaje, nunca les podré pagar cumplidamente las dichas que me proporcionaron su candor y su sentido del humor: Perdican, el chivo joven, o Coco, el loro viejo, y, además, gatos, arañas, bóvidos o perros.

Nunca olvidaré la alegría de vivir del zorro al que vi bailar mirando al sol en un hermoso atardecer de agosto, en mi jardín de Normandía. Nunca olvidaré la risa del labrador que se entretenía escondiéndome los zapatos. Nunca olvidaré la mirada descompuesta del corzo, atropellado en la carretera comarcal de Cavaillon, que una familia de Thénardiers provenzales metía sin perder tiempo en el maletero de la camioneta para despedazarlo al llegar a casa. Le leía en los ojos que era un semejante mío: no necesitábamos hablar para entendernos.

He escrito también esta celebración de los animales para invitar a todos a reconciliarnos con su mundo, del que la humanidad lleva tanto tiempo excluyéndose y con el que, en realidad, no constituye sino uno solo, ya que nuestros destinos irán unidos en lo bueno y en lo malo mientras dure la vida en nuestro planeta. Precisamente porque todos los años nos comemos miles de animales procedentes de la tierra en que vivimos y del mar, ya es hora de que nos bajemos del pedestal para volver a encontrarnos con ellos, para escucharlos y entenderlos.

El caso Perdican

Cuando hago memoria para recuperar mis primeras emociones con un animal, lo que veo es una cabra. Para ser exactos, un chivo joven al que le estaban apuntando los cuernos, de mirada despierta y media sonrisa.

Mis padres me habían comprado una cabra en mi séptimo cumpleaños. Se llamaba Rosette. Era muy distinguida, tenía la perilla blanca y el pelaje castaño oscuro, precioso, con reflejos granate. Un cruce de alpina a juzgar por el pelo largo. Estaba preñada, y pocas semanas después parió dos cabritillos, Camille y Perdican.

¿Cuál es el animal con mayor encanto de la creación? No me cabe duda de que el corzo. Perdican tenía esa misma flexibilidad, esa misma agilidad, ese mismo porte altanero, iba a decir ese mismo complejo de superioridad. Hermoso como un dios, era de pelaje beis con una raya negra en la espalda, la cola blanca y el hocico resuelto.

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