«Se cumplió la belleza de la no-historia; se suprimieron los homenajes a capitanes, generales, abogados, gobernadores en los que no se recuerda el nombre de ninguna magnífica obra de madre, ninguna gracia fantástica de niño, ni suicidio sin luz de joven atontado por la vida; se dejó su muerte a los muertos y se habló solo de lo viviente: la sopita, el mantel, el sofá, la lumbre, el remedio feo, los zapatitos, la escalerita, el nido, la higuera, el pino, el oro, la nube, el perro, ¡Pronto!, las rosas, el sombrero, las risas, las violetas, el tero [...] plazas y parques con los nombres de las máximas vivencias humanas, sin apellido; calle de la Novia, el Recuerdo, el Infante, el Retiro, la Esperanza, el Silencio, la Paz, la Vida y la Muerte, los Milagros, las Horas, la Noche, el Pensamiento, Juventud, Rumor, Pechos, Alegría, Sombras, Ojos, Paciencia, Amor, Misterio, Maternidad, Alma. Se deportaron todas las estatuas que enlutan a las plazas, y su lugar quedó ocupado por las mejores rosas; únicamente se sustituyó la de José de San Martín por una simbolización del “Dar e Irse”».
Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna
(Primera novela buena), Buenos Aires, Corregidor, 1975,
pág. 203-204, citado por Alberto Gabriel Piñeiro en
Barrios, calles y plazas de la Ciudad de Buenos Aires.
Origen y razón de sus nombres, Buenos Aires,
Gobierno de la Ciudad, 2008, pág. 7.
Cuentan que cuando el 11 de junio de 1580, don Juan de Garay concretó la segunda y definitiva fundación de Santa María de los Buenos Ayres, no designó más que la Plaza Mayor, que tras las Invasiones Inglesas sería la Plaza de la Victoria, la misma que poco después, revolución mediante, perdería su «r» final para llamarse Plaza de Mayo. También cuentan que había un primer trazado de ciento cuarenta y cuatro manzanas cuadradas e iguales que corrían de norte a sur y de este a oeste proyectando una idea de futura ciudad.
Leída y firmada el acta fundacional, y tras plantar la cruz eclesial y tomado juramento a las autoridades, Garay ordenó que se «enarbolara un palo o madero por Rollo público». ¿De qué se trataba? Del establecimiento formal de un madero de algarrobo que, desde entonces, sería el símbolo de la justicia. Aquel palo debía recordar a los pobladores que ningún delito sería tolerado, y aquel que acaso lo cometiera, sería atado al madero donde sería ejecutado. Por supuesto, esto corría para el pueblo. Los nobles que cometieran alguna fechoría no terminarían sus días en el amenazante algarrobo, sino, teóricamente, por otros medios. Como fuere, el palo fue plantado y allí quedó. Quien se atreviera a moverlo o destruirlo, sería condenado a muerte de inmediato.
También se sorteó quién sería el patrono de la ciudad, siendo designado por la suerte San Martín de Tours, quien salió sorteado tres veces consecutivas porque la gente de Garay se negaba a tener por patrono a un «santo francés», pero se rindieron al ver que «la providencia» lo elegía tres veces consecutivas y acordaron que todos los años el regidor más antiguo debía sacar el estandarte del santo elegido en una suerte de paseo ritual. El trazado iba desde la avenida Independencia hasta Viamonte, y desde Balcarce-25 de Mayo hasta Salta-Libertad, empleando la nomenclatura actual de las calles. Solo las cuarenta manzanas próximas a la plaza estaban destinadas a edificaciones o «solares», como se decía entonces. Garay entregó a cada poblador una cuadra en los suburbios, para que con ella «atendiera a sus indios, servicios y menesteres». Esas cuadras «lejanas» estaban a metros de la actual esquina de Viamonte y Maipú.
Juan de Garay se asignó el solar que hoy ocupa el Banco Nación. Parece que el fundador no le dio mucho valor, porque aun en el siglo XIX, la gente llamaba al lugar el «hueco de las ánimas», por descampado y abandonado.
El puerto natural era el «Riachuelo de los navíos», que desembocaba por entonces a la altura de la calle Humberto I, y el puerto comercial estaba en la actual Vuelta de Rocha, en La Boca.
Recién hacia 1734 fue necesario individualizar las calles con algún nombre. ¿Por qué? Ni por necesidad institucional ni para rendir homenajes: había que combatir el contrabando y se hacía necesario señalar los domicilios y los depósitos de los implicados en el delito, que se había constituido en una de las principales actividades económicas de la ciudad.
Un auto del entonces gobernador del Río de la Plata, el militar español Miguel de Salcedo, a quien hoy recuerda una calle de Parque Patricios, estableció la división por cuarteles y nombres. Las denominaciones se referían a edificios públicos allí establecidos –el Fuerte o el Cabildo–, a templos –de la Merced, Santo Domingo y otros–, a accidentes geográficos –de la Zanja–, al destino al que conducían –de aquella época es la única que mantuvo su nombre desde aquel entonces, Santa Fe, antes Camino de Santa Fe– o a vecinos ilustres, pero la mayoría se extrajo del santoral.
Al pintor Pedro González se le encomendó la tarea de escribir los nombres de cada calle en tablas de madera para colocar en las paredes para un bautismo oficial que no prendió demasiado: los vecinos seguían llamando a las calles por su nombre popular, aquel que le habían puesto entre todos.
En los años siguientes hubo algunas incorporaciones no muy trascendentes, hasta que, en 1808, la nomenclatura oficial tuvo la primera transformación total por orden del entonces virrey Santiago de Liniers: reemplazaron todas las denominaciones de calles y plazas con el nombre de los héroes de la reconquista y la defensa de Buenos Aires, que lograron aquella doble y memorable derrota de los ingleses.