En Orígen histórico y etimológico de las calles de Madrid, impreso por vez primera en 1863, el autor realiza un recorrido pormenorizado por las calles y plazas de la capital española, estudiando y analizando su historia, el origen de sus nombres y las transformaciones que se han dados en éstas con el paso del tiempo. Numerosos escritores posteriores han basado sus estudios en el texto de Capmany para desarrollar otros similares, pues tiene la obra el mérito de ser el primer tratado de estas características que se publicó de la ciudad, siendo, aún hoy, un libro de consulta obligada para expertos y curiosos lectores por igual.
Antonio Capmany y Montpalau
Origen histórico y etimológico de las calles de Madrid
ePub r1.0
jandepora11.07.13
Título original: Origen histórico y etimológico de las calles de Madrid
Antonio Capmany y Montpalau, 1863
Editor digital: Editor
ePub base r1.0
Dedico esta edición a mi madre, Manuela, que me pidió este libro para su kindle.
ANTONIO CAPMANY Y MONTPALAU. (Barcelona, 24 de noviembre de 1742 - Cádiz, 14 de noviembre de 1813) Estudió Lógica y Humanidades en el Colegio Episcopal de Barcelona antes de ingresar en el ejército, concretamente en el Regimiento de Dragones de Mérida. Tras abandonar la milicia donde fue subteniente del regimiento de las tropas ligeras de Cataluña, habiendo participado en la guerra contra Portugal en 1762, volvió a la vida civil en 1770, dedicándose fundamentalmente al estudio de la historia y de la literatura. Colaborador de Pablo de Olavide en el proyecto ilustrado de traer familias centroeuropeas para repoblar Sierra Morena, en 1770 publicó su gran obra en cuatro volúmenes, Historia del comercio y las artes de la antigua Barcelona. Por ésta época se encargó de la reorganización del Archivo del Real Patrimonio de Cataluña. Fue miembro de la Real Academia de la Historia en 1776, siendo nombrado secretario perpetuo en 1790. Se enfrentó en polémica a Jovellanos y Campomanes defendiendo la pervivencia de los gremios.
Durante los gobiernos de Godoy se mantuvo al margen de la actividad oficial, mostrando su recelo hacia las nuevas ideas que venían de Francia, por lo que veía en las viejas tradiciones el mejor medio de combatirlas. En 1808, al comenzar la Guerra de la Independencia, en su publicación El Centinela contra los franceses incitaba a los españoles a una lucha a muerte contra Napoleón, al que consideraba la Anti-España. Se refugió en Cádiz donde dirigió la Gaceta de la Regencia de España e Indias que se publicaba en vez de la Gaceta de Madrid.
Fue elegido diputado por el Principado de Cataluña por las Cortes de Cádiz. Liberal moderado, perteneció a la comisión que debía elaborar el Proyecto de Constitución y, junto con Agustín Argüelles y Jaime Creus Martí, formó parte de una junta especial de inspección para dar el visto bueno a dicho Proyecto, donde se acordó, entre otras disposiciones, el hacer un Diario de Sesiones. También perteneció a la comisión de once diputados, encargada de elaborar el proyecto de libertad de imprenta, que defendió con gran entusiasmo y a la comisión de doce diputados encargada de elaborar el reglamento interior de las Cortes. A él se debió también la iniciativa de que en la plaza principal de todos los pueblos de España se colocara una lápida conmemorando la promulgación de la Constitución. Volvió a ser diputado, suplente, por Cataluña en las Cortes Ordinarias de 1813, pero víctima de una epidemia moría en Cádiz ese mismo año.
Notas
LETRA A
CALLE DE LA ABADA.
En las antiguas eras pertenecientes al Priorato de San Martin, se aposentaron unos cazadores portugueses que traían una Abada Rinoceronte hembra, en cuyo sitio improvisaron una tienda, y al toque de tamboril y de dulzaina, embocaban a las gentes curiosas que acudían en gran multitud a contemplar la fiera, por cuya vista pagaban dos maravedises, acosándolas con estrepitosos silbidos y otros ademanes, mientras que los portugueses intentaban poner orden advirtiendo el peligro. Sucedió, pues, que un muchacho del hornero de la mata, familiarizándose demasiado con la Abada, halagándola con darle a comer pan y bollos calientes que cogía del horno, en un día por travesura sacó un mollete abrasando y así se lo puso en la boca a la fiera, y esta se lo tragó. Ensoberbecido el animal, se arrojó sobre el muchacho, sin que los portugueses pudieran librarlo de los enormes dientes de la Abada. Sabida esta ocurrencia fatal por Fr. Pedro de Guevara, prior de San Martin y dueño de los terrenos, hizo salir de su jurisdicción a los portugueses, quienes aturdidos dejaron escapar la Abada, causando su fuga una grande alarma en Madrid. El poeta Quevedo escribe, que siendo ya el anochecer y divisándose un carro con un carguío de lanas en el Postigo de San Martin, que salieron los madrileños con palos y picas a cazar la fiera, pero que se vieron burlados al saber que era un carro. El P. Sarmiento dice que las viejas y beatas refirieron hasta veinte muertes ocasionadas por la Abada cuando huía, y que las contaban entre lágrimas y sollozos; y otro autor, bastante crítico, consigna que un perro que venía en huida llevó delante de sí un tropel de gentes, juzgando que era la fiera, la cual fue cogida cerca de la era de Vicálvaro por los mencionados portugueses, ayudados por la Santa Hermandad.
De aquí quedó aquel paraje con el nombre de la Abada, y por la circunstancia de haberse puesto allí una cruz de palo para recuerdo de la desgraciada muerte del muchacho.
Más adelante, D. Juan Gabriel de Ocampo y doña María de Meneses compraron varios terrenos al prior, en los cuales levantaron casas, y a su imitación otros, y se formó la calle con la denominación de la Abada, que todavía viene conservando. Así constaba en el libro de la fundación de las capellanías de D. Jaime Moncada que se cumplían en la iglesia de clérigos menores de Portaceli, capilla donde se venera una imagen titulada Nuestra Señora de la Consolación.
CALLE DE LA ABADÍA Y CASTRO.
Una mujer llamada Teresa Abadía tenía en su compañía un joven llamado también Nicolás de Castro; este era inquieto y mal avenido con las prácticas piadosas de su huésped, si bien la casa pertenecía a aquella, y lo mismo los mal acondicionados edificios que había inmediatos. Ocurrió por entonces el que el gobernador del arzobispado de Toledo quería comprar algunos terrenos de los pertenecientes a esta para construir convento a las religiosas capuchinas, pero la dueña trató de cederlos de limosna para tan benéfico fin: el joven, que quería heredar a la propietaria, se oponía a sus devotos intentos.
Por último, Teresa Abadía le declaró heredero, y en parte a las religiosas, en cuya penitente casa pretendió el velo. Mal avenido, como hemos dicho, el Castro con la desmembración, como si tuviese derecho al vínculo, desacreditó a su bienhechora de modo que las monjas se negasen a admitirla, como así fue, consiguiendo con esto el que Abadía anulase su testamento en pro de la comunidad, otorgando un nuevo instrumento en favor de Castro, quien le exigió renuncia formal de sus bienes. Dueño ya Castro de aquellas humildes y vetustas casitas comenzó a venderlas a diferentes compradores, y entre otros a la señora doña Micaela Castejón, condesa de Cifuentes, quien tomó terreno para la fundación del mencionado convento. La reputación de Micaela padeció mucho con la compañía de Castro, quien en poco tiempo concluyó con los cortos bienes de aquella mujer, viéndose muy luego en la indigencia sin la casa solariega. Muerta la Abadía, sus parientes intentaron anular las ventas que hizo Castro, promoviendo pleito con los compradores de los terrenos, que lo eran el marqués de Peñafiel, el conde de Cifuentes, D. José Manuel de Villena y el doctor Fernández Díaz de Toledo, como consta en el libro de memorias de este, cuando dice: «Sobre la casa que edifiqué en dos pedazos de terrenos que adquirí de la pertenencia y propiedad que fueron de la