Juan Benet - Qué fue la Guerra Civil
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- Libro:Qué fue la Guerra Civil
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1976
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Qué fue la Guerra Civil: resumen, descripción y anotación
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Uno de los grandes novelistas españoles contemporáneos, Juan Benet, abordó en varias de sus obras de ficción, en clave novelística, el tema de la guerra civil española, trasladada a ese espacio literario mítico llamado Región que fue el escenario de muchas de sus narraciones. Interesado siempre por la historia militar, por los ejércitos y las batallas, Juan Benet deja a un lado en esta ocasión la ficción literaria y aborda la guerra civil en un ensayo tan breve como certero. Aborda Benet en estas páginas las causas y las consecuencias de la guerra, las grandes batallas que marcaron su curso, la trascendencia internacional del conflicto y las lecciones que deberíamos aprender para no repetir un episodio como este.
Juan Benet
ePub r1.3
Titivillus 17.03.17
Juan Benet, 1976
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Rosa
Al aceptar el encargo de escribir una breve sinopsis de lo que fue la Guerra Civil decidí en primer lugar limitarme a la narración de aquellos hechos más sobresalientes que son aceptados hoy con casi absoluta unanimidad, a pesar de que en su día algunos de ellos dieron lugar a prolongadas polémicas entre los testigos e investigadores de los mismos. Pero consideré más tarde que constituiría una grave renuncia a mi papel la exclusión de mis propias opiniones sobre algunos sucesos y actitudes de aquel conflicto por lo que me he decidido a insertarlas, cuando vienen al caso, a sabiendas de que no serán compartidas por la mayoría de los posibles lectores. Confío —de cualquier manera— que el lector menos avisado sabrá distinguir entre los hechos probados y mis juicios personales.
La Guerra Civil de 1936 a 1939 fue, sin duda alguna, el acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y quien sabe si el más decisivo de su historia. Nada ha conformado de tal manera la vida de los españoles del siglo XX y todavía está lejos el día en que los hombres de esta tierra se puedan sentir libres del peso y la sombra que arroja todavía aquel funesto conflicto. Exactamente, cuarenta años y una quincena después del día en que se inició, ha sido necesario un perdón real para borrar —parcial y jurídicamente— las heridas aún abiertas y las profundas divisiones que desde aquella lejana fecha, al seguir separando al país en campos difícilmente conciliables, preservan un estado de latente, cuando no abierta, belicosidad.
Es evidente que España es un país distinto de aquel de 1939 y tal vez su transformación haya sido más intensa y radical que la de cualquier nación europea en el mismo lapso de tiempo. Pero en ciertos aspectos y caracteres que determinan las condiciones necesarias para que sea respirable un clima ciudadano, sigue siendo el mismo pueblo de siempre: las mismas actitudes intransigentes que afloran aquí y allá, el mismo menosprecio a las ideas del adversario, la misma sobredosis de sentimientos con que recargar opiniones que no nacen de juicios claros, la eterna prioridad de los intereses privados sobre los públicos y, como colofón, esas constantes con que el miedo y la agresividad caracterizan la conducta de los seres débiles.
Cuando en 1976 parece que va a abrirse una nueva página del libro que ha permanecido cerrado durante cuarenta años, el lector no puede reprimir un sentimiento de sorpresa al reconocer las mismas frases, idénticos tópicos, incluso los mismos nombres que en 1936, para concluir que un país cuyo aspecto tanto ha cambiado en los últimos cuarenta años sigue aquejado por la misma enfermedad que con frecuencia le ha llevado a la extenuación, las amputaciones y las sangrías.
Se ha dicho repetidamente que la Guerra Civil española no fue sino el preámbulo de la Segunda Guerra Mundial y que las ideas y armas que habían de contender en esta ensayarían sus fuerzas, a escala reducida, en nuestro suelo; nada más inexacto, a mi parecer, que toda teoría que, con el pretexto de verlos incursos en una catástrofe mundial que se venía incubando fuera de sus fronteras, trate de paliar la responsabilidad de los españoles sobre los destinos propios y ajenos. Es más, la Guerra Civil española y la consiguiente victoria de Franco fue una de las causas —sine qua non— de la ruptura de las hostilidades europeas en septiembre de 1939 y sin duda muy distinto habría sido el curso del siglo XX para todo el mundo si los españoles no hubieran apelado a las armas para ventilar sus numerosas diferencias y hubieran tenido el alcance de visión y el espíritu de sacrificio necesarios para preservar su paz interior en aquel fatídico julio. Meses y aun años antes de dar la señal para el levantamiento, los conjurados habían buscado no sólo el apoyo y la ayuda sino la implicación de sus amigos y correligionarios de Italia y Alemania; la izquierda marxista había optado por una ruta parecida, con dirección a Moscú, y el mismo 19 de julio, a las pocas horas de conocerse el levantamiento del ejército de África, el recientemente nombrado presidente del Consejo, José Giral, enviaba a su colega francés, Léon Blum, un mensaje que decía: «He sido sorprendido por una peligrosa sublevación militar. Le ruego inmediata ayuda con armas y aviones». El mal, con todos los síntomas de su irremediabilidad, estaba cometido.
De la Segunda Guerra Mundial surgió una Europa deshecha, política y económicamente relegada a segundo plano, dividida en dos y flanqueada por dos nuevas superpotencias. Pero al menos surgió una nueva concepción de la armonía mundial y una distribución diferente de las jerarquías de todo orden de tal manera que sin caer en ninguna exageración —y dejando de lado todo juicio comparativo— cabe decir que el decenio de 1936 a 1946 constituyó la traca final de un ancien régime que Europa había inventado, en los días de la Ilustración, para el mejor gobierno de la Humanidad. Relegada a un papel más modesto y reducida a los recursos de su suelo y la imaginación de sus hombres, es evidente que Europa ha tratado de superar los desastres de aquella guerra, ha buscado desde entonces las formas de resolver tamañas crisis por procedimientos incruentos y persevera en el camino de hallar en el entendimiento recíproco la solución de sus diferencias. Desde los días de la guerra fría —epílogo innecesario de la guerra caliente impuesto por las dos superpotencias realmente vencedoras— todas las tensiones intereuropeas han tendido a suavizarse y tal vez los pueblos de este continente vuelvan a encontrar un longevo acomodo en la sublimación y virtual eliminación de aquellos fuertes y todopoderosos Estados que inventaron los príncipes del Renacimiento, por congregación de pequeños cantones y marcas baja una misma mano, y cuyo papel histórico —tras tantas conquistas y desastres— acaso haya concluido ya.
Pero no parece ser ese el caso de España, empeñada como siempre en hacerse la vida difícil, si no imposible. En contraste con Europa, durante cuarenta años ha vivido —oficialmente— glorificando la guerra, manteniendo elevada la guardia, usufructuando las rentas de la victoria y pretendiendo hacer de semejante estatuto un régimen estable y definitivo para todo el pueblo español. ¿Se imagina alguien a alemanes, italianos, austriacos, croatas o japoneses tratados en 1976 por sus vecinos y antiguos enemigos como lo han sido los republicanos españoles hasta el día de hoy? El desarrollo de los últimos treinta años ¿hubiera sido posible con tal política? Afortunadamente nadie será ya capaz de medir lo que semejante tratamiento ha supuesto para el progreso y la evolución de la sociedad española pero aquellos que se han atribuido la paternidad de ese desarrollo y han llegado a dar su apellido a la paz de la posguerra serán en su día justamente inculpados por la historia como los mayores retardatarios de nuestro progreso y los más calificados agentes contraceptivos de la regeneración que necesita el país.
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