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AA. VV. - Víctimas de la guerra civil

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AA. VV. Víctimas de la guerra civil
  • Libro:
    Víctimas de la guerra civil
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1999
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La presente edición toma en cuenta las últimas investigaciones sobre los fusilamientos y asesinatos durante la rebelión militar y la represión franquista, y actualiza en consecuencia el estado de la cuestión en lo referente a las víctimas de la guerra civil.

Coordinados por Santos Juliá, los más notables especialistas, basándose en fuentes inéditas y numerosos trabajos monográficos, exponen con rigor y autoridad cuanto hasta hoy se sabe de la gran tragedia humana que se desarrolló en la retaguardia, tanto en una como en otra zona. Fusilamientos arbitrarios, sacas y paseos, en los momentos del terror caliente; ejecuciones sumarias, cárceles y acoso a los huidos a la sierra, a medida que la guerra se dilataba; exilio, campos de concentración, represión de la guerrilla y sus colaboradores, represalias económicas y laborales y vejaciones múltiples tras la victoria de las tropas del general Franco. Este es el cuadro, estremecedor, de lo ocurrido.

AA VV Santos Juliá Julián Casanova Josep M Solé i Sabaté Joan Villaroya - photo 2

AA. VV.

Santos Juliá, Julián Casanova, Josep M. Solé i Sabaté, Joan Villaroya, Francisco Moreno.

Víctimas de la guerra civil

ePub r1.0

ugesan64 15.07.14

Título original: Víctimas de la guerra civil

AA. VV., 1999

Editor digital: ugesan64

ePub base r1.1

Capítulo IV Del terror caliente al terror legal Capítulo IV Del terror - photo 3
Capítulo IV: Del terror «caliente» al terror «legal»

Capítulo IV

Del terror «caliente»

al terror «legal»

El terror «caliente» fue inseparablemente unido al verano y otoño de 1936. Ese tipo de terror, simbolizado por las «sacas», «paseos» y asesinatos masivos sirvió en los dos bandos en lucha para eliminar a sus respectivos enemigos, naturales o imprevistos. Fue una parte integral del «glorioso Movimiento Nacional», de su asalto a la República y de la conquista gradual del poder, palmo a palmo, masacre tras masacre, batalla tras batalla. Se convirtió asimismo en un ingrediente básico de la respuesta multiforme y desordenada que las organizaciones políticas y sindicales de izquierdas dieron al golpe militar. Más que una consecuencia de la guerra, como suele a veces creerse, ese terror «caliente» le precedió, fue el resultado directo de una sublevación militar que llevó con ella desde el primer instante el asesinato impune y el tiro de gracia. Un plan estratégicamente diseñado que, donde falló, encontró una réplica armada súbita y feroz contra los principales protagonistas de la sublevación y contra quienes se consideraba sus compañeros materiales y espirituales de armas.

Durante los dos meses de verano que siguieron a la sublevación, el terror se extendió más allá de los límites de las organizaciones políticas, del aparato del Estado en la zona leal a la República, y del propio ejército en el bando rebelde. Y aunque el ejército y las fuerzas de policía constituyeron poderosas armas de muerte, hubo otras relaciones de poder —personales, de grupo, locales— que ocuparon los espacios vacíos dejados por la dislocación del orden causada por el golpe militar. Poderes autónomos, o con bastante autonomía, como los escuadrones de falangistas o los comités revolucionarios, operaron en el territorio de castigo y justicia antes ocupado por el Estado, a la vez que ponían en marcha mecanismos extraordinarios de terror que no necesitaban por el momento sanción o legitimación. Esa etapa sangrienta sin ley duró varias semanas, pese a las voces en contra que alzaron importantes personalidades republicanas y pese a que en algunas zonas de la retaguardia rebelde, como en Galicia o varias provincias de Castilla, no existía la más mínima amenaza frente al nuevo orden implantado por los militares.

A partir de noviembre, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. Tras la frustrada ofensiva franquista sobre Madrid, nadie creía seriamente, por mucho que la propaganda dijera otra cosa, en un desenlace cercano de la guerra. Los frentes se estabilizaron y excepto en Madrid, que vivió una batalla decisiva, los ataques se resolvían en pequeñas conquistas, afianzamiento de posiciones o acontecimientos de escasa dimensión política y militar. Desde la entrada en Toledo a finales de septiembre de 1936 a la conquista de Málaga a comienzos de febrero de 1937, los militares rebeldes no sumaron ninguna victoria, mientras que las todavía multicolores fuerzas leales a la República bastante hacían con evitarlo. En esos cuatro largos meses, los grupos paramilitares e «incontrolados» desaparecieron prácticamente del escenario y las milicias se sometieron definitivamente a la disciplina del ejército, proceso este último que, obviamente, tardó más en consumarse en la zona republicana que en la rebelde.

La concentración del poder no resultó fácil, ni siquiera en el bando insurgente donde todo parecía destinado al mando supremo del general Franco y cuya autoridad, sin embargo, fue bastante menos omnipotente de lo que se pinta. Pero había indicios de cambio y, para lo que aquí interesa, pruebas claras de que el terror se estaba controlando en los dos bandos «desde arriba»: las «sacas» y «paseos» cayeron en picado; los asesinatos decrecieron considerablemente. El terror, como la atmósfera, se enfrió, inaugurando una fase de violencia «legal», pasada por los tribunales. El enemigo seguía allí, quedaban muchos por enterrar, pero la necesidad de atender principalmente a la guerra, la concentración del poder y la disciplina en la retaguardia comenzaron a frenar los excesos. En el bando republicano, el Gobierno y las organizaciones políticas y sindicales lograron parar de forma casi definitiva la matanza; en el de los rebeldes el ritmo descendiente de la violencia fue similar hasta que llegó Málaga, una conquista que situó de nuevo en el escenario el terror «caliente» de los asesinatos en masa y sin garantías. Fue la excepción más sonada, aunque hubo otras, de esos primeros meses de 1937 en los que el terror «legal» parecía ganar la partida. Un acontecimiento con el que pondremos fin a esta primera parte.

Tribunales populares

El control del descontrol costó un tiempo en la zona republicana. Los primeros decretos de lo que Glicerio Sánchez Recio denomina «el complejo entramado de la justicia popular» vieron la luz el 23 y el 25 de agosto de 1936, inmediatamente después del asesinato de ilustres derechistas y políticos en la cárcel Modelo de Madrid. Aparecieron así los tribunales especiales «para juzgar los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado». Los tribunales estarían formados por «tres funcionarios judiciales, que juzgarían como jueces de derecho, y catorce jurados que decidirían sobre los hechos de la causa». Esa «justicia de excepción» de la República incorporaba el «procedimiento sumarísimo» y diversos elementos de la jurisdicción militar sin necesidad de recurrir al «estado de guerra», que el Gobierno republicano no declaró en todo su territorio leal hasta el 9 de enero de 1939.

El Gobierno de la Generalitat promulgó el 24 y el 28 de agosto decretos muy similares por los que se creaban «jurados populares para la represión del fascismo». No fue sólo un fenómeno de Madrid o Barcelona: en casi todas las provincias de la zona republicana se constituyeron en los días siguientes los tribunales populares. Era el paso, o así lo parecía, desde la «anormalidad» en la que el «pueblo», como decía García Oliver, «creó y aplicó su ley y su procedimiento», es decir, el «paseo», a la «normalidad», una etapa en la que «los elementos sospechosos debían ser entregados a los tribunales populares y ser juzgados, con imparcialidad, con castigo de los culpables y puesta en inmediata libertad de los inocentes».

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