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Alicia Yánez Cossío - Sé que vienen a matarme

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Alicia Yánez Cossío Sé que vienen a matarme

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Desmitificadora y polémica la nueva y esperada novela de Alicia Yánez Cossío - photo 1

Desmitificadora y polémica, la nueva y esperada novela de Alicia Yánez Cossío es una magistral recreación de uno de los períodos más turbulentos de la historia republicana.

Oculta en la penumbra de las habitaciones de Palacio, la mirada implacable del tirano aterroriza a todo un pueblo, imponiendo su voluntad omnímoda. Nada ni nadie podrá detener su desenfrenada carrera en pos del poder y la santidad. Mujeres, soldados, sacerdotes y políticos son parte de una historia de crueldad, intolerancia y lujuria. Sin embargo, una triple conspiración acosa al tirano. La venganza, la cobardía y la traición confluyen en un final tan estremecedor e inevitable como el de una tragedia griega.

El núcleo de Sé que vienen a matarme es un hecho histórico: el asesinato de uno de los presidentes más controvertidos del Ecuador del siglo XIX. El eje de la obra es la vida de este personaje poseído por la ambición de poder y fanatizado por la religión, nombrado siempre de manera elusiva y oblicua. Esta novela es a la vez una apasionante historia de aventuras, una sobria reconstrucción histórica y una sabia meditación acerca de la condición humana y moral de la clase política. Se trata, sin duda, de una soberbia demostración del talento narrativo de una de las escritoras imprescindibles de la literatura hispanoamericana actual.

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Alicia Yánez Cossío

Sé que vienen a matarme

ePub r1.0

Titivillus 19.11.17

Alicia Yánez Cossío, 2001

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

En un caos que supera a todo lo vivido hasta entonces el senador por Pichincha - photo 3

En un caos que supera a todo lo vivido hasta entonces, el senador por Pichincha se desespera, intriga y no encuentra una salida que dé término al conflicto. En el duermevela de las alucinantes pesadillas, se le ocurre escribir algunas cartas al encargado de negocios de Francia en Quito, Émilie Trinité, en las que pide que transmita a Su Majestad, el Emperador de Francia, Napoleón III, el deseo de que Ecuador, —que tiene un territorio más grande que Francia— pase a ser una colonia francesa:

Por lo que respecta a mí y aun puedo decir por lo tocante a todos los hombres de orden, la felicidad de este país dependería de su unión al Imperio Francés.

Los que trabajamos en vano para contener la anarquía que nos deshonra y empobrece, y vemos avanzar rápidamente el torrente arrasador de la raza anglo-americana, encontraríamos bajo los auspicios de Francia, la civilización en la paz y la libertad en el orden, bienes que no nos haría disfrutar nunca la débil y extenuada España.

Si Ud. creyere comunicar esta carta enteramente reservada y confidencial al Gobierno francés, puede hacerlo. Le ruego únicamente que no deje traslucir nada al señor Quevedo, Encargado de Negocios en España, pues tengo sobrados motivos para creerlo falto de nobleza y lealtad.

Se trata también del interés de la Francia, puesto que ella sería el dueño de estas bellas regiones.

En el aberrante sueño de que su patria pasara a ser una dependencia de la grandiosa Francia, se imagina a los soldados —incluyendo a los tauras de Urbina— marchando al compás de la inmortal «Marsellesa», a los indios, negros y mestizos chapurreando el francés, con modales afectados, y saludando con venias cortesanas a la bandera francesa que ondea en las cúspides más altas. No descansa. Se multiplica. Escribe centenares de cartas. Hace mil planes. No se detiene en hacer gestiones diplomáticas. Consulta con su madre; doña Mercedes le alienta en el proyecto y reza sin descanso por la pronta anexión del pueblo indómito a Francia.

Ecuador no sólo cedería a Francia el Archipiélago de Galápagos, sino también las extensas tierras no ocupadas de la República sobre las riberas del Amazonas.

En ese desasosiego caótico y a la vez con la enajenada esperanza de que Francia aceptara lo que ha ofrecido con tanta galanura, y en medio de la protesta general de todo el pueblo, que rechaza la anexión y no atina qué rumbo tomar frente a la anarquía imperante, recibe la inesperada ayuda de su eterno enemigo Juan José Flores, quién arde en deseos de participar en la futura guerra y afirma ofrecerle desinteresadamente sus servicios.

El senador acepta sin demora la ayuda del odiado enemigo, al que quiso hundir el puñal y al que llamó en más de una ocasión: «Hijo de puta antes del parto, en el parto y después del parto». En el crucial momento del llamado «Año del Desastre», aceptaría la ayuda del demonio si fuese necesario, y no duda en escribirle: «Por patriotismo fui enemigo de Ud., y por patriotismo he dejado de serlo».

Sin pérdida de tiempo despacha un correo a Lima pidiendo a su ex enemigo que consiga todas las armas y municiones necesarias, y le envía una autorización de compra, firmada y rubricada por su mano junto al nombramiento de Jefe Supremo de la Guerra.

Después de un corto tiempo, los agentes diplomáticos de Napoleón el Pequeño llegan al país, miran lo que está a la vista, hacen cálculos, sacan cuentas y como tienen la cabeza en su puesto, sus informes son desfavorables. Afirman que la anexión de Ecuador a Francia costaría millones de francos, se necesitarían más de mil caballos y un ejército de por lo menos diez mil hombres para aceptar la oferta. Pero la razón de más peso es el temor de que Gran Bretaña, Estados Unidos y las naciones hispanoamericanas se levantaran en bloque para oponerse a la dominación francesa.

H echas las paces con Flores, olvidadas y perdonadas las rencillas, arrinconado el odio, amigos para lo bueno y lo malo, nada impide que el exiliado regrese al país después de quince años de destierro. El extranjero, al que no se le pueden negar sus dotes de estratega, reúne a sus partidarios y organiza un ejército destinado a que su ex enemigo se instale nuevamente en el poder.

Hay algunos encuentros, con la lamentable muerte de los desesperados que se alistan en los ejércitos sin más esperanza que la insegura paga de un salario. Mediante una hábil maniobra, Flores toma por sorpresa a los partidarios de Guillermo Franco en los momentos que recogían firmas para la anexión de Ecuador a Perú. Los derrota fácilmente y Franco no tiene otra alternativa que huir del país hacia el Perú, donde le reciben como a un héroe.

Los trágicos sucesos duran más de un año en medio de unas cuantas guerras, anexiones, pantomimas, destierros y traiciones. El país queda aniquilado. El pueblo se debate en la más cruda miseria. Los desheredados sienten más que nunca el aguijón del hambre. La descomposición social llega a los límites más escandalosos, y antes que la nación desaparezca, es necesario poner parches y remiendos. Entre otras medidas, el hábil senador por Pichincha propone al Congreso que se cambie la bandera del 6 de marzo por la actual bandera tricolor, y consigue además, en una insólita maniobra, que se expida un decreto de reparación en favor de su antiguo y odiado enemigo, «al que se le debe el éxito de la campaña que ha salvado la independencia, honor y civilización de la República».

Y el obediente Congreso formado por los que no tienen otra ambición que figurar, vivir a expensas del Estado y explayarse en discursos, decreta «que se le devuelvan los bienes que fueron arrebatados ilegalmente y que quedaron abandonados a la rapacidad más escandalosa».

Sin más tardanza, una Junta de Notables, que suele aparecer con demasiada frecuencia cuando los notables son los partidarios y familiares que se necesitan, convoca a una Asamblea Nacional, integrada esta vez en su mayoría por conservadores y floreanos. Como está previsto, la Asamblea declara por unanimidad al hábil senador por Pichincha presidente interino y al poco tiempo esa misma Asamblea le elige ¡Presidente Constitucional de la República!

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