D. R. © 2019, José Ramón Cossío Díaz
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A mi Ponencia, con gratitud y cariño.
Presentación
Como profesor de derecho constitucional, desde muchos años atrás quise llegar a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El haber estudiado el texto constitucional, sus interpretaciones y efectos debía culminar con la posibilidad de crear normas y criterios jurídicos obligatorios por la vía judicial. Sé que entre una actividad, la de profesor, y otra, la de juzgador, no existe causalidad ni relación inescindible. Sin embargo, como pasa con tantas cosas en la vida, yo quise encontrar entre ambas actividades una especie de continuidad.
Una serie de afortunados acontecimientos me permitió llegar a ser ministro a partir del 1 de diciembre de 2003. De esa fecha a aquella en la que terminó mi cargo (30 de noviembre de 2018), fueron muchas las experiencias que se acumularon. Sin ser éste el lugar para narrar todas ellas, me gustaría contar algunas para preparar al lector a lo que es el contenido del libro que tiene en sus manos. Sin embargo, y por lo mismo, quiero retraerme a un tiempo previo a mi designación. Prometo no ir muy atrás.
Cuando era profesor de derecho me pareció muy importante hacer crítica a las resoluciones de la Suprema Corte. Si este órgano tiene como función determinar el sentido de las normas constitucionales, quien tenía que explicarlo como profesor debía llevar a cabo una crítica abierta y profesional a lo dicho por ella. Gracias a una generosa invitación de Federico Reyes Heroles, comencé a escribir mensualmente mis comentarios en la revista Este País a los fallos que la Corte iba dictando. Sin juzgar yo mis colaboraciones, lo hecho me fue produciendo, y creo que afinando, un sentido crítico. Aprendí a observar problemas de forma, rompimiento de las cadenas argumentativas, la aparición de conclusiones súbitas, y otros elementos parecidos. Desde mi propia perspectiva, este ejercicio me generó un nuevo talante profesional. Me enseñó a realizar un análisis no muy frecuente entre nosotros. También me dio una especie de fortaleza para expresar lo que de verdad quería y hacerlo frente a quienes formaban parte de un órgano al que quería pertenecer.
Cuando llegué a la Corte tuve que dar el consiguiente discurso de ingreso. Fue un momento importante y complejo. Nuevamente tenía que decir lo que pensaba hacer y, por ello, lo que no me gustaba de lo hecho por el grupo al que yo me sumaba. De los 11 ministros designados en enero de 1995 para integrar la nueva Corte, 9 permanecían al incorporarme yo. Con algunos de ellos tenía amistad y un respeto mutuo. Decirles cosas como recién nombrado no era fácil. El ligero temblor de mis manos al sostener las hojas del discurso así lo demostraban.
Vino el receso de diciembre de 2003, y el lunes 5 de enero de 2004, efectivamente comenzaron mis tareas. Esos primeros días fueron complejos e interesantes. Ordenar una buena ponencia, leer los proyectos propios y ajenos y definir cuándo y cómo hablar en las sesiones, fue todo un reto. El apoyo de algunos colegas ministros, el consejo y la paciencia de los colaboradores hicieron esos días más cortos y, sin embargo, memorables.
Lo que más allá de logros y fracasos resultó interesante al comienzo y permaneció así durante los años, fue saber cuándo adoptar un criterio y desechar otro, tanto para la confección de los proyectos propios como en el posicionamiento frente a los ajenos. En resumen, ¿cómo votar en cada caso? Señalo en cada caso, porque así es como se actúa jurisdiccionalmente. Sin caer en el lugar común de que cada asunto tiene particularidades tales que lo hacen por completo diferente a todos los demás, lo cierto es que entre ellos hay matices que obligan a considerarlo en lo particular, bajo la luz de criterios generales.
Sin que desde luego sean lo mismo, el haber sido crítico de las resoluciones judiciales fuera de la Corte me dio un entrenamiento para seguirlo haciendo dentro de ella. Con una naturalidad que ahora me parece un tanto extraña y con el invaluable apoyo moral e intelectual de mis compañeros de Ponencia, comencé a expresar con amplitud y confianza mis disensos a lo que en el Pleno y en la Sala se resolvía.
Hacerlo, al menos en mi caso —pues creo con sinceridad que igual pasa con todos quienes integramos órganos colegiados—, no siempre fue fácil. En ocasiones existen dudas acerca de lo que se piensa frente a lo que todos o muchos ven con claridad y sostienen con convicción. En ocasiones, aquello que se quiere sostener no termina por conformarse intelectualmente, ni proporciona tranquilidad emocional. En otras más, las posiciones externas a la Corte generan, o pretenden generar, cauces de votación.
Durante mis 15 años como ministro de la Suprema Corte, fueron muchos los casos en los que voté en minoría o en soledad. Algunos de ellos fueron en temas o problemas aparentemente menores o, al menos, concernientes sólo a las partes en el asunto. En otros, sin embargo, lo resuelto y lo mostrado tuvo repercusiones más amplias debido a la naturaleza de los asuntos. Una cosa es que a un quejoso se le rechace un recurso o un argumento en un asunto que a él le importa mucho, y otra distinta que lo decidido por la Corte repercuta en un número indeterminado de personas y les signifique la vida de una cierta manera. Por vía de ejemplo, definir jurídicamente qué condiciones dan lugar a una válida terminación de la relación de trabajo y cuáles no, o a quién puede atribuirse cierta calidad personal para efectos de su defensa judicial, repercute en muchas personas. Por su carácter constitutivo de la realidad, en ocasiones es más amplio lo que tiene que darse en asuntos más grandes. Además hay que decir las razones del disenso. Tal vez y con alguna esperanza, lo dicho minoritariamente podrá llegar a ser un elemento para reflexiones futuras y, todavía más deseable, el criterio adoptado mayoritariamente y por ende obligatorio.